EL DESQUICIAMIENTO DE UN RÉGIMEN

LA BANCARROTA POLITICA DE LA BUGUESIA

I

No debemos engañarnos atribuyendo al actual conflicto político proyecciones inusitadas. La simpatía partidista puede desvirtuar el significado real de los hechos que presenciamos; pero colocándose a una propicia distancia del tumulto, es posible apreciarlos en su tranquila pequeñez. Vamos viendo. ¿Qué representan en nuestra vida pública la Unión Nacional y la Alianza Liberal? La Unión Nacional, sin atenuaciones ni distingos, representa el conservadurismo sistemático, las doctrinas tradicionales de raigambre elesiástica, los intereses de los grandes latifundistas y banqueros. Es el estado mayor de la oligarquía criolla pacata y clerical. Por su parte la Alianza agrupa elementos nuevos, advenedizos de una democracia incipiente, deseosos de un efectivo predominio en la administración del Estado; y a igual que los otros, fieles cultores, en el fondo, de un concepto utilitario y oportunista de la política. Cada uno de estos dos organismos repite parodiando al infatuado monarca francés: “La República soy yo.” Con este Criterio unilateral y malcante, han gobernado cada vez que sus arcas electorales les han permitido llegar hasta al Capitolio. Si el juego inflexible de la razón no fuera suficiente para demostrarnos la ineficacia de la política al uso, bastaría a ello el examen desapasionado del cielo histórico que, arrancando del caos revolucionario del 91 viene a terminar en las enconadas hostilidades de hoy. Toda esta época—en la anterior hubo hombres honrados e idealistas—ha sido por parte de los partidos chilenos un escarnio continuo a las aspiraciones populares, una atropellada búsqueda del éxito sin mesura y sin moral, un desaforado aprovechamiento de los alto, cargos para usufructo de círculos o de individuos. No podía ser de otra manera. Los poderes públicos habían perdido todo contacto con el pueblo: las elecciones, debido a la ausencia de cultura cívica, eran una comedia. Sin embargo, la última elección presidencial pudo ser el punto de arranque de una total renovación de nuestros maleados hábitos administrativos y políticos. Todos lo creyeron así. La energía desbordante del candidato, sus promesas tribunicias de reforma, sólidamente afirmadas por las fuerzas democráticas de Chile—obreros, juventud universitaria, intelectuales—, parecían augurar el nacimiento de una acentuada conciencia nacional. La oligarquía reaccionaria—capitalistas, clericales, terratenientes—lo estimó de igual modo, y combatió con todas sus armas al hombre que polarizaba las simpatías de la multitud. Estuvimos al borde de una crisis institucional; pero, la reacción cedió, temerosa, y concentró sus defensas en una oposición implacable al nuevo gobierno. Era llegado el momento de prueba. A la violencia legalista y obstinada de la mayoría del Senado—espúreos representantes de su bolsa y su ambición—debió el Presidente Alessandri—representante de unánimes deseos del pueblo—oponer de inmediato su violencia renovadora y depuradora. El triunfo estaba de antemano asegurado. Todo el pueblo hubiera apoyado el gesto republicano que abriría posibilidades inéditas de justicia y prosperidad. A pesar de todo, nada se hizo, entonces que estaban preparados la fuerza y el espíritu ciudadano. El Presidente no se atrevió. ¿Por qué? El Presidente siguió con la política de componendas e inmoralidades de sus predecesores. Y de vez en cuando como una débil disculpa de la inercia gubernativa, de las inverosímiles transacciones gubernativas, de las inauditas claudicaciones gubernativas, decía, desde los balcones de la Moneda una voz quejumbrosa: “El Senado no me deja gobernar! El Senado no me deja gobernar!…

