LA TONTA

Camino de la cordillera, en un recodo se alzaba la modesta casita de doña María Quintana. Cuatro piezas en los ángulos de un patio de paredes azules, después un huerto, en el fondo un muro y más allá —la soledad de los campos. Junto a la Quintana vivía una moza que hacía lo de la casa y a quién la vecindad apodaba, «La Tonta». Era “La Tonta” chica y gorda, gruesos pliegues de grasa surcaban su cuerpo lleno de torpeza que cubria una bata sucia y remendada que la Quintana había desechado hacía muchos años. Una media corrida hasta el tobillo revelaba una pantorrilla gruesa y sucia como su cuerpo entero. De su origen nada se sabía; la perversidad ajena la hacía hija de un cura.

Concluido el almuerzo «La Tonta» fregaba platos. Parecía hacerlo inconscientemente fijos los ojos, a veces, en los grandes cerros azules de lomos asperos en que venían a reposar perezosas brumas, o en las grandes cimas pálidas de la cordillera donde las nubes formaban como guirnaldas de mujeres griegas. A veces se deslizaba ,un plato de sus manos, daba contra el suelo y se hacia añicos. Al estruendo acudía la Quintana: «¿Qué has hecho hija mía, que has hecho?» Y la tonta respondía con toda la inocencia de su alma sin pecado: «Na Mama». Aquel “Na Mama” enternecía a la Quintana que veía en él los ruegos de un hijo que no había tenido. Los domingos, doña María y la Tonta iban a misa a la capilla del fundo vecino; luego volvían por el polvoriento camino silenciosas y llenas de santa quietud. Sosegada y sencilla, así pasaba la vida para aquellas dos mujeres, temerosas de romper con la monotonía de sus hábitos. Una mañana sintieron pararse un coche a la puerta. Corrió la Tonta a ver quién era. Grandes gritos de alegría se oyeron luego y un sacerdote, precedido de un mozo sobrecargado de maletas y canastas penetró en la casa. El recien llegado, Don Blas Quintana, hermano de doña María, era cura párroco de un lugar vecino. Todos los años en la época del verano venia a compartir su vida con su hermana durante algún tiempo. Era don Blas chico y vivaracho, amable y bueno y en la intimidad algo licencioso en el lenguaje lo que le valía los reproches de su hermana. Tenia, como cura, un defecto: el demonio de la lujuria anidaban en su alma. Todas sus correrías se consignaban en un diario radical de su pueblo, que vivía del escándalo. En un principio la Tonta le pareció simplemente despreciable. Pero luego después cambió de parecer. Un día Don Blas sorprendió a la tonta, desnuda de medio cuerpo arriba, lavándose en el estero que cruzaba el huerto. A los gritos acudió la Quintana: ¿Que has hecho hija mía? le dijo. Y la tonta respondió: «Na Mama» —cubriéndose presurosa sus voluminosos senos. Desde entonces don Blas redobló sus esfuerzos. Una noche, mientras la luna hacía siluetas en los viejos muros azules, en el fondo del huerto bajo un castaño enorme y sobre la amable yerba, «La Tonta» padeció todo el ardor del venerable cura. —Luego después se oyó llamar; llena de temor echó a correr, cruzó el huerto, llegó al patio donde estaba doña María: ¿Qué has hecho hija mía, que has hecho? «Na Mama».

G. BRINCK