ARTISTAS CONTEMPORANEOS

ANDRE LHOTE

“De día en día, decía Baudelaire en 1859, el arte disminuye el respeto de sí mismo y se prosterna ante la realidad exterior; el pintor se va inclinando más y más a pintar no lo que sueña, sino lo que ve.” El autor de las “Curiosidades Estéticas” sabía que los anhelos de un público persuadido de que el arte no es más que una reproducción exacta de la naturaleza, habían sido sobrepasados por el descubrimiento de Daguerre y temía que el artista estuviese condenado en el futuro a dar las mismas garantías de exactitud que el fotógrafo. Porque, si se examinan todas las obras auténticas, se verá que el arte es esencialmente la interpretación de la naturaleza por un temperamento. Y hasta en las épocas de entusiasmo o de ideal colectivos, en que los artistas aceptaron reglas y leyes comunes, puede decirse que los más grandes fueron los que se salieron de las filas. Si Fidias domina la Grecia, es que a la belleza griega agregó su acento.

Escalera: André Lhote.

Tomemos una escultura caldea, un friso persa, un bajorrelieve egipcio, y veamos si el artista no ha interpretado según su emoción la máscara del Dios, el rostro de los arqueros o el cuerpo de la mujer. Vamos a la Biblioteca Nacional, detengámonos ante las miniaturas de nuestros iluminadores. Admiremos en el Louvre las obras de Nicolás Fromet, de Foucquet, del maestro de Moulins, las de los pintores inspirados de Flandes, y veamos qué jerarquía sentimental sabían dar estos maestros a los personajes y a los objetos, sin obedecer más que al llamado de su emoción, a las sugestiones de su fantasía. Recordemos esos seres que en los cuadros del Greco, suben corno llamas, ese Entierro del Conde de Orgaz, esas obras donde la deformación es tan plástica como sentimental. Pensemos en nuestros escultores góticos, en nuestros maestros de vitrales. Tomemos en fin un fetiche polinesio, y admiremos con qué fantasía el salvaje ha sabido jugar con las proporciones, evitando la copia servil del modelo. ¿No ha logrado la más grande emoción tanto como la más alta expresión plástica, esforzándose en realizar, no una idea común, sino su propia sensación? Porque este sentido de la deformación, tomando en cuenta la sinceridad de la expresión, es innato en esos mismos que haciendo obra de arte no tienen conciencia de ser artistas y en todos aquellos que conscientes de su creación han conservado la pureza de su visión. El academismo ha concluido siempre por esterilizar las más vivas floraciones artísticas. Y fueron mucho más los cánones y los temas del Renacimiento triunfante y militante que el genio liberado de los maestros de Florencia, de Roma o de Venecia, que casi durante dos siglos, se impusieron a los pintores franceses. A aquellos por lo menos, que no teniendo el genio de Pousin o de Claude, aceptaron sin verificarlo el clasicismo italiano. Pero la revolución, en que Baudelaire sentó la eminencia cuando proclamó: “La belleza es siempre bizarra”, iba a trastornar las ideas recibidas y aceptadas el siglo XVII y XVIII. Y fueron los impresionistas que después de Corot y Manet, debían asegurar el triunfo. En uno de los artículos tan lucidos que publicó en la Nouvelle Revue Francaise, André Lhote ha mostrado la diferencia esencial que hay entre la pintura antigua y la pintura impresionista. “La pintura antigua, escribe, antes de permitirse fijar cualquiera representación de la naturaleza, estudiando las leyes, rebuscaba los procedimientos más aptos para expresar, sin dañar, el carácter general, y trabajaba con una idea toda hecha sobre las cosas”. El impresionismo al contrario, “se presentaba, delante el objeto totalmente desarmado y trataba sin éxito de realizar la selección necesaria para penetrar su misterio