LA AUTORIDAD

No es extraño encontrar hombres que, abominando de la autoridad oficial, creen necesario someterse a la autoridad literaria, a la científica, a la filosófica, etc. La educación recibida, la sociedad en que viven, la misma moral cristiana que todavía se impone a muchos que alardean de socavarla, contribuyen a torcer la lógica y a disfrazar el error con apariencias de justicia. Ninguna clase de autoridad produjo nunca bien alguno, Ni el inventor, ni el filósofo, ni el literato, ningún hombre saliente lo fue por autoridad. Se le otorgó ésta a posteriori, unas veces con justicia otras equivocadamente. Recuérdese para no citar más casos, la autoridad filosófica de Krause. ¿Cómo nos vamos a someter, cómo vamos a dejarnos conducir por un hombre, por eminente que se le conceptúe, cuando el tiempo rectifica el concepto que mereció y además rectifica, cambia y transforma su obra? Nada más temible que la autoridad; nada más perjudicial. La autoridad religiosa mantiene el odio entre los hombres; la estratégica glorifica las grandes matanzas; la del Estado perpetúa todas las injusticias. Autoridad es sinónimo de dominio. Dominio significa acaparamiento de riqueza, de fuerza, de poder, de todo y de lo que es de todos. Es, según su grado, el individuo sustituyendo al grupo y anulándolo, sin perjuicio de utilizarlo; el capitalista apropiándose el producto del trabajo; el Estado comprometiendo en toda clase de aventuras a la nación. Tal es –se dirá– la autoridad oficial, producto de la ley, la cual es producto del amaño, de la conveniencia del fuerte... ¿Pero, qué daño puede hacer, qué perjuicio ha de causar la autoridad individual, la que carece de agentes de policía, de guardia civil, de jueces y de soldados para imponerse? ¿Qué daño? El mismo que causa la autoridad oficial. Veámoslo. Supongamos suprimida la autoridad oficial y en pie una o varias autoridades individuales. Reconozcamos desde luego que habían de ser varias. No nos fijarían leyes; convenido. Nos propondrían métodos, sistemas, procedimientos. ¿Íbamos a renunciar al derecho y aún a la necesidad de examinarlos, de juzgarlos, de aquilatarlos? Sí los rechazaba la mayoría, ¿se iba obligar a la minoría a rechazarlos también? Si aquélla los aceptaba, ¿se impondría a todos su aceptación? No porque sería injusto, y además impracticable; injusto, porque atentaría a la libertad individual, que no negaba caprichosamente o de mala fe la bondad del método o del sistema; impracticable, porque la autoridad personal carecería de medios coercitivos para imponerse. Si se facilitaban esos medios por la voluntad de todos volvíamos a la autoridad oficial; si se negaban, se desconocía la autoridad, si las opiniones se dividían, resucitaban los bandos, los odios y la guerra. En una palabra: o se retrocedía al restablecimiento de la autoridad oficial, o se negaba la autoridad individual. Nosotros la rechazaríamos de todos modos, porque al poner trabas al libre examen se cohíbe el pensamiento y se encadena la voluntad; pero la rechazaríamos además porque constituye la base, el fundamento, la piedra angular de la tiranía. Hemos dicho que la autoridad no parece temible cuando no dispone de jueces y de soldados para hacerse obedecer, y hemos añadido que, aún en el caso de no imponérsenos leyes, nos impondría métodos, sistemas, procedimientos. Nos impondría también dogmas, y careciendo de medios, más o menos violentos, para someternos, nos amenazaría con castigos de ultratumba. Los papas han guerreado con ejércitos mientras han podido; con ejércitos o sin ellos han amenazado a los hombres con las penas del infierno, y los han sometido. Por uno o por otro camino, con estos o con otros recursos, la obra de la autoridad es siempre irremediablemente la misma. Tal vez con la mejor intención del mundo, algunos escritores que se dicen radicales, defienden el principio de autoridad. Uno de ellos escribía hace pocos días: “La sociedad de mañana barrerá todas las instituciones existentes, suprimirá el Estado (el que habla es un “hombre político, republicano); pero no podrá matar esa autoridad que