TIPOS HUMANOS: EL CHARLATÁN

Se podría creer que charlatán es sólo aquel individuo que se instala en una calle o en una plaza y hace abuso de su falaz elocuencia para realizar la venta de objetos despreciables y sin valor. Parecen ya inseparables el provecho material y esta disciplinado sorprendente que demanda buenos pulmones, imaginación y exuberancia de léxico al mismo tiempo que desenfado, oportunismo y falta total del sentido del ridículo que a tantos entraba el paso y limita la vida. Pero hay charlatanes de otra calidad, que persiguen distintos objetivos, emplean otras armas y venden otras chucherías buscando provechos de diversa índole. De este tipo nos ocuparemos hoy, tratando de delinear sus contornos y de fijar su fisonomía.

El charlatán pulula en medio de los círculos estudiantiles e intelectuales, con vistas a la sociología y al arte. No hay sólo uno. Siempre se encuentran unos dos o tres que parecen disputarse entre sí el mercado humano del cual piensan pelechar. Se abandona un círculo porque en él la verborrea de un charlatán ha creado resonancias insoportables, pero al pasar a otro se encuentra la benévola y sonriente fisonomía de otro charlatán gesticulador y afiebrado en su incesante peroración de toda hora. No hay donde refugiarse. No queda un rincón donde se goce de paz y de silencio. Se ama la soledad en vano; inútilmente se persigue el reposo y la obscuridad si es posible. El charlatán se filtra por todas las rendijas y parece se una sombra que pegada a nuestros cuerpos corre cuando corremos y agita los brazos al compás de nuestra desesperación. El charlatán es impasible y no conoce la piedad. Inútil será que a su llegada pongamos una cara fosca y que le roguemos con los ojos el silencio. Acaso torturada nuestra alma por un pensamiento de amor, querramos concentrar en la mujer distante un homenaje tierno. Esta angustia que sentimos pide el silencio y desprecia todo obstáculo entre nosotros y quien la causa. Pero ¿cómo detener la inagotable y tumultuosa charla de este ser demoníaco que no conoce la discreción? La mínima cortesía que nos es connatural nos impide decirle que se calle, que se aleje, que anhelamos el reposo que su discurso nos quita. Y tenemos que aguantarle a nuestro lado, turbulento, inquieto, movedizo, hablando sin fin. El charlatán ha encontrado un auditorio y no lo abandona, no lo puede abandonar. Su ansia de expansionarse ya tiene un campo en donde se vertirá con seguridad. Está convencido de que no le escuchamos, de que nos tiene sin cuidado lo que diga, todo lo que de sus labios brote. Pero no importa. Somos un pretexto, un término decorativo. Sería demasiado impúdico el que se le viera solo em medio de la calle hablando y hablando; la gente se reiría de él; se le llamaría loco o al menos maniático. Teniendo un auditorio—aun cuando sea unipersonal—ya puede tranquilamente el charlatán informarnos, darnos soluciones exponer sus puntos de vista sobre todas las cosas humanas, hacer y deshacer de todos los problemas del momento. El charlatán—¿no lo hemos dicho aún?—es omnisciente. A Todo encuentra una salida más o menos ingeniosa, más o menos impracticable, pero siempre “nueva” y “personal”. El ingenio lo creerá un talento y se encargará de ir esparciendo su fama de sabio y de profundo. Se plantea un problema, y el charlatán expondrá sus pensamientos al respecto y los defenderá calurosamente por medio de discursos repetidos con insistencia en cien oídos distintos. Formará acaso una convicción y hará talvez triunfar su punto de vista gracias a la ductilidad espiritual de quienes lo han escuchado. Porque el charlatán no escoge su público ni pide calidad alguna a quien le quiere prestar atención. Necesita oyentes, se desvive por procurárselos, no retrocede ante ningún obstáculo para tener oídos que marchen a su lado aparentemente atraídos por su charla torrencial.

El charlatán es inevitable y parece estar dotado del don de la ubicuidad. En todas partes se le halla, a cualquier hora del día y siempre, siempre, siempre hablando. ¿Qué potencia le sostiene en su charla sin freno? ¿Cómo no se agota y cae desmayado, sin aliento, sin voz, exangüe por el esfuerzo que realiza? Una mano invisible le sostiene y le hace sobresalir, gracias a la floración lujuriosa de su palabra más o menos encantadora, entre el tumulto de las asambleas y el ritmo febril de las discusiones. Donde haya que hablar está él; en todas partes figura, codeándose con personajes y hombres discretos que le sonríe banalmente y le compadecen—sí, le compadecen—en su intimidad. El charlatán nos persigue implacablemente. A un escritor que nos desagrade no le leemos. Al ver su nombre al pie de una producción arrojamos con energía el libro o el periódico al suelo, y todo está terminado. ¿Pero qué hacer con el charlatán? La cortesía—que es la manera galana de denominar la hipocresía que crea necesariamente la convivencia—nos impide repudiarlo, decirle con palabras que nos molesta, que no se debe creer con derecho o cansarnos. Y sólo se le podría decir todo esto con ruda y grosera claridad porque el charlatán es impermeable a la alusión delicada y no comprende el gesto de desolación que a veces se clava entre nuestras cejas al oir su voz sin cesar reproducida. El charlatán, siervo equívoco de cierta sobajeada máxima emersoniana, ha llegado a dejar dominar su alma por el demonio de la expresión avasalladora y florida. Vive sólo para hablar. Todo problema es para él cuestión de palabras más o menos bellamente dispuestas en frases armoniosas o no. (Para el charlatán su oratoria encierra elocuencia y por lo tanto belleza.) Su carácter predominante escénico le hace ser amanerado. Su amor monstruoso por la palabra le da un tinte de galanura que puede conducirlo a extremos por demás extraños. Y en realidad el charlatán es algo así como un enfermo a quien el morbo arrastra al deporte—inocente como todos los deportes, pero insoportable—o al vicio (como se le quiera llamar) de hablar sin fin sobre todas las cosas. El charlatán—se nos dirá—¿quién es; cómo se llama? El que lea sabrá quien es y cómo se llama el charlatán, sabrá dónde se le encuentra y qué traje viste; adivinará qué hace y también cuál es el objetivo más o menos lejano de su inagotable flujo verbal que avasalla la conciencia gregaria de la multitud y la arrastra en su Pegaso aéreo a través de las perspectivas de ilusión falaces y torpemente diseñadas por sus gestos tribunicios y adoctrinadores.

RODIA.