Historia de Patrioterópolis

Los tiempos bárbaros

«El autor de esta importante historia conoce como nadie sus defectos y sus insuficiencias, pero puede vanagloriarse de que siempre ha conservado la mesura, la seriedad, la autoridad que se requieren al referir los negocios del Estado, no descuidando nunca el decoro conveniente al relato de las acciones humanas». (Isla de los Pingüinos).

Erase que se era... Era el apacible mediodía del 21 de julio de 1920. Tres mil jóvenes de la flor de la aristocracia volvían entonando himnos marciales o piadosos detrás de una ondulante bandera patrioteropolitana. Volvían heroicos, orgullosos y empapados de amor patrio. Acababan de ir a despedir a la Estación del Norte a los soldados rotosos que partían a defender las tierras de sus patrones y este espectáculo los había enardecido y reconfortado de sobremanera. Al pasar por debajo de los balcones de la “Chancha” redoblaron sus gritos pidiendo que saliera algún representante del Supremo Gobierno a agradecerles el meritorio sacrificio que acababan de hacer; pues, es de advertir, que ninguno de ellos había almorzado, por ir a decirle adiós a la chusma que partía a combatir. A los gritos salió el senador Comino, amigo íntimo del Presidente de la República. Con su ática elocuencia de costumbre dijo que el Supremo Gobierno estaba orgulloso del ingente sacrificio que acababa de hacer la juventud dorada. Sin embargo no estaba satisfecho aún del todo. “—La chusma –dijo con magnífico acento– ha partido a pelear con el enemigo extranjero; pero a vosotros, jóvenes, os toca combatir con el enemigo que queda en casa, con el que roe el corazón de la República. Ese enemigo vosotros lo conocéis muy bien: se guarece en el nunca bastante bien censurado Club de los Estudiantes y se alimenta con el oro que recibe a manos llenas de Negrópolis. “¡Id a destruirlos!”–terminó Comino, inspirado. Tres mil alaridos temblorosos de amor patrio respondieron como un eco: “—¡Vamos a destruirlos!” Belicosa y correcta, la columna se puso en movimiento en dirección al Club de los Estudiantes. Un joven militar –el valeroso teniente Cochón– la guiaba y, obedientes a sus voces de mando, los desfilantes marchaban militarmente en filas de a cuatro en fondo agitando pañuelos, guantes, bastones y flores. Como estaban sedientos de venganza pasaron, previo permiso de su jefe, en batallones a los bares del centro y de allí salieron ebrios de patriotismo aclamando con sincero entusiasmo a Patrioterópolis y a Comino.

Primeras escaramuzas En el Club de los Estudiantes, Peruco y Benguria fumaban dulcemente, de sobremesa, conversando con filosófica calma de política, de mujeres y de otras cosas sutiles. Al oír la baraúnda que subía desde la calle, Benguria se imaginó que se trataba de alguna procesión y, como estaba dotado de un corazón místico y seráfico, se levantó para abismarse en el espectáculo de estas cosas divinas. A pasos presurosos se dirigió a la escalera, pero al embocarse a ella vio con silencioso asombro que por los peldaños trepaban cien jóvenes gritando como verracos. A cualquiera se le hubieran puesto los pelos de punta ante esta invasión, pero a Benguria no le pasó nada de esto. Al contrario, con una serenidad japonesa se limitó a preguntarles: “—¿Qué quieren?” “—¡La cabeza de Benguria!”– gritaron cien bocas ignorando que lo tenían al frente. “—¡A mí no me toca nadie ni un pelo!”– replicó Benguria dando un paso adelante con inmensa energía. Los jóvenes dorados dieron dos pasos atrás. ¡En verdad ninguno era capaz de llevar a cabo tal hazaña! Pero pasado un minuto de indecisión volvieron a la carga dispuestos a acometer cualquiera empresa por peliaguda que fuera. Subieron a saltos las gradas y, poniéndose escapularios para evitar daños funestos, avanzaron, vibrantes, así como una impetuosa legión de cruzados. Pero en este instante Peruco irrumpió en el escenario y sacando del bolsillo una pistola de lata, gritó con una voz sorpresiva y terrible: “—¡¡¡Al primero que dé un paso le saco la...” No alcanzó a terminar la frase: doscientas piernas se precipitaron escalera abajo pidiendo socorro.