espontáneamente nace del talento, de la abnegación o de la virtud. Aunque no existiesen Estados ni autoridad de ninguna clase y el mundo estuviera regido por los ideales anarquistas, resultaría imposible evitar la influencia decisiva sobre la humanidad del talento y las virtudes de un Kropotkine, de un Tolstoy y de un Zola, dedicados toda su vida a defender la causa de los míseros desheredados”. En el párrafo trascrito se confunde la autoridad con la influencia, o se deduce la autoridad de la influencia que el escritor, que el propagandista, ejercen con sus ideas. Hay, sin embargo, entre estos dos términos una diferencia esencial que conviene aclarar para que no se llegue en ningún caso a confundirlos. La influencia, es decir, la impresión que el orador, el sociólogo, el maestro, si se le quiere dar este nombre, produce con sus lecciones, puede ser contrarrestada, atenuada o modificada por otro maestro y aún por el mismo que aspira a instruirse, que quiere aprender. Otras lecturas, otras lecciones, y aún la misma experiencia, que le ayudan en la comprensión, le colocan en condiciones de aceptar lo que le parece bueno y rechazar aquello que no tiene fuerza bastante, fuerza de lógica, fuerza de verdad, para quebrantar sus creencias o sus anteriores convicciones. El pensamiento propio, el de cada individuo, continúa funcionando; no abdica, no se somete incondicionalmente al pensamiento ajeno, dejando que éste se substituya al suyo. ¿Acaso la autoridad deja esta libertad al individuo y le consiente los medios de exteriorizar su disconformidad? En manera alguna. Al proclamar la Reforma el libre examen, desconocía la autoridad de Papa. La consecuencia era lógica. La autoridad no consiente que se la discuta. Los hombres no serán verdaderamente libres mientras la sufran o la acaten, cualquiera que sea el pretexto que invoque para justificar su razón de ser. Claro está que la influencia del propagandista ha de hacerse sentir; de otro modo no realizaría su objeto. Contra lo que hay que protestar es contra la propensión a convertir esta influencia en autoridad; es decir, en imposición. El hombre libre no lo es sólo porque dispone de su cuerpo, porque elige el trabajo que se adapta mejor a sus facultades y lo realiza libremente, y porque asegura su existencia; ha de disponer principalmente de su inteligencia, de su criterio, de su voluntad. Lo perdería todo, aún después de adquirido al cabo de largas y penosas luchas, si abdicase en otro la más alta y más noble de sus facultades: la de pensar, la de discurrir, la de guiarse. En esta abdicación precisamente está el fundamento de la autoridad, de la tiranía, suave, moderada, insinuante, benévola en los comienzos, mientras necesita sumar adeptos; violenta y despótica después, cuando se ha rodeado de gentes agrupadas por el interés de clase, alrededor de las cuales se agrupan a su vez los ignorantes, los apocados, los que carecen de voluntad. Objetan algunos influidos por la constitución actual de la sociedad que ninguna idea puede prosperar sin que la autoridad de los jefes la encauce. ¿Ha necesitado la anarquía de jefes, de autoridad alguna para penetrar en las conciencias, para sumar cada día mayor número de convencidos? La semilla arrojada en el surco crece, se desarrolla y da frutos aunque el labrador perezca. Queremos la paz, y porque la queremos para todos los humanos, rechazamos la autoridad, engendradora de la discordia, creadora de la desigualdad y, por lo tanto del privilegio, fomento y sostén de todas las iniquidades que agobian a la humanidad. No; no consintamos que nadie entre nosotros, se erija en autoridad. Estudiemos en las obras de los hombres y en las de la Naturaleza; oigamos a todos, penetrémonos de la esencia de las cosas, afinemos nuestros sentidos, aprendamos a distinguir la verdad del error, la sinceridad de la falsía, el bien general del interés particular. Demos, en una palabra, conciencia a nuestro juicio, y no aceptemos, vengan de donde vinieren, más ideas ni más opiniones que aquellas que se conformen con el bien, y con la felicidad de todos

Fernando Izapitobide.