Veinte poemas de amor y una canción desesperada

PROBLEMA VIEJO

–“C'est simple comme bonjour”– escribió Coeteau, refiriéndose a la música de Debussy. Tal apreciación puede aplicarse extensamente a la poesía– sobre todo a la última– de Pablo Neruda. Pero... Hay una llamada simplicidad, que es bobería. Y hay una simplicidad que es como la pura línea esencial de la complicación. La vida, y la emoción, y el arte son totalizaciones: negación de lo simple; realización de lo complejo. La simplicidad, tal cual se la concibe ordinariamente, no tiene sitio en la vida. En cambio, lo tiene considerada como selección, como ahondamiento, como estilización. Todo fenómeno, por heterogéneos que sean sus componentes, posee un perfil central, una expresión sintética. La simplicidad superior consiste en coger dicho perfil, en aprisionar el núcleo básico del fenómeno; y en expresarlo en plenitud, en pureza y en exactitud. Para lograr esto, el artista debe realizar una ruda labor de debastamiento y depuración, encarnizarse contra lo exterior, cultivar el sentido de lo substancial, afinar sus antenas para la percepción y aprehensión de lo sutil. Así concebida la simplicidad es antípoda de esa zoncera, tan pregonada, que consiste en hilvanar apariencias familiares y en decirlas con un lenguaje periodístico puesto al servicio de imágenes de uso cotidiano. Se comprende que si el artista busca evidenciar lo virtual y entregar la pura esencia de sus sensaciones y de sus emociones, deberá expresarlas en materiales capaces, por su calidad, de trasportar sensaciones y emociones al estado de arte. Y todavía, de trasportarlas sin que se debilite su latido vital, sin que se desvirtúen sus peculiaridades, sin que se diluya su poder afectivo. Ello empujará al poeta a una suerte de aparente rareza en la elección de las palabras y en el uso de ellas. Sobre todo lo último. La sola disposición, el solo ordenamiento, harán que con los mismos vocablos con que un cronista policial nos endilga, en plebeya prosa diarística, la relación de un adulterio mas o menos romántico, exactamente con las mismas palabras, el poeta elabore un canto poderoso y extraño, que los lectores de la crónica de marras declaran incomprensible.

ENTRE LAS PALABRAS

Es interesante anotar, como, poco a poco, el valor y significado individual y limitado de las palabras tiende a borrarse para dejar libre y flotante su valor de relación: valor plural y cambiante, que, al igual de ciertos ácidos, sólo se manifiesta en presencia de reactivos (o sea: de otras palabras). Tomemos dos o tres voces aisladas. En sí no son más que nombre de objetos, modos de actividad, o expresión de cualidades. Dispongámoslas, en seguida, con arreglo a un determinado orden, y notaremos la instantánea aparición de algo que no está en las palabras, sino entre ellas. Algo como una emanación que va de la una a la otra y que irradia en derredor. La poesía contemporánea descansa íntegra en esa virtud de irradiación. Los vocablos sólo son para ella el sostén necesario de la vibración poética: pilotes visibles y erguidos, sobre los cuales y a través de los cuales, pasa y se sostiene la invisible y trémula y aérea cimbra de la emoción. Así, con materiales elementales y corrientes, trabajados con nuevas comprensión y con renovado ahínco, el poeta traduce estados corrientes y elementales. Aunque... Acaso con esto de los estados corrientes, suceda como con las palabras agrupadas en frases. Son las mismas y son otra cosa. Tienen, ahora, algo que antes no poseían. Pablo Neruda nos entrega canciones de amor: del viejo amor que ya fue cantado en el alba del mundo: del común amor que a todos nos ha llegado. Y sin embargo, no es ni mi amor, ni el tuyo, vecinita mía, ensimismada y otoñal, ni el tuyo, inteligente amigo, porfiado sostenedor de la necesidad de no diferenciarse mucho de las mayorías... Es el amor de él, del poeta, y nada más. Amor dinámico, desmadejado y vagabundo. Amor inclasificable. Amor que se nutre del momento; y que, como las formas primordiales de la vida, se ensancha y se rompe y se multiplica, y necesita morir para perdurar. Difícilmente nos reconoceríamos en él. Y, no obstante, talvez no sea sino lo que dentro de todos nosotros ha sido. El viejo y común amor! Si; pero, captado en su realidad profunda; penetrado hasta esa negra raíz que se sume en abismos a donde la conciencia no llega; sentido y comprendido más allá de la anécdota y del detalle pintoresco; más allá del escalofrío epidérmico y de la tensión muscular. Más allá, donde el tumulto de los contrarios se funde en un todo que escapa a la razón, donde, abolida la tiranía de la sucesividad de los estados conscientes, hácese posible la milagrosa paradoja de que elementos antagónicos coexistan y se compenetren.