En plena batalla Solos en el, escenario, Peruco y Benguria se acercaron a la ventana y vieron –con íntima emoción– que abajo se arremolinaban tres mil jóvenes, de las mejores familias de la capital, pidiendo sus cabezas con entusiasmo inextinguible. Se miraron en silencio y, sin decir palabra, se treparon al tejado dispuestos a ser gatos toda la vida antes de satisfacer los patrióticos anhelos de la flor y nata de la juventud. La flor y nata, entretanto, violando puertas escusadas hacía entrada al Club por detrás. Los que marchaban a la cabeza, dando muestras de una cordura verdaderamente aristocrática, asomaban primero el sombrero dispuestos a tomar enérgicas medidas de salvación en caso de recibir balas del enemigo. Cuando constataban que no había nadie avanzaban cantando con sobrecogedora audacia: Allons enfants de la Patrie! De este modo salvando puertas, cruzando pasillos llegaron sanos y salvos al vestíbulo del Club. Convencidos, por fin, de que la casa estaba perfectamente vacía sintieron encenderse en sus corazones tiernos todo el antiguo heroísmo de la raza. Se despertaron en ellos las tumultuosas pasiones que transforman al ser humano en un patriota ardiente, y a puntapiés derribaron las puertas. Como huracán penetraron a la sala de la biblioteca guiados por el temerario teniente Cochón. “—¡Buscad– ordenó éste con acento marcial– las bolsas de oro negropolitano y el infame retrato de Lejía. Comenzó una búsqueda ardorosa, impaciente, digna de las valiosas alabanzas de los hombres de bien; volaban por la ventana los libros de los sabios, de los filósofos, de los poetas y, después de hacer ridículas piruetas en el aire, iban a desmayarse sobre las calles donde eran inmediatamente incinerados por patriotas. Entretanto los jóvenes buscadores seguían persiguiendo con encomiástico denuedo el odioso retrato. “—¡Aquí está!”– gritó de repente un mocito exhibiendo un retrato de Schopenhauer. Cochón y sus tropas acudieron corriendo. “–¡Sí, éste es! –exclamó, extremecido de horror, el gran teniente.– Reconozco en este viejo arrugado y peludo al Presidente de Negrópolis. Ya tenemos una prueba. Ahora nos faltan las bolsas. ¡Buscad las bolsas de oro negropolitano!” “—¡Sí, busquémoslas!” Comenzó una nueva inspección alocada, vibrante, impetuosa a través de los muebles de los estantes, de los muros. En esta gimnasia heroica muchos se desvanecieron; otros se sintieron tan fatigados que tuvieron que quitarse el corsé para tener más libertad en los movimientos. De súbito la biblioteca quedó vacía... La juventud dorada había encontrado la puerta de la cantina del Club y, como un solo hombre, se había lanzado a su interior. Y allí, sucedió algo que todo historiador honrado debe recalcar para que sirva de emulador ejemplo a las generaciones futuras. Todos aquellos jóvenes patriotas aborrecían el alcohol; sabían que era un veneno de la vida; pero para evitar que ese veneno fuera a intoxicar a sus enemigos, ellos, llenos de un altísimo espíritu de sacrificio, prefirieron envenenarse a sí mismos. ¡Y se lo bebieron hasta la última gota! Después de este acto sublime que no tiene paralelo en la Historia, el patriotismo siguió su curso normal. Buscando las bolsas de oro los jóvenes mártires destrozaron el piano, pulverizaron los frisos, quebraron las sillas, rompieron las mesas, rasgaron los cuadros; subieron, bajaron, bailaron, saltaron, cayeron presas de un infinito enardecimiento patrio sin dejar de gritar de segundo en segundo: “—¡Viva la Patria! ¡Viva Comino!”

