UN NOMBRE VALIENTE Y UTIL

(Un cementerio en las montañas. Un cortejo fúnebre. Al borde de la fosa un sacerdote. Se acaba un cántico. Peer Gynt aparece sobre el camino, fuera del cercado.)

Peer Gynt (deteniéndose en el umbral).—Nada, un ciudadano más que toma el camino del polvo humano. Afortunadamente, no soy yo. (Entra.) El sacerdote (predicando).—Y ahora, queridos hermanos, mientras el alma se presenta al tribunal supremo y el cuerpo descansa, diremos algunas palabras del camino que el difunto recorrió aquí abajo. No poseía fortuna ni talento. Su voz era débil, vacilante y apenas sabía gobernar su casa. En la iglesia parecía pedir humildemente el permiso de sentarse al lado de los demás. Como no ignoráis, era oriundo de Gudbrandsdal. Era casi niño cuando vino a este país. Recordaréis haberle visto, hasta que murió, llevando siempre la mano derecha en el bolsillo. En esta postura su imagen se ha grabado en nuestra memoria. Añadid su aire embarazado y la reserva de su actitud cada vez que se hallaba en una reunión. Pero por mucho que prefiriese permanecer apartado y que siempre fue un extranjero entre nosotros, no ignoraréis sin duda el secreto que procuraba guardar: esta mano que llevaba siempre hundida en el bolsillo no tenía más que cuatro dedos. Me acuerdo aún, a pesar de que la cosa data de tiempo: una mañana llegaron a Lunde unos reclutadores. Entonces había guerra y todo el mundo hablaba de las calamidades públicas. Todos se preocupaban del porvenir del país. Yo estuve presente. El capitán estaba sentado detrás de una mesa, con el alcalde y el unos sargentos al lado. Uno después de otro examinaban, medían a nuestros muchachos, y les declaraban soldados. La sala estaba llena. En el patio resonaba las risas bulliciosas de la juventud. De pronto se pronunció un nombre y un “¡presente!” respondió al llamamiento. Se le hizo avanzar y llego hasta el pie de la mesa. Su mano derecha estaba envuelta por un lienzo blanco. Tembloroso, tragando su saliva, sin hablar nada respondió a las preguntas del capitán. Al fin, sin embargo, enrojeciendo y con entrecortada voz, balbuceó unas palabras, de las que le había ocurrido un accidente, cuestión de una haz que le había cortado un dedo. El silencio se hizo en torno. Se cambiaron miradas significativas, amenazadoras para el muchacho; los labios de muchos se contrajeron. Con la vista baja, el muchacho sentía que la tempestad se le echaba encima. De pronto, el capitán se levantó, escupió, alargó el brazo y le dijo: “márchate”. El muchacho se fue, pasando por entre una doble fila de gente hostil. Al llegar a la puerta se echó a correr y ganó las alturas de las montañas. Atravesó bosques, escaló pendientes, corriendo siempre, hasta que llegó a su casa, en el fjaell. Seis meses más tarde vino aquí con su madre, con unos niños y con una mujer con la que se casó tan pronto como pudo. Había desmontado y cultivado un terreno en la landa que se eleva hacía el Lomb y construídose una casa. El terreno era duro, pero el logró ablandarlo, como lo atestiguan los terrones. Si en la iglesia tenía una mano en el bolsillo, bien se veía que el campo sus nueve dedos trabajaban por diez. Una primavera el torrente le arrasó todo su trabajo. El y su familia se salvaron. Sin recursos, sin abrigo, púsose nuevamente a trabajar y antes de terminar el verano pudo verse en la montaña un nuevo campo de centeno, en un sitio mejor protegido que el arrasando. Sí, mejor protegido contra la inundación pero no contra el alud. Dos años más tarde todo quedó sepultado por una avalancha. Todo menos el ánimo de este hombre. De nuevo se puso a la tarea, y tanto hizo y tan bien, que su casa estaba ya levantada antes de terminar el invierno, por tercera vez. Tenía tres hijos, tres robustos muchachos. La escuela estaba muy distante: donde termina el camino comunal; era necesario aun tomar por un sendero estrecho y abrupto abierto en la dura nieve. ¿Qué hacía él? Pues dejando que el mayor andara como pudiera y limitándose a sostenerle, cuando la pendiente era rápida, llevaba a los otros dos sobre sus espaldas. Así los condujo a la escuela durante varios años. Los hijos se hicieron hombres. Llegaba el momento de que le ayudaran a cambio de las fatigas por ellos sufridas... Tres ciudadanos acomodados han olvidado hoy, en el nuevo mundo, a su padre noruego y el camino de la escuela. Era un hombre de cortos alcances. Fuera de su pequeño círculo nada veía. Las poderosas palabras que hacen palpitar a tantos corazones eran letra muerta para él. Pueblo, patria, todo lo que hay de elevado, de sublime, estaba en él sumido entre nieblas. Este hombre era un humilde. Desde el día del reclutamiento parecía vivir bajo el peso de una sentencia, con la vergüenza en la frente y la mano oculta en su bolsillo. Ante la ley del país, ¿no era, acaso, un desertor? Sí, verdad es; pero hay algo que brilla por encima de la ley, como las altas cumbres que blanquean detrás del Glittertind y hacen descender sobre este glaciar las nieblas que lo velan. Era un mal ciudadano, para la iglesia y para el Estado era un árbol estéril. Pero aquí, sobre la cresta más alta; allí donde nuestros caminos se estrechan y borran; en aquel trabajo hacia el cual se sentía llamado, era grande, porque era él mismo. Su vida dio la nota que le era propia. Vibró siempre a la sordina. Descansa en paz, modesto guerrero que luchaste y moriste en el humilde combate del campesino. Nosotros no tenemos el derecho de sondear estos corazones; pero tengo la firme creencia de que este hombre no se presenta como un estropeado y un inútil ante el tribunal supremo. (El cortejo se dispersa y aleja. Peer Gynt queda solo.) (De Peer Gynt, poema dramático en cinco actos.)

Enrique IBSEN.