LITERATURA Y VIDA LITERARIA DE CHILE EN 1922

Razonemos acerca de las cosas pequeñas, puesto que no nos favorecen con su presencia las grandes. – José Enrique Rodó.

I

ANGEL CRUCHAGA SANTA MARÍA

Job: poema.– Antes de la aparición de este breve libro, especie de “libreta de versos”, su autor había publicado algunos poemas que eran estimados como los mejores. Sin duda alguna el más digno –o el único digno– de ser recordado es el titulado “A la venida de Jesús”, en el cual hay más de un verso admirable. Este libro de Cruchaga Santa María es una total desilusión. El autor parece haber querido iniciar en nuestro medio una nueva manera estética y abrir otros horizontes a la expresión formal; pero el intento ha fracasado en toda la línea, y no se ha conseguido dar –fuera de unos cuantos versos que no pueden salvar el conjunto– el nuevo estremecimiento que se anhelaba. Es lastimoso que un escritor en su primer volúmen (Las Manos Juntas) de más de su personalidad poética, de su capacidad artística que en otro que publica algunos años más tarde.

MAX JARA

Asonantes (tono menor).– Unos cuantos romances escritos en forma liviana y pura forman este libro, delgado, anémico más bien. Se nota en él ausencia de médula, de fuerza –de vida, en una palabra–, y los romances de que está compuesto, a fuerza de ser sencillos, resultan en ocasiones hasta vulgares y pedestres. Se nos dice que esta obra del autor no es lo último que ha escrito ni lo único que guarda inédito. Es un consuelo, pero pobre.

EDUARDO BARRIOS.

El Hermano Asno: novela.– Escrita en un estilo jugoso y cuidado lleno de palpitaciones de alma y de finísimas observaciones espirituales, esta novela –la única del año– nos evidencia a un autor sincerísimo en su manera de hacer arte y amigo de exaltar la belleza donde quiera que ella se encuentre. Pertenece a la literatura franciscana y narra los sufrimientos de un fraile de la Venerable Orden Tercera que siente en su interior rebullir el espíritu del mal personificado en sus flaquezas ante las atracciones de la carne falaz. La acción de “El Hermano Asno”– sencilla y apacible como conviene a una novela que ha nacido en las sombras claustrales de un convento colonial–; la acción de este libro, aunque en sí no es una fuerza capaz de hacer vivir, dándole la necesaria estructura, el todo armónico que es una novela, logra su objeto ayudada por los encantos de muchas páginas en que se aúnan para producir efectos exquisitos la minuciosa observación realista y el derroche de bellezas de un estilo admirable. El Hermano Asno, a pesar de estar escrito por un profano, por un hombre amigo de las realidades descarnadas y sangrantes de la vida (no se olvide que ha escrito Vivir y Un perdido), logra ser un libro recogido e íntimo como los versos de Amado Nervo que en el pórtico reciben al lector:

¡Oh, soñado convento donde no hubiera dogmas sino mucho silencio...!

Eduardo Barrios ha publicado la obra más digna de ser recordada en este oscuro año de 1922 que se distingue por la ausencia de altas empresas y de completas realizaciones artísticas. El Hermano Asno no sólo vale por su relación, por su vida respecto a los demás libros del año, por ser la única novela publicada y la prosa más perfecta que en los últimos doce meses se nos ha dado, sino también por sus valores intrínsecos y personales, apartados de toda relación con otros intentos literarios. Libros como éste merecen salir al extranjero, aprovechando el estupendo imperio de la lengua castellana y la semejanza espiritual –casi identidad– de todos los que, en las más diversas latitudes, la hablamos.

CARLOS PRÉNDEZ SALDÍAS.

El Alma en los cristales: poesías.– En este libro como en muy pocos se puede señalar la inocuidad de los prólogos, portadas o pórticos líricos que tan comunes se han hecho entre nosotros. Gabriela Mistral, hablándose al poeta, escribe:

Unos siembran robles y otros siembran lirios; ¡bien venido tú que sembraste trigo,

trigo simple, honrado trigo campesino; ¡ah! lo más humano y lo más divino!

Y “el Alma en los cristales” es precisamente un libro ciudadano, escrito por un hombre que no pretendió nunca –o si lo pretendió ya lo ha olvidado– coger en sus versos la emoción sacra de la tierra, el sabor agreste de la naturaleza. Inmediatamente después Jerónimo Lagos Lisboa le dedica un poema más o menos largo en todo el cual la mujer amada de poeta merece estos solo versos dignos de ser recordados:

El oro de sus rizos se enreda en otra mano y al fuego de otros brazos se endurece su arcilla.

