ALALÍ

CUENTO DE HENRI BARBUSSE

Barbusse es acaso el único hombre que fué a la guerra sin ilusiones guerreras. Y trajo de allá, junto con el horror de la guerra, la visión ensangrentada y épica que llamea entre las páginas de “El Fuego”, libro genial, según la palabra de Maeterlinek. El maestro de “Claridad” y de “El Infierno” es, ante todo, una imaginación, una imaginación que agranda las proporciones de las cosas y que sólo crea, aún en medio de la vida cotidiana, el momento de las grandes tragedias. Por eso sus personajes—ya sean soldado, obreros o burgueses—, más que seres humanos, son héroes, héroes que no se expresan en el noble hexámetro de los antiguos, sino en una prosa nueva que, a pesar de todas sus concesiones al habla rústica o vulgar, lleva siempre el matiz sabio, la frase de honda sugerencia en que se adivina la voz del artista que los ha creado. Es que a Barbusse le falta la impersonalidad del novelista. Sigue siendo poeta lírico, como en su primer libro de versos. Poeta lírico y hombre, en la noble acepción de estas palabras. En su cuerpo débil, que va consumiendo la lenta enfermedad de Chopin, arde una de las almas más viriles, más sinceras y más puras en que se haya reflejado nuestro siglo.

ROMEO MURGA.

Sentado sobre el escaño que está junto a mi casa, miraba por última vez mi pequeño dominio, antes de que se durmiera en el crepúsculo: el patio, que se extendía a mis pies; a la derecha, el cercado; enfrente a mi, en el muro, mi puerta que está abierta siempre, siempre. Ella da al linde del bosque, y me presentaba una nube de ramas, de hojas que doraba el.......... y que el otoño, como un sol más inmenso, doraba también. El día declinaba, dulcemente y— se me ocurrió a mí—cuidadosamente. Sobre mi cercado la fina luz perfeccionaba los matices y se ocupaba de cada flor y aún de cada hoja. Bruscamente, se oyó el sonido de un cuerno. La servidumbre de la vieja marquesa pasaba por el bosque. Y he aquí que una gran silueta apareció, extrañamente recortada, en el umbral de la puerta y la obstruyó toda. Después, la masa gigantesca saltó, volvió a caer y vaciló en medio del patio. Era un ciervo: el que los invitados del castillo perseguían horas y horas. Se quedó ahí un instante y nos miramos. Divisé su piel manchada de fango y de espuma, su lengua colgante, sus grandes ojos inquietos y su corazón que le golpeaba los flancos como un martillo. Saltó de nuevo, retrocedió hasta un rincón, haciendo frente, pero ya casi sin fuerzas y en la inmovilidad, el silencio y la ignorancia. Pero unos ladridos frenéticos rodeaban la casa. La gente se amontonaba alrededor de la puerta y gritaba a través del muro. Mas atrás los niños, acezantes, excitados, corrían, se multiplicaban. Pronto, todos los habitantes de la aldea estuvieron a nuestro alrededor. Mostraban triunfalmente al ciervo de cuernos enormes, como a una especie de rey salvaje por fin alcanzado en su carrera. Retirada repentina de los espectadores: llegaban jinetes y amazonas; un torbellino de polvo y de trajes rojos; ruidos, chasquidos de látigo y resplandores de cobre. Todo esto, se detuvo en tumulto y los picadores se colocaron detrás de la línea discordante de los perros para tocar el alalí. Y solo, infinitamente solo, el obscuro viviente que había venido a caer en el lazo de mi habitación, no se movía. Esperaba resignado, la paz de la vida o la paz de la muerte. Yo veía agitarse a la muchedumbre que quería su sangre; y a él lo veía vivir, sentía palpitar sus flancos, estremecerse su garganta—su garganta, el objetivo de aquella fiesta enloquecida. Un jinete de roja había echado pie a tierra, ligeramente. Con un gesto lento, saco su cuchillo de la vaina y se pudo ver que era de hoja damasquinada. Los perros seguían ladrando. Pero todo el mundo había dejado de hablar y de moverse, y a cada uno miraba, miraba con avidez. Hubo gritos ahogados, mezclados con algunas risas convulsivas. El hombre se disponía a entrar en el patio; me dirigió una interrogación con la cabeza, gritándome (había que gritar para hacerse oír, a causa del bullicio de los perros): —¿Me permite Ud., señor? Pero yo extendía el brazo para cerrar el paso a mi interlocutor, y a mi vez, grité: —¡No, no permito! Se detuvo aturdido, desconcertado. —Que? Que cosa? Que dice Ud.? Que es lo que dice? Se volvió hacia los de afuera. —¡No quiere que entren! Esta noticia fué acogida con una exclamación de estupor en donde algunas voces femeninas ponían su nota aguda. —¡Insolente!—clamó una dama vieja. Se dirigió a uno de sus compañeros: —¡Se le gratificará, buen hombre! Fruncí las cejas, y él no encontró más que decir. Después, se pusieron a hablar todos a un tiempo, interpelándome, desvalidos, febriles, con un terrible furor, que se encendía en sus ojos. Plantado como un poste en el umbral, examiné esas caras asediantes, esas caras que una extraña casualidad me permitía ver de cerca y al desnudo. Todos llevaban el sello del mismo instinto sanguinario, bruscamente desencadenado por el obstáculo. Se veían claros en sus fisonomías, a través de las palabras, los pretextos, las violencias. Si tenían deseos de arrojarse sobre mí con rabia y odio, no era sólo por el orgullo herido: era a causa de una espantosa desilusión.