La policía resguarda el orden En el apogeo de esta jugosa manifestación llegaron a mata caballos doscientos guardianes al mando del Prefecto señor Tolero. Su llegada dio lugar a una hermosa y espontánea ovación de parte de la alta sociedad que contemplaba la fiesta desde la calle y balcones vecinos. El señor Prefecto agradeció con dignidad e inmediatamente procedió –desde su corcel– a impartir órdenes terminantes para que el acto cívico se efectuara dentro del mayor orden. Puso un escuadrón de cien jinetes con sus correspondientes ametralladoras en cada boca-calle para impedir que grupos de estudiantes exaltados vinieran a perturbar la belleza de la ceremonia patriótica. Distribuyó con sabiduría piquetes de policiales para evitar que las sillas, botellas, ladrillos que caían desde lo alto con una generosidad inaudita fueran a quebrarse en alguno de los distinguidos espectadores. Finalmente puso una guardia permanente con órdenes estrictas de alimentar la hoguera de los libros. La policía –de la cual los patrioteropolitanos se sienten orgullosos– dio aquella tarde exquisitas muestras de cultura. Si por casualidad una pata de mesa se precipitaba hacia la calle obedeciendo a las censurables leyes de Newton, los guardianes con una mundana sonrisa en los labios advertían con toda cortesanía: “—¡Caballero, hágase un ladito para dejar pasar a esta impertinente pata de mesa! Ud. sabe que el desastrado de Newton...” Así evitaron el fallecimiento de un senador de la República, el descalabro de un jugador de la Bolsa, la chamusquina de una dama de la high-life y muchísimos otros infortunios que hubieran sido lamentadísimos.

Cochón pronuncia una arenga Mientras la policía prodigaba así sus buenos modales, los balcones del Club se abrieron violentamente y, envuelto en los pliegues del sagrado pabellón de la Patria, apareció el teniente Cochón. En una mano empuñaba la espada reverberante y en la otra sostenía con firmeza viril, una panzuda botella de Benedictine. Estaba soberbio. Millares de blancas manos femeninas saludaron con delirio su presencia. Cochón, pálido, vibrante, glorioso, hizo señas de que quería hablar. Y habló con la voz velada por la emoción. “—Señoras, señores: “No sé si podré hablar, porque estoy embriagado de amor patrio. La juventud honesta, esa que no se ha dejado violar por el pensamiento, acaba de obtener una de sus victorias más sonadas. ¡Nos hemos tomado el Club de los Estudiantes! (aplausos). “Ninguno de Uds., sabe el derroche de valor y sacrificio que nos ha costado esta toma. Aquí adentro habían diez mil botellas, digo diez mil traidores y les hemos apretado el cogote a todos. Enseguida nos hemos bebido... nos hemos bebido... (aplausos) su sangre! “Nada más os digo, porque la emoción que siento me lo impide... Sólo tengo fuerzas para gritar: ¡Viva Patrioterópolis! Esta arenga sencilla, épica, grandiosa arrancó a la hight-life allí congregada una tempestad de aplausos frenéticos produciéndose uno de esos delirantes transportes que exaltan las almas y nos conducen a realizar empeños extraordinarios. Se concluía una ovación y otra nueva serie de palmadas, gritos, interjecciones inocentes se levantaba más formidable que la anterior. Los viejos lloraban. Las señoritas caían desmayadas de gozo en los brazos de los caballeros. Los guardianes saludaban con la espada. Y, retumbantes, inefables, infinitos, seguían y seguían los vítores. ¡Era el delirio!

