CONSIDERACIONES SOBRE NUESTRA POLITICA

A MANERA DE PREAMBULO

En el África hay enfermedades autóctonas que son sucias e irremediables; entre nosotros su equivalente es la política. La política puede, en nuestro país, hacerlo todo, menos lo bueno y lo justo; puede transformar a un agiotista en hombre honrado, prestigiándolo con situaciones de responsabilidad; puede dar patente de culto y talentoso a cualquier hospiciano con apellido de abolengo; puede realizar, sin asombro de nadie, inauditas trasmutaciones de valores –personales y corporativos–, de principios y de intereses, sobre todo de intereses. El telón de fondo del juego político lo forman generalizaciones románticas, en las cuales, el político, por supuesto, no cree, o cree poco. La soberanía republicana del pueblo, la libertad democrática, la igualdad justiciera, son, sin duda alguna, conceptos hermosos; pero, hasta hoy, entre nosotros, meros conceptos, meras palabras de efecto. En resumen, humo, nada. Y el verdadero pueblo, el gimiente montón de harapos y rebeldías empieza ya a comprender que todo lo que le cantan para las elecciones es mentira, que no hay democracia, que no hay libertad, que no hay nada. El privilegio colonial, la absurda e irritante desigualdad ante la vida y ante la ley, subsisten a pesar de los declamatorios postulados de la Constitución, a pesar del predominio de las ideas liberales, a pesar del tiempo que tantas cosas inútiles y malas se lleva. “Eso sería ayer –nos dicen algunos–; ahora las cosas van a cambiar. La oligarquía clerical ha muerto, el pueblo se ha impuesto por fin y va a reinar”. Veamos, someramente, lo que ha pasado.

