Libertarios y Católicos

Una coalición imposible En estos días de estudio de la renovación universitaria que todos deseamos, se ha escuchado que se confunden en una meta única los anhelos de los católicos –en cuanto estudiantes– y los de aquellos que propugnan la más amplia y radical libertad de cátedra en el recinto universitario. Creo sinceramente que ese es un error grave, que conviene por lo tanto despejarlo, y que acaso esa seguridad influya algo en el criterio con que se aprecia la cuestión.

La nostalgia de la libertad Las religiones, cuando comenzaron a disolverse en conceptos éticos más o menos extraños al dogma, cuando fueron perdiendo el prestigio místico que en sus años de apogeo las adornaban, cayeron poco a poco bajo la sujeción –mayor o menormente estricta– del poder civil o material. Perdida la libertad de dominar, las religiones consideraron –o más bien sus hombres– perdida toda libertad; el bien que antes negaran lo solicitaron entonces a grito herido; la facultad que creyeron disolvente cuando unían en una misma mano los emblemas religiosos y los políticos, fue después su más caro deseo, el norte de su esperanza y el leit motiv de su queja. Esto se ve muy bien en el caso en que a la pérdida del predominio religioso se une la disolución de la nacionalidad fundada sobre aquel, o sea en el del pueblo israelita. Destruida Jerusalén, los hebreos hubieron de emigrar del suelo natal, dispersándose a los cuatro vientos y llevando como nexo único las nostalgias de su esplendidez, el recuerdo de los días magníficos y el sentimiento de la perdida dominación política y religiosa sobre los pueblos circunvecinos. Y cuando se fueron estabilizando en los diversos pueblos goim –o sea «infieles»,– cuando nacieron los obscuros ghettos sometidos a los crueles eventos de las persecuciones, desde el fondo de sus almas nació el anhelo de reconquistar el bien perdido, surgió imperativo el deseo de la libertad que habían negado –cuando, tenían una poderosa organización y un fuerte ejército– a los pueblos limítrofes rebeldes a su monoteísmo, a las normas mosaicas y a las revelaciones de sus libros santos. Supóngase por un instante al pueblo hebreo vuelto en la tierra de sus padres, dueño de las antiguas infinitas posibilidades, poseyendo, como posee, una fe acendrada que se puede acusar hasta de fanática, y se tendrá inmediatamente la imagen de un pueblo batallador, rudo y ansioso de hegemonía. Y sin ir tan lejos, sin llegar hasta una preconcepción histórica, ¿cuantos judíos no han soñado con unir las huestes raciales dispersas en medio de los goim y con hacer de ellas elementos de conquista y de disolución de la actual sociedad? (El sionismo tiene muchas y muy diversas acepciones...) De esa ansia de libertad que domina –como es natural– a una colectividad sojuzgada –por lo menos políticamente, pues los hebreos han podido llegar en algunos períodos y en algunas naciones hasta una verdadera hegemonía plutocrática–; de esa ansia de libertad nace el mesianismo, el fuego sacro que enciende en una fe común, indistinta de hombre a hombre de la raza, a todos los israelitas, que creen ver, en el mañana el restablecimiento de su poder civil y hasta la dominación de las reglas talmúdicas no sólo sobre algunos pueblos sino sobre todos los de la tierra. «Por algo somos –se dirán– el pueblo elegido de Dios»...

El anverso y el reverso de la medalla Otro ejemplo, más certeramente religioso, sacado también de la historia y más cercano a nuestra psicología por no ser semítico, me servirá para acumular las pruebas que quería ofrecer. Cuando se lanzaron en Europa –desde Alemania– los primeros gritos definitivos en pro de la Reforma religiosa, sirviéndose de un pretexto cualquiera que atañía a minucias del dogma católico, los hombres que se sentían ajenos al feudalismo que afortunadamente veían morir en sus días –no sin defenderse acremente–, pensaron llegado el instante de su total liberación. La Reforma se hizo en nombre del libre examen, de la discusión personal y –lo que es más– de la interpretación individual de los textos sagrados. No importa que Lutero, un día cualquiera, se creyera obligado a decir que el hombre debía obedecer y callar, porque detrás de la Reforma todos esperaban librarse de las trabas religiosas dogmáticas, que era como alivianar las cadenas de la sujeción civil. Pues bien, la Reforma fue interpretada como una liberación, informada en un espíritu radicalmente antagónico al catolicismo que venía a suplantar. Pero esa era una falsa noción: la Reforma no dejaba su carácter religioso, de conciencia, para adquirir uno civil, de exterioridad. Los protestantes habían, sí, pedido el acceso libre de los hombres todos a las propias fuentes de donde arranca el torrente de la religiosidad cristiana. Tomar en uno o en otro sentido la letra del Viejo Testamento y el ejemplo de los Evangelios, querer o no regresar a la pureza originaria y prístina del cristianismo naciente, eran sólo detalles. Lo fundamental era la protesta contra un orden dado, el rompimiento de normas fijas y la proclamación anhelosa de la libertad. Sin embargo, como había de suceder con toda cosa de religión, eso no era posible. La Reforma tenía que defender su integridad en cuanto llegara a dominar, como antes lo había hecho la unidad católica que se sintiera vulnerada con la explosión vital del reformismo. El caso de Miguel Servet es típico. Y mientras en España, en la patria de Servet, los católicos a ultranza, los severos inquisidores conducían a la hoguera a reformistas, hebreos y árabes, así como a todo sospechoso de reformismo, de hebraísmo o de orientalismo, en Suiza los rígidos calvinistas ajusticiaban a Servet tras de un proceso ridículo e infamante. La misma falta, el mismo delito en unos y otros, pero agravado en los protestantes pues habían clamado por la libre interpretación de los textos, por el sacudimiento del yugo dogmático, mientras no habían dado las normas de su interpretación ni establecido aún los términos de su dogma, pues en cuanto lo tuvieron y fijaron su interpretación, la libertad terminó a manos de sus antiguos propugnadores.

Aquí Aquí los católicos, que se sienten dominados y despojados de la libertad, en cuanto oyen un solo grito en favor de la amplitud de cátedra lo corean con todas sus fuerzas. Pero obsérvese que lo hacen en una forma puramente negativa: su deseo es obtener la libertad de enseñar que la libertad es mala, que el hombre debe sujetarse a la presión del dogma y de la revelación, y que quien no lo hace así está en medio de la infamia, del pecado y de la degradación moral... No es cierto que sea único el fin del católico y del libertario; no es cierto que el primero ame la libertad integralmente. La desea porque no la tiene; y cuando la tenga la negará para sus semejantes como hoy hacen los gobiernos con los humildes y los desposeídos, y como en otros tiempos hicieron los ministros de Dios con todo infiel o sospechoso de herejía y heterodoxia. Los libertarios que no pueden propiciar ninguna forma de sujeción, que no podrán aceptar el establecimiento de ningún dogmatismo –religioso, político o moral,– no deberán tampoco pactar ni medianamente una coalición absurda, imposible.

RAÚL SILVA CASTRO.