LA MULTIPLICIDAD DEL “YO”

Hay en el amor un equívoco permanente; uno como reflejo de lejanos choques entre fuerzas atractivas y fuerzas de repulsión. La conciencia, que es quien expresa los impulsos, tendencias y aspiraciones de nuestro ser, canaliza en una sola corriente uniforme todos los ímpetus divergentes. Y de los infinitos “yo” convivientes en nosotros, hace– por el aniquilamiento de unos, por la sumisión de otros, por la prescindencia de éstos por la adulteración de aquellos– un solo “yo”, amputado, inexacto y ambiguo. Esto que denominamos nuestro yo (producto de una eliminación, de una selección y de una síntesis constantes) ¿hasta qué punto es verdaderamente “nuestro yo”? Los psicólogos se hallan de acuerdo en que los dominios del inconsciente son más ricos y más vastos que los de la conciencia. Y Freud sostiene que ahí, en esos dominios inaccesibles y tenebrosos, se encuentran acorraladas– a manera de fieras– y listas para el salto, nuestras fuerzas más espontáneas y vitales. Frente a ellas, la conciencia, moldeada por los prejuicios heredados y las imposiciones del medio, es un centinela sordo, ciego y mudo. Nada llegamos a saber de lo que íntimamente somos. Lo más natural, lo más radicalmente nuestro, se halla excluido de las manifestaciones conscientes. No obstante, si analizamos éstas, notamos que, a menudo vacilan como si manos misteriosas socavaran sus bases; notamos que a su orientación voluntaria, se mezcla un contra-ritmo sordo que las entorpece, las enturbia, y les roba algo de su alegre y firme seguridad. En todo acto que cumplimos, hay una voz oculta que dice: no. En todo acto que abandonamos hay un vago deseo que queda pugnando por la acción. Actuemos o no actuemos, algo, ajeno a la voluntad conciente, filtra en nuestras horas su anhelo contradictor. Actuemos no actuemos, algo queda en nosotros despedazado. Somos una jaula viva: cárcel de pájaros enloquecidos y tenaces que, en el ansia de libertad, quiebran sus alas contra nuestra carne. No los escuchamos, no los sentimos, no los entendemos. Pero nuestras fibras se angustian y repercuten el temblor de sus vuelos cercenados.

DEL AMOR

Remy de Gourmont escribió un día: “On pense avec les mains, avec le genoux, avec les yeux, avec la bouche et avec le coeur”. Lo mismo pudo decir, y seguramente con más exactitud, del amor. ¿No nos contaba recién el doctor Gandulfo que según todos los indicios recogidos en las clínicas, bastan “algunos restos embrionarios de la glándula sexual” para introducir características femeninas en el amor del macho y (a la inversa) caracteres masculinos en el amor de la hembra? Conocemos la multiplicidad de fuerzas que luchan, y se destrozan, y aparecen transitoriamente domadas o a medio domar en cada uno de los actos amorosos? Cada satisfacción erótica supone el pisoteamiento de un impulso contrario que permanece vivo y gimiente. Es una angustia el deseo, y es también una angustia la cesación del deseo. Hay un hambre de gozó antes de la posesión. Y después de la posesión ¿no queda nuestro gozo silenciosamente lancinado por la melancolía de haber poseído? Tenemos un alma dual, opuesta a si misma, anhelosa a un tiempo de ser y de no ser, de variar y permanecer, de avanzar y retroceder. Y somos uno solo. Y no podemos cumplir sino uno de los aspectos inconciliables de nuestra doble tendencia. De ahí que nuestra vida y sobre todo nuestra vida pasional, esté sacudida de tragedia y atravesada de contradicciones inextinguibles. Para comprender esto no se necesita haber estudiado psicología de los estados afectivos. Basta con haber vivido. No obstante; ¡qué pocos son los poetas que han transubstanciado en canto la sima babélica de nuestras entrañas! Se nos ha dicho lo gris o lo luminoso, lo apacible o lo turbulento, el alba o el anochecido. Se nos ha dado la nota dominante, la melodía solitaria. Falta el acorde, la sincrónica compenetración de sonidos, la multitnal polifonía. A entregarnos esto tiende la poética de Neruda. Yo no recuerdo nada, en poesía castellana, con más latido de sangre, con más escalofrío de carne, con más totalidad de vida negra y alucinada, que ese poema número veinte, culminación de la desflocada rapsodia de su amor. Para demostrar mi afirmación debería copiar toda la composición. Cada palabra, en ella, se amarra al conjunto por nervios invisibles. No seria dable separarla del resto sin robarle su vibración y su ser, sin reducirla a curiosidad anatómica. Hay que leerlos íntegros estos versos. Entonces se les siente dentro un angustiado y persistente latir. Si fuese posible aplicarles el bisturí y abrirlos, como suele hacerse con los hombres, se les encontraría en lo hondo esa absurda víscera que llamamos corazón.