Apartando la mala impresión con que se ha de quedar el lector al atravesar este doble pórtico, el libro se lee con cierto agrado. Sin embargo Préndez se ha quedado detenido en expresiones que estaban bien hace unos cinco –o más–, pero que hoy nos parecen algunos de los tantos lugares comunes del modernismo. Y ya se sabe, también, cómo hay, además de aquellos, los lugares comunes de la emoción. Y cómo de los unos se llega a los otros.

MARÍA MONVEL.

Fue así...; poema.– Aunque la señora Monvel había publicado ya un volumen de versos hace unos pocos años, esta ha sido una verdadera revelación porque en él se nos presenta dueña de aquellos secretos sutiles que permiten la escritor domeñar las corrientes del lenguaje y acomodarlas a la expresión sensible de sus intimidades. Naturalmente no todos los poemas que este volumen encierra merecen la dedicación de una palabra alentadora, pero hay en la mayoría de ellos alguna muestra de un temperamento capaz de comprender y suscitar la belleza, y en algunos –los primeros principalmente– las cualidades anotadas se manifiestan en tal plena forma que no se puede ahogar la exclamación entusiasta y a la vez agradecida que nos despierta la belleza de la expresión poética. Debemos a la señora Monvel una explicación que no habíamos dado aún por ausencia de una oportunidad como la que se nos presenta hoy. En un artículo nuestro aparecido en estas mismas columnas hospitalarias, acerca de una conferencia desdichada de don Armando Donoso, aludimos a los horrores “poéticos” declamados por un señor Barriga que entendamos goza aún de buena salud. Naturalmente si generalizamos en aquella ocasión fue sólo en gracia a la brevedad; nuestro propósito habría sido aludir como se merecía al atentado de Ricardo J. Catarineu, salvando nuestro parecer, muy diferente, sobre la poesía de la señora Monvel. Hoy queremos que se repare el error cometido sin intención.

ALBERTO VALDIVIA.

Romanzas en gris: versos.– Este libro (casi no es el libro: el índice le completa las ochenta páginas) de una angustiosa monotonía. Se lee rápidamente; se repasan algunos fragmentos que han quedado vibrando en al atención, y pronto, demasiado pronto, se olvida toda aquella música crepuscular, blanda y anegada de vaguedad. Se notan también algunas reminiscencias (Maeterlinck, Jiménez, etcétera).

RUBEN DARÍO.

Sus mejores poemas (selección).– Roberto Meza Fuentes y Eduardo Barrios son los autores de esta selección de las poesías de Rubén Darío hecha con una profunda comprensión de la obra del gran renovador lírico. Los que amen la labor múltiple del nicaragüense genial se han de inclinar agradecidos ante un trabajo hecho con tanta conciencia y cariño. Esperamos que en alguna segunda edición –entendemos que es probable una segunda edición– se subsanen algunas omisiones que no debían haberse producido en bien de la armonía del conjunto.

DANIEL DE LA VEGA.

Los Horizontes: poemas.– Daniel de la Vega ama la forma dúctil, armoniosa, sonora de los versos y por eso cuida de ellos, los adereza, no olvida las correspondientes rimas en las puntas ni –por lo general– se come los acentos necesarios. Respecto de la materia de su poesía poco se puede decir. Daniel de la Vega parece que ya no sabe sobre qué escribir porque ha escrito mucho y hay zonas enteras de su vida, distritos completos de la naturaleza que él aún no ha podido penetrar. Pero quiere hacerlo, no cabe duda: prueba de ello es que en Los Horizontes, para no hacer lo mismo acaso que en volúmenes anteriores, el autor de La Luna enemiga se nos presenta anarquista y teósofo. ¿Qué es difícil aliar ambos términos? No importa: tan moda es lo uno como lo otro, y el que quiera estar al día, marchar “siguiendo el ritmo de los tiempos” tiene que doblegarse bajo tales imperativos, tortuosos cuando, como en este caso, no nacen del fondo. Después de esto el que así proceda, en paz ya su conciencia, puede mirar con desprecio el arte y cultivarlo con ese supremo desdén del que se encuentra “de vuelta”.

Raúl SILVA CASTRO.