LA FERIA EN LA PLAZA

EL FESTIN DE LA CANALLA.

Hoy no se puede, honradamente, vivir. Donde quiera que uno vaya, las puertas que abra, los caminas que siga, todo, deja escapar una pestilencia de mediocridad. La dignidad, el amor a la sincera rudeza, el gesto natural que amplifica el espíritu, son cosas desconocidas, casi legendarias en el actual ambiente de snobismo, de sutileza y de pavorosa hipocresía. Todos buscan una actitud y se esconden en ella como en una vestido transitorio, que pronto ha de ser abandonado y reemplazado por otro, conforme a las imposiciones de las fluctuantes conveniencias sociales. Y así consiguen medrar, imponerse, rodearse de un prestigio, tornadizo, acomodable en cada una de las diversas oportunidades del diario vivir. Caracteres delicuescentes, corazones fangosos, todo, todo lo han corrompido: la actividad intelectual, el amor, los ideales... Abundan las espinas dorsales flácidas; los hombres viven inclinados, ensuciando los más puros mármoles con la baba nauseabunda de su incapacidad, de su miseria espiritual, de su debilidad claudicante. Han cambiado el nombre de todas las cosas y calumnian con osadía imbécil la verdad. A su desvergüenza, llaman, ausencia de prejuicios; a la impureza de sus propósitos, refinamiento; a su vanidad estridente y torpemente egoísta, idealismo. ¡Da risa y da asco ver a los idealistas de hoy! Individuos sin personalidad, sin concepto alguno de la vida, pretenden dar cauce nuevo al turbión humano. Basta para ello que hayan ingerido algunos folletos pueriles o escuchado las palabras de los eruditos revolucionarios. Domésticos y elegantes jovencitos que no han tenido jamás un gesto de hombres, que ni siquiera sospechan el dolor genial de tener un yo, pontifican y aparecen ante las muchedumbres oscuras como anunciadores y videntes. Hablan de pureza, de ideales, de la floreal belleza que tendría la vida si fuese constituida a semejanza de sus concepciones. Mas, he aquí que todas sus vociferaciones son vanidad y mentira interesada. Si no lo creéis, observadlos en su vida común—ahí están integros de cuerpo y alma—averiguad sus ocupaciones, ahondad en su pensamiento verdadero en su corazón profundo. Y veréis sólo una monótona vaciedad desesperante, una vulgaridad usual a irremediable. Todos son lo mismo: los estudiantitos sociológicos; los literatos que trasudan exquisiteces aprendidas en los bajos fondos de la literatura; los políticos que piensan una vez al mes y opinan a cada instante; los frailes prevaricadores; los militares relucientes y rectangulares como adoquines ciudadanos. Unos nos hablan de la Revolución Social, los otros del Arte y la Belleza, los otros de Dios o del Pueblo o de la patria, mirándose obstinadamente el estómago y el bajo vientre, objetos únicos de sus esfuerzos, de sus inquietudes y de su existencia lamentable. La tremenda, la inaudita verdad actual es ésta: la canalla ha envenenado la vida y todos los goces de la vida. Si alguien quiere mantenerse sincero y fuerte y natural; si alguien tiene la osada voluntad de despreciar el “snobismo”, la fatuidad, la hipocresía, la preocupación de agusanadas conveniencias sociales, tiene que retirarse a las más apartadas montañas. Y cuando las necesidades lo obligan a bajar hacia la canalla, rodearse en medio de ella, de tres recias murallas invisibles. La primera se llama orgullo: está hecha de la conciencia de nuestra fuerza y del desprecio hacia los rebuznos del pesebre social. La segunda se llama silencio: es el horror a usar las palabras y los gestos que han sido mancillados por los impuros de 1a pluma, de la tribuna y del tráfico. La tercera se llama risa: es la eclosión de nuestro asco hacia los pequeños y los débiles; el estallido fustigante de nuestro inmenso respeto a nosotros mismos y a nuestro corazón. Y acaso viviendo lejos de la canalla, por sobre las miasmas y los cementerios sociales, sea posible reencontrar el sentido de la tierra, la belleza alborozada y pura de la vida. Por que la canalla es como una nube plomiza alzada entre nosotros y el Sol.

FEDERICO.