Ellos habían perseguido esta carne que huía; ahora, llegados a ella, querían degollarla. Uno de ellos trató de explicármelo con frases entrecortadas, y, al hablar, levantaba la cabeza hacia la presa para vigilarla. Un anciano tendía hacia la víctima esperada su mano crispada como garra. Otro, más feroz, la miraba con deseo. Y las mujeres estaban más horribles que los hombres. El pudor les atajaba las verdaderas palabras en la garganta, pero una extraordinaria excitación las turbaba todas. Se adivinaba que estaban en una vergonzosa espera, el cuerpo palpitante. Una de ellas muy joven, con la trenza que danzaba sobre su espalda, en un movimiento espontáneo se había colocado en primera fila y alzando hacia mi sus ojos encantadores: —¡Le suplico, señor!—me—dijo juntando las manos… Ante esos grupos tan apasionadamente desconcertados, el aullido de los perros tenía algo de inocente: los perros esclavos no tenían contra el ciervo sino el odio de los hombres. Y los campesinos estaban ahora más apartados. Me pareció que se separaban de los otros, que comenzaban a comprender que la caza es algo distinto de lo que se cree. Una mujer del pueblo que llevaba un niño en sus brazos, se alejo precipitadamente, como si de improviso le hubiera temido a un contagio. El carnicero de la aldea, con el delantal manchado por la sangre de su oficio, miraba, majestuosamente cruzado de brazos, y se leía sobre el rostro del sombrío obrero una expresión de desprecio y de cólera. Mientras tanto el murmullo y la amenaza se exasperaban. Comprendí que nos vencerían a los dos, que yo no podría defender por mucho tiempo a la bestia acosada: ¡tanta necesidad tenía de asesinarla! Mis ojos se posaron sobre el corpulento animal que no estaba ni siquiera herido; y con un desorden y un apresuramiento desesperado, inefables sueños de dulzura pasaron por mi espíritu… Los pocos minutos de existencia que yo le había conservado me parecían preciosos y casi tiernos. Y pensando en los gritos sanguinarios que me asaltaban, comprendí hasta qué punto la criatura humana y el animal, que tan prodigiosamente difieren en la vida, se asemejan para morir; comprendí que todos los seres vivos se van fraternalmente. Entonces apreté los puños y balbuceé: —¡No quiero! ¡Retírense! Pero la muchedumbre se desbordaba dispuesta a todo. —¡Lo necesitamos!—exclamó una voz jadeante. —¡A muerte! ¡A muerte! clamaron los demás. Una manecita se agitó: —Ya encontré. Lo pueden matar desde aquí, con mi carabina. —¡Cierto! ¡Cierto! ¡Buena idea! —¡Yo! —¡Yo! Un joven gordo armó la carabina, midió con la vista la distancia. Yo tomé el arma por el cañón y se la arranqué de las manos. —¡Villano!—rugió él. Fue entonces cuando se produjo el asalto, por todas partes, irresistible…Entraron todos… Solevantando, atropellando, empujando, trataba aún de hacerme oír. ¡Váyanse! Yo no quiero. Pero su alegría sin limites ya lo podía escuchar nada y se precipigulo del muro, habría los ojos con la inmensa tranquilidad vacía de la taba haci el animal que, en el ánnaturaleza, o de la nada. Entonces, sentí que me arrojaba ante la criatura condenada; sentí que apuntaba con la carabina, que disparaba sobre el montón de hombres y de mujeres... y que tenia razón!

(Traducción de Romeo Murga).