CONSTRUCCION

Leyendo el último libro de Neruda, se llega a la certidumbre de que sus poemas son verdaderos organismos. Establecida tal seguridad, surge la pregunta: ¿Fue el raciocinio quién guiara al poeta? ¿Fue el instinto? Y aún cuando la respuesta no puede ser precisa, el análisis nos lleva al convencimiento de que el camino señalado talvez por el instinto es el único que hubiera indicado la razón. Baudelaire, que gustaba construir ateniéndose a un plan lógico. Hubiera aprobado estos versos en que el proceso de elaboración permitió entregar intactos los dones de la sensibilidad. Pero ¡cuidado!… no nos engañemos creyendo que el poeta ha cumplido una helada tarea de laboratorio. Hay un momento en que la impotencia de expresión lo convulsiona y le arranca un alarido de derrota: “Pero tú. clara niña, pregunta de humo, espiga. Era la que iba formando el viento con hojas iluminadas. Detrás de las montañas nocturnas, blanco lirio de incendio. ah nada puedo decir! Era hecha de todas las cosas”. Es esta misma angustia quien le enseña el sendero: el raro y justo sendero de la dispersión. Nuestras emociones no se ajustan a más lógica que a su necesidad de manifestarse. Son desmadejadas por naturaleza. Pero nosotros, para expresarlas. Las traducimos de su dispersa lengua propia, a una especie de aritmética sentimental, con puntos, comas, usuras y fracesitas de relleno. Neruda toma la emoción como llega. Ni la mutila, ni la prolonga, ni la afeita. De ahí esa magnifica desconexión, fundamento de su fuerza y de su poder sugeridor. Entre los labios y la voz algo se va muriendo. Algo con alas de pajaro, algo de angustia y olvido. Así como las redes no retienen el agua, Muñeca mía, apenas queden gotas temblando. Sin embargo, algo canta entre estas palabras fugaces. Algo canta, algo sube hasta ávida boca. Oh poder celebrarte con todas las palabras de la alegría. Cantar, arder, huir, como un campanario en las manos de un loco. el poeta académico habría agregado puentes explicativos, eslabones y soldaduras entre verso y verso, entre idea e idea, para concluir regalándonos un silogismo disimulado bajo joyescas apariencias. Neruda no recurre a eso. Así, sus versos son como seres desnudos, agitados de vida. Ahora: la dispersión exige que cada uno de los componentes del poema sea una síntesis apretada de verdad y de sensibilidad, que cada verso sea un poema. De tal modo, la composición es un florilegio donde las canciones se unifican por la sola razón que—como queda dicho—crea sutiles prolongaciones de verso a verso, y de palabra a palabra. Neruda sabe. con la penetrante sabiduría de la intuición, que en la vida afectiva no se suceden dos instantes iguales. Cada segundo llega, aporta su matiz propio, su propia vibración; se pliega a manera de complemento o se destaca incisivamente… Después muere para ser reemplazado por un segundo distinto. Por eso no se detiene a desarrollar ni a comentar los mil juegos de reflejos que el amor teje en sus nervios. tampoco se preocupa de enlazarlos. Su corazón, como un inmenso prisma, recibe la luminosa incitación desde los cuatro horizontes de la vida. Cada faceta de una nota que puede armonizarse o no con la anterior. Esto no lo tortura. Sabe que sea cual sea la forma en que la luz se quiebre en sus aristas, sea cual sea la tonalidad que en ellas engendre, es y será siempre la luz. Y como la vida huye, y el amor tiene, igual que los mundos, su alba y su hora vesperal, he aquí que, a medida que los minutos se desplazan en el cuadrante, cada cara del prisma va refractando tonos diversos, va diferenciándose de sí misma. La necesidad de transcribir cada una de estas fugitivas variaciones ha dado a la manera expresiva de Neruda una cambiabilidad rápida y constante, una amplitud larga, dúctil y compleja, una facultad de síntesis que le permite resumir los más opuestos estilos y modalidades. En su voz caben y se armonizan todos los acentos. Así, algunas veces rememora la frase simple y eglógica del salomónico “Cantar”: Otras veces es eléctrica y angulosa como nuestras ansias siglo XX; otras, en fin, se adentra por las avenidas de lo que aún no es, y adquiere ecos vertiginosos y desconcertantes… “Muy moderno y muy futuro”—habría dicho de él, el orquestal indio triste que nos enseño a cantar.

FERNANDO G. OLDINI