LAS REVOLUCIONES

Los espíritus superficiales suelen juzgar de las cosas, más que por sus circunstancias de esencia, por aquellas que son de mero accidente. La continuidad y la persistencia de un fenómeno escapan a su penetración y sólo los signos exteriores y fugaces se fijan en su retina mental. Así, las revoluciones tienen para los tales una significación simplista reducida al acto de fuerza; y fuera del rudo batallar de la lucha cruenta en que la bestia interior triunfa soberana, no hay motivo de emoción ni causa de estudio. La vista de estos miopes no alcanza más allá del estruendo homicida y del rencor inhumano. Y, sin embargo, acaso el acto de fuerza es lo de menos en cualquier transformación profunda así de la vida individual como de la existencia colectiva; acaso no es más que un signo; talvez se contrae al papel de simple instrumento que obra ciegamente en la inconciencia del por qué y para qué de su actuación. Las revoluciones, en este sentido restringido de actos de fuerza, son siempre movimientos instintivos en que la humanidad aparece sojuzgada por la animalidad. Las muchedumbres, arrastradas por el furor revolucionario, obran ciegas, no importa por qué causa. Una vez puestas en el carril de la violencia, caminan automáticas sin saber a dónde. Para cada hombre consciente de su labor, mil ignoran por qué matan y mueren. Para cada hombre que sabe que la revolución no es precisamente la exaltación de la fuerza, sino la consecuencia de estados de opinión y de alma y de necesidades físicas y morales, son a millares los que no trasponen los umbrales de la fiera que hiere por herir y mata por matar. Por esto mismo, mientras el hombre consciente sucumbe antes que someterse, la manada depone fácil sus furias y se rinde a nuevos amos y a nuevos señores. Por eso mismo, en toda la historia de la humanidad se vé a las multitudes sublevarse y someterse alternativamente, casi sin fruto. Mientras lucha la bestia, parece guiada por un anhelo de justicia y de libertad; más prontamente cede a la astucia y se deja domar mansa por los mitos que revisten formas seductoras y simulan promesas de futura dicha. Oscilamos entre el animal fiero y el animal doméstico. La palabra mágica se convierte a su vez en mito y por la revolución vamos en pos de inútiles violencias. Adoptamos el culto de la fuerza por la fuerza. Sustituímos el accidente a la esencia; lo circunstancial y pasajero a lo fundamental y permanente. Cedemos al instinto todas nuestras prerrogativas de seres pensantes. Ya no somos hombres. Pero las revoluciones no son simples sediciones. El acto de fuerza no es la revolución misma. Las revoluciones se cumplen en varios períodos de honda transformación. Los actos de fuerza no son más que signos revelaciones, burbujas de la fermentación interior. La resultante a distancia es lo único que nos permite reconocer nuestra obra cumplida. Ahora mismo, en el mundo sedicente civilizado se está operando la más honda, la más grande de las revoluciones. Pasan los sucesos a nuestra vista casi imperceptibles. Escapan a nuestra penetración los cambios acaecidos. Sentimos que algo se transforma, en la inestabilidad del momento actual, pero no podríamos precisar resultados y consecuencias. Más tarde podremos reconocer el camino andado. Ahora, nó. Ahora nos exaltamos en la contemplación de los signos exteriores, chispazos que se escapan del rescoldo profundo, vapores de hervor oculto, revelaciones de que algo muy hondo gesta un porvenir que pensamos venturoso. Y nada más. Los hombres conscientes de su obra transformadora no pueden engañarse; no se pueden abandonar a la seducción de la violencia, ni al espejuelo de los cambios milagrosos. El tiempo de los prodigios ha pasado. Y si alguien se hiciera la ilusión de un retorno, laboraría por nuevos y estériles sacrificios en provecho de nuevos señores y de nuevos mitos. Es larga y lenta la obra revolucionaria. Nadie podría situar su acabamiento más acá o más allá. Donde quiera que haya de concluir, conviene actuar siempre sacudiendo en las muchedumbres el sentido de la personalidad, la conciencia que escinde el animal del hombre, la razón que sojuzga al instinto y lo vence. Las multitudes que actúan ciegas sin saber por qué y para qué, no culminarán jamás en una obra de libertad. Retornarán fatalmente a la esclavitud. Satisfecha la bestia, el hombre doméstico doblará de nuevo la cerviz. Por atavismo, por educación, somos propensos a la violencia. Por error o por cortedad de vista, atribuimos a la violencia las más excelsas virtudes revolucionarias. Acabamos por sustituir los medios al fin. Y naturalmente, la fuerza acaba en ídolo, olvidados de que por la violencia se han afirmado y constituído todos los poderes y todas las tiranías. La violencia en si misma, es odiosa. Y si es verdad que fatalmente hemos de confiar a la fuerza la solución definitiva de las contiendas humanas, no lo es menos que las revoluciones son algo más profundo y más humano y más grande que las bárbaras matanzas que en el curso de los siglos no han hecho más que afirmar la bestia y someter al hombre. La revolución que ahora se está cumpliendo es algo más que los chispazos de rebeldía, que el estruendo del batallar sin tregua qué distingue a nuestra época de todas las precedentes. Atentos a lo esencial, no daremos a lo que es de mero accidente más importancia de la que realmente tiene. Y habremos de proseguir, en la medida de nuestras posibilidades, la obra de hacer conciencias, despertar el sentido de la personalidad libre, exaltar la razón sobre el instinto, aniquilar la animalidad para que el hombre surja soberano de sí mismo. La bestia interior gobierna todavía al mundo. La revolución acabará con ella.

R. M.