Ante Su Excelencia Sobre la duración de los aplausos es punto acerca del cual no se han podido poner de acuerdo los cronistas antiguos que escrupulosamente he consultado. Las opiniones están discordes: mientras unos afirman redondamente que duraron tres días, otros, más modestos, creen que no pasaron más allá de veinticinco minutos. Lo único que se sabe, en este océano de incertidumbres es que a la 1.30 P. M. la juventud –en mangas de camisa y con ayuda de martillos y barretas– desclavaba la plancha de bronce del Club y, en su lugar, ponían una imagen de la milagrosa Virgen del Perpetuo Socorro. Enseguida la plancha fue subida a un coche de alquiler y conducida por una selecta comisión de jóvenes ante Su Excelencia Melón, Presidente de Patrioperópolis. Su Excelencia era un hombre bondadoso. Su cara redonda, adornada de dos mechoncillos blancos, era el asilo de una sonrisa eterna. Los recibió, pues, sonriendo. «—Su Excelencia –dijo Cochón– venimos a depositar a vuestros pies este trofeo y a comunicaros que el Club de los Estudiantes acaba de ser tomado por tres mil distinguidos patriotas». La sonrisa de Su Excelencia se hizo más suave y clara para responder: “—Jóvenes héroes: reconozco en vosotros todas las virtudes que son el patrimonio de los ciudadanos patriotas. “Sabéis que la República pasa por horas de prueba. Los estudiantes y los obreros se levantan negando el sacrosanto deber de defender nuestras tierras y se entregan, en cambio, a soñar con el peligroso espejismo de la igualdad social. Peligroso, porque si no hubiera pobres no podría florecer la caridad. Y peligroso, porque el buen orden de una República debe descansar en estas tres columnas: Dios, Patria y Trabajo. “Vosotros habéis dado el primer paso hacia el robustecimiento de nuestro loable régimen social. “Patrioterópolis os premiará. “Yo, íntimamente enternecido, sólo os digo esto: que me siento envanecido de pertenecer a una Nación que cuenta entre sus hijos a varones tan audaces y elegantes como los que están ahora en mi presencia”. Los jóvenes héroes sintieron los ojos arrasados de lágrimas de verídica emoción. ¡Solo ahora, se daban cuenta cabal de las increíbles hazañas que habían acometido, de los peligros que habían arrostrado y de las gloriosas consecuencias de su victoria! Sin perder un minuto se fueron a la imprenta de la gran revista “La Farsa” donde se hicieron fotografiar de frente y de perfil para que quedara un recuerdo imperecedero de la épica jornada.

Fin Al día siguiente los diarios registraban en sus páginas de honor abundantes noticias sobre la jornada de la víspera. Elogiaban unánimemente la actitud viril de los jóvenes que habían participado en la toma. Y concluían haciendo votos porque el Supremo Gobierno mandara fusilar ecuánimemente a todos los sospechosos de ser estudiantes. Publicaban también con grandes títulos y en un marco formado por banderas entrelazadas con ramitas de laurel el Parte Policial pasado por el digno funcionario, señor Tolero. Este parte decía textualmente: “Ayer a las 12.30 P. M. de la tarde, en circunstancias que tres mil jóvenes de lo más florido de nuestro mundo social pasaba frente al Club de los Estudiantes entonando cánticos místicos, se abrieron los balcones del Club y los terroristas Peruco y Benguria se dedicaron a arrojar bombas sin ocasionar felizmente desgracias personales. Los jóvenes de la high-life, dando muestras de una educación perfecta, se hicieron los lesos como si nada ocurriera a su alrededor. Pero ¡hay! no pudieron contenerse más, cuando los citados ácratas, viendo que nada conseguían con sus bombazos, sacaron una bandera de Negrópolis y la hicieron flamear al mismo tiempo que gritaban con una voz horrible; “Viva Lejía! ¡Abajo Melón!” Los tiernos jóvenes patriotas con evidente peligro de sus vidas subieron por la escala, derribaron puertas y penetraron al Club. En una sala encontraron a diez mil enemigos escondidos, con quienes lucharon a brazo partido hasta vencerlos. En la inspección que practicaron enseguida en el local hallaron varios sacos vacíos (que se incluyen adjuntos) y que seguramente han estado llenos con oro negropolitano. Se incluye además la imagen de un viejo peludo que según testimonio solemne de seiscientos veinte y cuatro testigos, es el retrato auténtico del Presidente de Negrópolis. Los terroristas Peruco y Benguria fueron salvados por la policía y puesto en un calabozo para impedir que el público, justamente indignado, los linchara. Como de, costumbre la fuerza pública resguardó el orden. El acto terminó a las 3. P. M. Prefecto TOLERO”. Esta pieza fue el acabóse. El público elegante se arrebató las ediciones y senadores, diputados, banqueros, cocottes, prelados, salitreros, beatas, rentistas, etc., recorrieron las calles leyéndola en alta voz presas de patriótico arrebato. Se produjeron escenas hermosísimas tales como abrazos, ósculos y otras efusiones íntimas que demostraron cuán arraigado estaba en los corazones el amor a la Patria, a Dios y al Trabajo. Y con este broche de diamantes terminó aquella jornada, embellecida por el heroísmo, fecunda en proezas; aquella jornada que como dijo con inspiradas palabras un periodista cristiano: “¡fue la salvación del país”.

POIL DE CAROTTE.