Notículas para un estudio sobre Gabriela Mistral

Por aquellos años comienza Gabriela Mistral a difundir su palabra armoniosa; primero en las revistas chilenas; luego, en todas las del Continente, sin apremios, con la serena conciencia del florecer tranquilo en plena madurez. Desde aquel día, ya tan lejano, en que Rubén Darío acogía con palabras entusiastas una hermosa producción suya, hasta los momentos actuales, en que el mejor crítico español, Díez Canedo, saluda su advenimiento con un juicio de noble comprensión, han corrido más de dos lustros, y sólo ahora, rendido el poeta ante las más insistentes solicitaciones editoriales, ha querido dar a la estampa su primer libro, 'Desolación', que publica Federico de Onís en el Instituto de las Españas, de Nueva York. Obra de madurez, largamente acendrada, amplia como una curva que abarcase la completa teoría en el desenvolvimiento de una formación intelectual, permite juzgar a este lírico, que se ha elevado como una clara estrella en el horizonte americano. Poeta de todos y para todos, que no restringe su expansión lírica a determinadas capillas, porque sabe llegar a los espíritus más simples, está por sobre las cómodas banderías de las escuelas y de los círculos; la sencillez torna comunicativo su verso, como a la palabra bíblica que encontró todos los corazones de par en par. Su estrofa tiene la fuerza, la gracia, la ternura, y aunque vuela alada sabe hermanarse con la atención humilde y con el escondido pensar de cuantos esperan cada mañana la nueva anunciación. Con razón Pedro Prado pudo hablar de cruzadas de sencillez cuando Gabriela Mistral partió para Méjico. En realidad, esta mujer vale por una batalla ganada contra los Chalecos rojos y contra la insolencia de las melenas. En ella el arte no tiene la expresión del énfasis o la elocuencia inútil de la retórica. Ha vivido en 1830 sin fletar su barco hacia el Oriente y sin escandalizar con la encendida pechera de un Gautier de más o menos. Anda sola por su camino, revestida de fortaleza y de dignidad. El arte en ella es reposo, madurez, cordura; pero también pasión de mujer, quemante angustia de incontenido amor. Mañana, cuando haya de escribirse la necesaria página en la cual se puntualice la historia de nuestros valores literarios, el nombre de Gabriela Mistral será un jalón que marque dos épocas, precisando la importancia de una hora única. Su influencia ha sido honda y constante: enhiesta y recia encina en torno a cuyas raíces florecen verdes retoños. Y aunque su verso, por su estructura, por sus conceptos, par su total falta de sensiblería, es flor de rara selección, goza de una popularidad que es, precisa reconocerlo, un noble consenso de unanimidad. Pero nada puede ser perfecto y, a veces, el secreto de la armonía logra ser un secreto a medias. El artista más pulcro, el más delicado de los apolonidas, suele convencer a muchos, menos al que le traiciona con sus descontentos. Ya lo dijo el sapientísimo La Fontaine: “On ne peu contenter tout le monde et son pére”. Así, también quienes en más de una ocasión han intentado allegar reparos a la obra altísima de Gabriela Mistral censuraron en ella cierto conceptismo ideológico; la dureza de su verso, a veces forzado o prosaico; las frecuentes obscuridades de sus pensamientos. Es indudable que en sus poemas suelen advertirse la falta de fluidez y las incoherencias forzadas de lenguaje, todo lo cual resulta explicable en urna obra que llega a pecar de pueril en su sencillez antes que caer en la flaqueza retórica; que es viva, fuerte, profunda, aunque descuidada en su forma. Su realismo obliga al poeta a ser descarnado, crudamente verista, como en el caso de ese poema en que aparece su Cristo riberano con las carnes en gajos abiertas. ¿Que su vocabulario no es rico o que prodiga con delectación algunas palabras cuya frecuencia, valga el ejemplo de “gajo”, constituyen lunares? ¿Que siendo como poeta el menos libresco de todos y el más patético en sus sentimientos no hace sentir porque su verdad se nos antoja antes imaginada que vivida? En todo eso hay una base de razón y acaso el reparo procede de un estricto criterio de justicia, que nada le resta en sus merecimientos al escritor. Cuando leemos a la admirable Alfonsina Storni, uno los mejores líricos castellanos, o a la originalisima Juana de Ibarbourou, nos conmueven y nos convencen el amante frenético, la mujer que, ante todo, es mujer y que frecuentemente se olvida de la literatura en fuerza de entregarse enteramente, desnuda, sin reservas, en sus sentimientos. “¿Como será el hijo?”, se pregunta Gabriela Mistral en los “Poemas de la madre” y, luego, sueña para sus mejilas con la suavidad de pétalo de las rosas, palidece si sabe que sufre en su vientre; aprende la canción de cuna con que habrá de hacerlo dormir. Sin embargo, ¿por qué razón no logra conmovernos esa maternidad que clama, casi desgarrada, con el próximo alumbramiento? Talvez nunca se escribió un poema más bello, más hondo, más original, que hiciera sentir de tal manera “la santidad de ese estado doloroso y divino” que el talento de Gabriela Mistral logró sublimar: “¿Por qué no hemos purificado a los ojos do los impuros, esto?” No sólo lo ha purificado la sensibilidad del poeta, sino que lo divinizó pare siempre. El poeta que describe y el poeta que siente; el de la vida exterior y el de sus angustias íntimas: el primero puede ser algo así como el historiador o el novelista de la poesía, mientras que el grande emotivo, el doliente elegíaco de sus angustias, el que eternamente dirá con Montaigne: “ e suis mio-méme la matiére de mon livre”, ése acaso esté más cerca de la eterna verdad artística. Qué razones, intrínsecas o verbales, justifican la boga de un poeta que, como Verlaine o la Mistral, no es un eco del sentir común? Después de frígidos escritores de la antigüedad clásica y de los poetas ramplones del siglo XVIII resulta explicable la difusión inmediata de las “Meditaciones” lamartinianas, como tras la insoportable vulgaridad académica, romanticismo de segunda mano, eterna oda grandilocuente o inacabable novelería rimada de los poetas españoles, se explica la imposición de Rubén Darío, artista de reacción, selecto, elegante, originalísimo en aquel medio y esa hora. Con Gabriela Mistral no ocurre lo propio, pues si bien su obra supone una reacción, ésta alcanza tan sólo al reducido círculo literario, ya que la masa lectora, continúa imperturbable siendo la misma de siempre. Poeta complicado, difícil, conceptuoso, y sin embargo llega a todas partes y es el más leído de cuantos puedan disputarse los favores del público. ¿ Cómo explicar esta predilección y este interés, que cuadra tan bien en casos como los de Zorrilla, Flores o Acuña, rimadores fáciles y sentimentales, melódicos, pegadizos al oído, cuyo vocabulario y cuyas emociones corresponden a los del rasero del romanticismo popular?

Armando DONOSO

N. de R.—Hemos creído oportuno publicar algunos fragmentos de esta conferencia dada la actualidad que tiene Gabriela Mistral por la reciente aparición de su libro.