pictórico.” Cuando se habla de impresionismo, es costumbre pensar sobre todo en una técnica. Ahora bien, un procedimiento ha reemplazado siempre a otro. Y el impresionismo, como lo muestra André Lhote, ha sustituido a la perspectiva italiana que es una especulación sobre la tercera dimensión, basada sobre el análisis del mecanismo de la visión, un análisis sobre el plano del color. Pero es el estado de espíritu del impresionismo el que importa. Ya Corot lo había advertido cuando escribía: “Lo que sentimos es completamente real. No perdemos nunca la primera impresión que nos ha conmovido”. Estas frases debían tener para los que vinieron después valor imperativo. Cosa curiosa: hacia la misma época Flaubert daba a Maupassant, acerca de la observación literaria, los siguientes consejos: “La menor cosa contiene un poco de desconocido. Encontremos para describir un fuego que llamea y un árbol en una llanura; quedemos ante este fuego y este árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego. De esta manera es como se llega a ser original.” En adelante el pintor no pretenderá más la representación directa del objeto, mas pedirá a su emoción proponerle sus dimensiones. Es un nuevo lirismo que se ofrece a su “espíritu poético'”. Comparando el estado en el cual el pintor aborda el modelo o el objeto al de un hombre a quien la presencia de una mujer ha transformado de pronto, y que no dejará de callar sino para expresar su amor, Lhote ha dado a este estado el nombre de coup de foudre. ¿Las deformaciones que se imputaban a Seurat, Cézanne y Henry Rousseau no son, en efecto, el “resultado de un arranque rápido y apasionado” que recuerda el entusiasmo, la espontaneidad del amante? Se puede decir que la pintura pura nace con Cézanne. El artista podrá en lo sucesivo dejar de lado el tema literario y no intentar especulaciones sino alrededor de las formas y de los colores. Propiamente hablando, ya no existe el tema, pero todo llega a ser tema que pintar y donde expresar la emoción al contacto de los seres y las cosas. André Lhote ve, sobre todo, en este– coup de foudre–, una posibilidad de utilización plástica. Cézanne, en una gran parte de su obra, trató de dar al color un valor constructivo. Es por un dibujo firme y vigoroso que André Lhote, en el cuadro de una sabia arquitectura, se esfuerza en fijar la bellaza plástica que su composición sabe valorizar. Que él pinte un paisaje, un desnudo; que él muestre una comida de pescadores, o el puerto de Bordeaux; que él exponga ante nosotros un canasto de frutas, se siente que él está menos encantado por el verdor de las colinas que por la cadencia de sus líneas, menos conmovido por la dulzura de un seno que por la perfección de su redondez, menos atento a la alegría de la comida, a la forma de las espaldas de ese marino, menos ávido de respirar la brea que satisfecho de elevar las verticales de los mástiles, menos sensible al aroma de las frutas que a la curva de una pera o una manzana. Y es para él que Corot parece haber propuesto esta jerarquía: “el dibujo que es la primera cosa que buscar. Enseguida, los valores, las relaciones de las formas y de los valores, he ahí los puntos de apoyo. Después, el color. En fin, la ejecución.” Mientras que la mayor parte de los pintores que se reclaman de Corot, como él tan justamente lo ha hecho notar, “han establecido una jerarquía al revés: ejecución, color, valores, dibujo!” Para, André Lhote, el tema no tiene importancia. Sin embargo, no ha temido tratar algunos muy pintorescos. El tema que se propone no tiene otro fin que el de permitirle comunicarse con el público. Cézanne no pensaba sino en representar temas inmóviles; André Lhote es atraído particularmente por la descripción del movimiento.