LA OLIGARQUIA Y EL ARRIBISMO

Es motivo de admiración, para todo turista que nos visite, la estabilidad de nuestras instituciones públicas. De ella, deducen, que nuestras instituciones son excelentes, y que nuestro pueblo es un dechado de virtudes republicanas. La causa de nuestra apacible vida política debe buscarse, sin embargo, en otra parte: en la persistencia de una oligarquía activa y en la pasividad fatalista del pueblo. La primera, sacudió el tutelaje español organizó el Estado y lo gobernó sin interrupción desde O'Higgins, el soldado de la Independencia, hasta Sanfuentes, el hacendado sin escrúpulos. Los movimientos civiles que a veces –muy pocas– han sacudido nuestra historia, fueron disputas de banderías ambiciosas dentro de la misma casta oligárquica. Civiles y militares lucharon sordamente en un principio, aquí, como en toda la América emancipada, por adueñarse del poder. Triunfó Portales; y el partido pelucón, estableció en 1833 una Constitución definitiva, empapada en su espíritu autoritario. Afirmaba Víctor Hugo que una ley es un arma. Y un arma no vale por sí misma, sino por la mano que la esgrime. En manos del Partido Conservador la Constitución del 33, fue un arma de represión violenta esgrimida contra los pipiolos que exigían mayor lealtad a los principios libertarios de la Revolución. La juventud ilustrada, los hijos espirituales de Quinet y de Michelet, agitaron la opinión contra el Gobierno. Se esparcieron ampliamente las verdaderas ideas liberales, y comenzó a apuntar en algunos espíritus la utopía social. Pero el pueblo no estaba preparado aún para comprender la prédica de tribunos ardientes como Bilbao, el agitador. Se movía sólo la espuma brillante de la sociedad; la multitud, la nación, permanecía en su quietismo tradicional. La crisis interna de la oligarquía dominante, el recelo de las facciones y de los partidos, se intensificó en 1891. El “cesarismo democrático” de Balmaceda la amenazaba en sus ideas, desconociendo el valor de su supremacía, y en sus intereses, perturbando las combinaciones de la bancocracia. Única revolución criminal, hecha por la oligarquía y para la oligarquía, interrumpió el desarrollo de la República, anarquizó las finanzas, empobreció el crédito. El pueblo, por su parte, siguió a uno u otro bando, en calidad de comparsa, sin entender bien de qué se trataba. No comprendía las sutiles argucias del parlamentarismo. Para él, la Revolución fue el desorden, la violencia demagógica, el oscuro desenfreno de los instintos. Mientras la oligarquía se perpetuaba en el Gobierno, el pueblo de las ciudades se perfeccionaba y se adoctrinaba. La miseria, las crisis industriales, abrían fácil camino a las ideologías socialistas. Comenzó así esa confusa germinación de la conciencia popular que alcanzó su intensidad máxima en las postrimerías de la administración Sanfuentes. Era un movimiento de finalidades confusas. Las ideas más autonómicas, los programas más diversos, los intereses más contradictorios convergían a él, y cooperaban a su expansión. En medio de los conceptos vagos y de la retórica estridente de los comicios, se precisaban objetivos: abolición de la oligarquía, democratización de las instituciones, justicia social. Los anhelos informes de la multitud necesitaban un hombre que los concretara; las pasiones del pueblo necesitaban un tribuno que les diera orientación. Ese hombre y ese tribuno fue don Arturo Alessandri. Desde que comenzó su candidatura fue combatida acerbamente por los partidos conservadores, por lo que él, en sus arengas cotidianas llamaba: “Canalla dorada”. Acompañándolo, estaban todos los elementos nuevos de Chile. Su triunfo no fue el triunfo de la Alianza Liberal, sino el triunfo de la voluntad popular; llegó a la Moneda no por la fuerza legal de los escrutinios, sino por la fuerza impositiva de las muchedumbres. La oligarquía conservadora, en tanto, aprestaba sus defensas. No habiendo podido triunfar en los comicios se preparó a obstruir desde el Senado. Las energías renovadores que se esperaban del Presidente, no se manifestaron. Sólo en el ultimo tiempo, cuando un amenazante desprestigio empezaba a cubrir la actual Administración, el señor Alessandri recobró sus bríos jacobinos de candidato. Y ¿para qué? Para que en las elecciones triunfara la Alianza Liberal. El Presidente cree que con una mayoría homogénea en ambas Cámaras podrá realizar los diversos puntos de su programa. Ya lo tiene, –y abrumadora–. Los partidos oligárquicos y clericales han sido revolcados, deshechos, y al parecer, para siempre jamás. Los que gobernaban a Chile con criterio de capataces o de sacristanes, los aristócratas roídos de podredumbre y de catolicismo que se creían dueños del Estado. Todo eso está bien, muy bien. Hay que limpiar la República de cómicos morales, de frailes, de latifundistas, de agiotistas. Pero los que suben ahora, los novísimos redentores del pueblo, ¿no serán como el lobo de la fábula, aquel que se cubría con una piel de oveja? Nuestros temores crecen al contemplar la nueva mayoría parlamentaria: masa amorfa, mal oliente, hacinamiento de mediocridades y de inmoralidades. Frente a ella, decimos, tenemos que decir: ¡No! Estos tampoco harán nada. Son como los otros, cotizables, mezquinos. Los otros representaban su apellido; éstos representan su ambición; aquellos eran el conservatismo; éstos son el arrivismo. El pueblo no entra para nada en sus cálculos; hay que aprovechar los tres años, llenarse la bolsa, colocar a los amigos. Después, aunque venga el diluvio, no importa. Todo eso pasará, tiene, que pasar. Y es que la renovación de un país, el cambio de ideas directrices, la depuración de los hábitos cívicos, no se puede realizar de un día para otro. Es obra lenta, de generaciones. Y se realiza en la escuela, en la casa, en el trabajo. Los políticos cambian las fórmulas, el aparato exterior, lo que es adventicio y decorativo; la transformación de espíritu de una sociedad –cambio de costumbres, renovación de conceptos fundamentales, purificación de sentimientos– corresponde a la escuela, a la cultura. Poco a poco, van aumentando los hombres libres, sanos y fuertes. Un día serán mayoría, y entonces...

EUGENIO GONZALEZ.