II

Hoy, en vísperas de una elección, la Unión Nacional disputa agriamente con la Alianza Liberal. El Presidente, aliancista y discursivo, sale a las provincias en jira de propaganda; resiste, acumulando sus energías postreras, a las imposiciones del Senado; hace latir la sensibilidad nacional en la inquieta espera de acontecimientos trascendentales. Esos acontecimientos trascendentales están, todavía, demasiado lejanos. En el mejor de los casos, una actitud definida del Presidente—clausura de las sesiones extraordinarias, organización de un ministerio agresivo, teñido—encumbraría sin contrapeso a la Alianza Liberal y le daría una victoria aplastante en las elecciones de Marzo. Pero ¿es que hay en la Alianza Liberal hombres capaces de sanear, sin contaminarse, el estercolero parlamentario de Chile? No los vemos; si existen deben ser en exceso modestos y se confunden con los demás, con los paniaguados y arribistas, en la triste grisura de la mediocridad. Los viejos partidos reaccionarios se aferran con avaricia senil a su abundoso botín de privilegios; los jóvenes partidos de avanzada pechan con desenfado plebeyo por ocupar el mejor lugar en el festín del cual habían estado, hasta hace poco, preteridos. Se dicen, estos últimos defensores de “las sagradas conquistas del liberalismo”, Es cierto que ellas están consignadas en sus programas; pero cada vez que los representantes de esas facciones han llegado al poder han sido ahí los más irreverentes apóstatas de su credo. ¿A qué recordar, si no, esas inefables disposiciones contrarias a la libertad de opinar, dictadas por ministros radicales y al parecer escritas con una inquisitorial pluma de ganso? ¿Qué han hecho los partidos “liberales” contra el clericalismo que no sea soportarlo y aún adularle en la personalidad estridente de sus voceros de ultramar? Ni para eso han servido! No, no podemos confiar así no más en la Alianza Liberal. Bien sabemos que sus hombres no son movidos por principios ni por un desinteresado afán idealista. Son idénticos a los otros, a los viejos; eso sí que con careta distinta. Arranquémosla y veremos aparecer la misma concupiscencia, el mismo anhelo de lucro, de encumbramiento fácil, de prebendas, de supremacía despótica y sin visión. De sus maquinaciones, así como de las de la Unión Nacional, está ausente el pueblo. El pueblo que sufre amarrado a la incertidumbre del porvenir, a la miseria injusta, al aprobío social, no está representado, no, ni por los unos ni por los otros. Se ilimita a prestar sus espaldas para levantarlos, zafio, ignorante, pero lleno a veces—no hay que olvidarlo—de sabios presentimientos e intuiciones maravillosas. Hoy vuelve a escuchar, a ovacionar, a creer al Presidente. Con cierto desdén, fatalista y sonriente, espera algo, y algo definitivo. Pero el Presidente no es el que puede darle la redención feliz. Está demasiado amarrado a los “nuevos ricos”, a los “parvenus” de la seudo-democracia y del seudo-liberalismo. Aunque sus intenciones sean relativamente excelentes no podrá abrir el camino deseado. Bien pudo, otrora, haber sido el orientador de los primeros pasos de nuestra verdadera democracia; bien pudo haber desbrozado el campo para futuras siembras y cosechas; pero le faltó su visión y en imperio lo que le sobraba en verbalismo. Carece, el Presidente, de la voluntad genial que marcha en línea recta. Transigió, se rodeó de palaciegos de turbio proceder, creó a su alrededor una red de intereses, tanto o más deleznables que los de cualquiera de los anteriores gobernantes. No supo ser independiente, ni digno, ni enérgico en la obligada depuración de hombres y de ideas-normas con que debió comenzar la práctica de sus postulados de candidato. Y es por eso que nos vemos obligados a sonreir despreciativamente cuando oímos hablar de una posible dictadura republicana. ¿De quién? ¿De Alessandri? La dictadura de Alessandri seria la dictadura de la Alianza Liberal. Y en cuanto a la Alianza Liberal, más vale, como decía el otro, “no meneallo…”

III

No somos optimistas pero creemos que hay todavía en esta tierra fuerzas sanas y propósitos bien orientados. Urge despertar esas energías, hacerlas valer a plena luz, abrirles cauces propicios. Este es el momento. Asistimos a la inevitable y esperada bancarrota de un régimen. La agitación actual se presta a la confusión de doctrinas, de ambiciones, de actividades. Conviene, pues, precisar con nitidez el alcance del conflicto y la actitud de los que en él intervienen. No somos ni podemos ser, desde luego, ni remotamente parciales de la agusanada Unión Nacional; pero tampoco podemos inclinar plenamente nuestra simpatía hacia la Alianza Liberal. De la primera estamos separados por una diferencia insalvable de ideología y de espíritu, por un vasto hacinamiento de rencor, por el asco de nuestra conciencia libre; de la segunda también somos extraños, por la pobreza moral de sus hombres, por su falta de lealtad constante con los principios, por el oportunismo arribista que los caracteriza, por su timidez en la aplicación de doctrinas de por si insignificantes, como son las suyas. Y, en fin, porque tenemos una distinta finalidad ideológica. Creemos que ninguna de las dos corrientes será capaz de renovar la República. Los dos van camino a la tumba: una por vieja, la otra por enferma. Sin embargo, múltiples problemas reclaman la acción inmediata y coherente de una entidad nueva. Ello debe formarse y actuar, no para llevar, como los partidos de ahora, representantes al Parlamento, sino para impedir que lleguen ahí, los traficantes del sufragio, para presionar, desde fuera, a los poderes constituidos, para empujarlos hacia adelante aun a despecho de sus intereses. Los hombres de honradez, de fe, de trabajo, tienen ahora, una oportunidad única para gritarles a los histriones de la política diaria: “¡No! La República no son ustedes. La República somos nosotros, los que trabajamos y sufrimos, los que creamos riqueza, así espiritual como material, en la escuela, en el campo en la mina, en el taller.” ¿Sucederá así? Lo más seguro es que no. Las multitudes sin sentimientos de dignidad ni de comprensión seguirán ciegamente y esperanzadamente a los tribunos de la Alianza Liberal. Y después, lo de siempre, lo de hoy, lo de ayer: abajo, servilismo resignado, miseria sin salida, oprobio silencioso; arriba, filibusterismo impúdico, torneos retóricos, repartición de prebendas, expoliación. Pasado el hervor de los días primeros, todo recobrará sus anodinas proporciones antiguas. No se habrá avanzado nada. Estaremos en el mismo sitio, rumiando sobre las ruinas de un sueño, otro sueño. Hay que impedir que esto suceda. No se puede continuar haciendo indefinidamente esfuerzos estériles. Porque todo sacrificio, todo grito, toda esperanza caerá en un irremediable vacío, si dejamos actuar exclusivamente a las combinaciones políticas. Y como en estos días, tanto por la incultura, la orfandad moral y la falta de orientaciones firmes del pueblo, como por la pequeñez de los móviles perseguidos, no es posible una acción fructífera de los elementos independientes y capaces, no queda otra cosa que dejar hacer a los políticos profesionales, dejarlos arañarse, por la pitanza electoral. Mirar como el agua sucia pasa bajo los puentes…

Eugenio GONZÁLEZ R.