LA PRIMERA HUELGA

La plebe de Roma estaba cansada de trabajar para exclusivo provecho de los patricios dedicados a consumir lo que el esfuerzo de los demás producía. Un día abandonaron todos la ciudad y se retiraron al Monte Sacro, que servía de Casa del Pueblo en aquellos tiempo en que aún no se habían inventado estas instituciones. Fué la primera huelga general. Los patricios quedaron en la ciudad aterrados. ¿Qué hacer? La primera idea que a todos se ofreció fué, naturalmente, vencer a los rebeldes con la fuerza. Pero bastaba echar una ojeada a la situación, para abandonar tal propósito. Los patricios tenían armas; pero los proletarios tenían músculos Aquellos tenían el prestigio social; pero éstos el número. Aquellos, orgullosos, despreciativos, desesperados, cansados de sufrir, resueltos a mejorar su condición o a morir. Verdaderamente la lucha no prometía la victoria a los señores.

Un astuto senador propuso que se tratase con los rebeldes y reconducirlos a la obediencia por la persuación, fué aclamado. Era este senador el viejo caballero Nenemio Agripa, tan buen diplomático como soldado; tan hábil como valeroso; inmediatamente se llegó hasta los plebeyos, que le acogieron con un silencio hostil. Ofrecíase sonriente, con aspecto bonachón, con la palabra tranquila. Les saludó con la mano y les dijo: —Escuchadme, queridos amigos: habéis hecho una verdadera niñada. Os quejáis de ser solos en el trabajo, mientras nosotros disfrutamos; pues bien, yo quiero contaros una fabulita. Una vez los cuatro miembros se revlovieron contra el estómago. “¡Qué!—se dijeron—¿Nosotros trabajamos, nos fatigamos, y solamente el estómago disfruta? ¿Es justo esto? ¿Por qué ha de ser él quien únicamente goce de las cosas buenas, y nosotros nos quedamos sin nada de cuanto le procuramos? Esto debe acabar.' Y los cuatro miembros se declararon en huelga, no llevando en adelante más alimento al estómago, gozando en hacerle pasar hambre. Pero su satisfacción duró poco.

El estómago, en verdad, permanecía vacío y sufría; pero los miembros dejaron de recibir el jugo nutritivo elaborado por el estómago y enflaquecían, se debilitaban, caían flojos a indolentes. Por fortuna, se dieron pronto cuenta de su error, y con la escasa fuerza que aún les quedaba, ya a punto de morir, ofrecieron humildemente alimento al estómago, rogándole que volviese a trabajar para ellos, nutriéndoles cómo cuando existía buen acuerdo entre él y los miembros. El senador calló; un murmullo de aprobación corrió por las filas de los huelguistas. A media voz, decíase en los grupos: 'Habla bien el señor; tiene razón.' Pero un viejo llamado Sannita, de aspecto pálido, por las largas vicitudes, de mirar triste, avanzó hasta el elegante orador de palabras melosas y dijo con voz que revelaba antiguas cóleras: —Señor: Yo no poseo, como tú, el arte de tejer artificiosamente un discurso porque soy un pobre trabajador sin instrucción; pero, aún así todo, voy también a contarte un cuentecillo: Vivía en cierta ocasión un hermoso y robusto carnero, que hubiera podido ser feliz si no sufriese el tormento de los animales parásitos. Estos perniciosos insectos penetraban en su carne, chupaban su sangre y engordaban a sus expensas. Por mucho tiempo, el carnero sufrió en silencio, pues siempre había vivido alimentando a sus atormentadores, y tondos sus camaradas de rebaño se hallaban en las mismas condiciones que el, como si creyesen que las cosas debieran suceder así necesariamente. Pero un día en que las picaduras de los parásitos se hicieron demasiado crueles, el pobrecillo, sintiéndose desfallecer de dolor y debilidad, lanzó un balido de rabia y llamó a sus compañeros.

'Amigos—les dijo—somos demasiado estúpidos dejándonos chupar la sangre y torturar por esos parásitos. Arranquémoslos de nuestros cuerpos.' Súbitamente, los alimalitos alarmados se pusieron a protestar. '¡Cómo—vociferaban—¿Os, rebeláis contra nosotros, ingratos y villanos? ¿No comprendéis que formamos parte de vuestro cuerpo, que somos órganos necesarios para vosotros, como las pupilas a los ojos? ¿Habéis visto jamás un carnero sin nosotros? Sin nuestra compañía no podríais vivir. Arrancarnos sería mutilaros. Nosotros…' Pero no pudieron acabar. Ya dos carneros habían prendido las repugnantes garrapatas con los dientes, las habían arrancado de su cuerpo ulcerado con sus pezuñas vengadoras. Entonces, hasta los carneros más irracionales, comprendieron que semejantes insectos no son más que bichos asquerosos y dañinos que no se debe consentir llevar encima a ninguna costa. Los plebeyos, entusiasmados, alzaron en sus brazos al viejo Sannita. Nenemio Agripa tornó a Roma mortificado, y los patricios se vieron en el trance de aceptar todas las condiciones—modestas por cierto—de los huelguistas conscientes de su fuerza

Max NORDAU