Desnudo: André Lhote

Los barcos hacen escala en el puerto. Las mujeres han acudido cerca de los marineros. Una ensaya un paso de danza, para mostrar la gracia de su pierna. La otra descubre sus senos. Aquella pone en orden sus cabellos deshechos por el viento. Otra valsa con un marinero. Y el sol brilla sobre las velas blancas de los navíos. Pero, ¿podría nuestro ojo percibir todos los detalles de ese tumulto? Los personajes no se ponen en fila como donde el fotógrafo, y mientras más se agitan, más parecen confundirse, penetrarse! Es esta “compenetración” que André Lhote ha tratado de restituir cuando él pintó sus Puertos brillantes y como agitados por el movimiento de la multitud, y esta Partida de rugby (tela que él trabajo durante cuatro años), donde todos los gestos confundidos, pero ordenados de esos jugadores amontonados, se tienden hacia la pelota que, nuevo ídolo, parece elevarse hasta los cielos. Si la técnica cubista facilitó sus investigaciones, André Lhote no olvidé nunca ese “punto de partida” que al público cuesta tanto trabajo dejar y que fija siempre aún cuando acepte hacer la travesía! “Para que la deformación sorprenda, escribe, es necesario que se aplique a cuerpos, cuya identidad se pueda verificar”. Por otra parte, cualquiera que sea la fidelidad de Lhote a sus tendencias– y la exposición retrospectiva de los independientes dio una nueva prueba, mostrando cuán lógico es el desenvolvimiento de su esfuerzo, representado ahí por El Calvario, un Retrato de su mujer, Escala, El marinero del acordeón, un Estudio para un Retrato– no se puede negar que su arte va siendo menos y menos abstracto y se aproxima cada día más a la vida. Algunos de sus antiguos desnudos, reducidos a volúmenes geométricos, cuyas carnes eran visibles, tenían la frialdad de una operación matemática. Pero mientras más su talento se aproxima a la madurez, su técnica llega a ser un medio, mientras que en el fuego de su juventud, él parece proponérsela como un fin. Que se compare Le Nu au Madrás, de 1918, ya mucho más sensible, que los desnudos pintados antes de esta época, a la tela reciente que nosotros reproducimos aquí. Todo lo que quedaba todavía de mecánico en ese primer cuerpo de mujer, cuyos senos evocaban más bien una perfección geométrica que una carne tierna y cálida, donde el gesto del brazo era inspirado por una necesidad de composición, falto de utilidad, ha desaparecido en seguida. Toda rigidez está ausente de este cuerpo generoso; la vida y la juventud inflan los senos de esta mujer; en fin, la venustidad no tiene nada de anecdótico, pero alcanza renovándolos los temas eternos de la belleza. Y el valor plástico de esta obra nos parece tanto más poderoso ya que su creador nos ahorra la demostración. Que los que reprochan a Lhote carencia de sensibilidad mediten ante esta obra tan humana y tan ordenada. Que sigan con qué solicitud el pintor ha hecho jugar la luz sobre esta carne dorada. ¿Replicarán cuando ese dibujante impecable, que teme ante todo ese dibujo blando que usan tantos pintores hoy día, sepa a veces ser un colorista delicado? Que miren esos croquis todos temblorosos de la alegría de su descubrimiento, o esos paisajes traídos este último verano de Quercy, y cuyo sol parece haber recreado los elementos! Pero hoy día existe la tendencia a no considerar como colorista sino a aquel que echa pelotones de color sobre una tela, y se exalta voluntariamente la potencia de aquel que, en la expresión de lo feo, llega más fácilmente a un cierto paroxismo. Se ha dicho que Lhote era un pintor teórico. Ahora bien, nadie ha tenido más que él el gusto de los descubrimientos, y el culto de la infidelidad. Construyó frecuentemente, y para su uso exclusivo, sistemas cuyo andamiaje ligero, no resiste sino a su agilidad. ¿Pero Cézanne no cambiaba de teoría cada mañana? Algunos deben suponer que Lhote lleva barba y anteojos. Ahora bien, no hay hombre más alegre, mas ardiente, más accesible a la ironía, menos dogmático, más dispuesto a reír de todos y de sí mismo. No conozco nada más confortante que su risa, más vivo que sus ojos que se apoderan con tanto fuego de los seres y de las cosas y las atraviesa tan profundamente. Si él tiene la inquietud del orden, tiene el amor del misterio y de lo desconocido. Si construye con prudencia, imagina con pasión: “Midámonos, dice, pero después de haber gustado con ebriedad de los deseos desmesurados.” Sin duda es de los pintores cuya, obra atrae más fatalmente. Pero, ¿no nos sucede sentir las concesiones que piden a nuestra inteligencia, a veces hasta nuestro gusto? La obra de Lhote es grave. Pero llega a vencer nuestro corazón, ya plenamente satisfecho nuestro espíritu.

Jacques Guenne. (Traducido especialmente para “Claridad”).