MONTAÑA ADENTRO

NOSOTROS TAMBIEN...

Marta Brunet –hasta ayer sólo conocida de su familia, y sólo admirada por aquellos a quienes el Destino deparara la suerte de contemplar la línea impecable de sus brazos y la fina miniatura de sus manos perfectas– es hoy algo así como una celebridad nacional. Su libro: “Montaña adentro”, y, más que su libro, las hipérboles de los críticos, han logrado volver hacia ella las pupilas de cuantos consideran que la aparición de una obra maestra, es algo, por lo menos tan importante como las actuales zancadillas políticas y las mutuas e hipócritas recriminaciones entre el Senado y el Presidente de la República. Entre los ojos vueltos hacia Marta Brunet, están –naturalmente– los nuestros, como siempre curiosos e interrogadores; y, como casi siempre, más o menos defraudados. ¿Será que “Montaña adentro” no posee el intrínseco valor necesario para sostenerse a si misma; o será que el elogio excesivo nos hizo imaginar y esperar demasiado?

MIRADA AL EXTERIOR

Desde luego, hay en este libro todo lo necesario para hacer de él una novela definitiva. Los personajes se nos aparecen con un espléndido relieve vital. Ni volviéndolos del revés encontraríamos en ellos esa línea falsa y caricaturesca que rompe y deshace a casi todos los héroes de novela nacional. Tomados de la diaria realidad campesina, quedaron en el libro con toda su fuerza externa, con su íntegro colorido, con su total plasticidad inconfundible. Los miramos moverse y pasar ante nuestra vista con la misma fuerza de verdad objetiva con que más de una vez los contempláramos en los campos del Sur. Más lo que para nosotros fuera breve inspección de curiosidad o de estudio, ha sido para Marta Brunet, habitual función de todas las horas. El fundo –su paisaje, sus hombres, su vida primitiva, sus injusticias, su dolor– se le ha entrado por las retinas con la seguridad y el vigor de lo diario, de lo familiar. Esto diario, esto familiar, es lo que ha trasladado a sus páginas, con honradez, sin alteraciones de novelería, sin romanticismos fáciles. Hay que ser agradecidos con esta muchacha joven, rica y bonita (así lo dicen quienes la conocen), hay que serle agradecidos porque no nos ha pintado al falso huaso lleno de colorines y de dicharachos, héroe de topeaduras y de cuecas, caballero heroico del corvo. No; el campesino que pasa por las páginas de “Montaña adentro”, es el campesino real de las haciendas chilenas: un pingajo de carne explotada, hambrienta, semidesnuda, piojosa... Una máquina embrutecida que fabrica riquezas para un patrón que no conoce; un esclavo al que los capataces tratan como a bestia, una “cosa” mecánica y entontecida. Para trasladar al papel el modelo que la vida ponía cotidianamente ante su vista, Marta Brunet, no ha forzado ni la imaginación, ni la inteligencia, ni la sensibilidad... Y por esto también debemos estarle agradecidos. Había un gran peligro en la tarea: el de conmoverse demasiado; el de trocar la narración en alegato; el de introducir en la prosa novelesca, el énfasis y la declamación. En nada de ello tropieza la autora. Su relato toma los hechos desnudos, y desnudos los entrega en exacta reproducción.

MIRADA AL INTERIOR

Se dijera que frente a frente de la realidad, la señorita Brunet ni la siente, ni la piensa. La ve, la escucha... y la repite. Por eso sus personajes nos resultan, a menudo, demasiado epidérmicos. Los vemos, los oímos, sabemos lo que hacen. A veces sus actos nos dejan entrever algo del posible espíritu que los anima... Pero la vida de este espíritu; el juego (rudimentario y animal, si se quiere) de sus pasiones; el tenebroso y bifurcado camino de sus deseos; el dinamismo complejo y paradojal de su alma incipiente, saturada aún de bestialidad, todo aquello que constituye su “modo vital”, continúa siéndonos desconocido y como misterioso. Es posible que para muchas personas, esto no tenga importancia. “Si se nos entrega el resultado –dicen– ¿qué puede importarnos el camino recorrido para arribar a él? ¿Acaso el resultado no resume todo un proceso preparatorio del que es “suma y compendio?” Olvidan quienes así piensan que la novela es sólo un trasunto de la vida; que en la vida todos los segundos tienen importancia; y que, en la mayoría de los casos, es más importante, más apasionador, y de un interés infinitamente más fundamental, el espectáculo de un alma que, en la noche y en el silencio, va creando uno a uno todos los factores de la tragedia; que el teatral estallido con que dicha tragedia surge a la luz. A menudo se descuida o se desdeña la parte esencial que en todo humano acto corresponde a esos segundos mudos, durante los cuales se incuba y desarrolla la totalidad de su potencia y de sus posibilidades. Y es entonces cuando se producen obras que son como puñados de anécdotas ligadas entre sí por un solo y débil nexo: el de referirse siempre a los mismos personajes. ¿Qué sería el Hamlet Shackespeareano reducido a los actos del misantrópico príncipe, separado del negro hervor que crea, sostiene y realiza la tragedia? ¿Qué quedaría del Quijote si le robáramos el alma, si sólo dejáramos en pie la ordenada fila de sus hazañas absurdas? Claro que medían lejanías entre Don Quijote o Hamlet y cualquiera de los personajes de “Montaña adentro”. Pero eso no obsta para que éstos tengan su psicología, tanto más interesante cuanto que es primaria y virginal, apegada a la tierra, instintiva y brutal. Es el desprecio o la negligencia de los factores psicológicos lo que, a nuestro parecer, malogra los mejores momentos de la novela. Cuando las dos mujeres (Cata y doña Clara) vuelven al rancho trayendo en una carreta el cuerpo inanimado y sangrante de Juan Oses, se nos entra en el espíritu el aspecto gráfico del asunto, vemos a la vieja “hecha un montón junto al pértigo”, vemos a Cata a su lado, sosteniendo sobre el regazo la cabeza del muchacho desmayado; de vez en cuando sentimos los chirridos que hace la carreta al avanzar penosamente por la montaña... Pero lo otro, lo fundamental: el drama que camina dentro de las almas: la angustia sin forma y sin sentido, la desesperación (no por sorda y por opaca, menos desesperación) que se ha metido en las venas de la joven campesina, no logra hacérsenos sensible en ninguna parte. Por eso cuando al terminar el capítulo, leemos: “Y bajo el sol de fuego la carreta lentamente seguía”, no experimentamos el choque de sugerencia y de emoción que seguramente nos sacudiría si la frase se apoyara en un trozo de vida interior.

DETALLES Y... DETALLES

Toda la fuerza de Marta Brunet reside en el detalle, que aprisiona con seguridad y entrega en pinceladas breves y firmes: “Doña Clara rezaba. Caían a veces sus párpados y así cerrados parecían los ojos pesar en la cabeza que lentamente se iba inclinando hacia adelante.” El libro está salpicado de estos aciertos pictóricos: “Un quiltro de raza indefinible seguía al convoy: era un perrillo joven con cierta gracia ingenua en los movimientos y una luz de alegría en los ojos redondos. Dando saltos que torcían de lado su cuarto trasero llegóse al administrador olfateándole los zapatos. Con un formidable puntapié lo envió el hombre lejos, dolorido y aullando. Largo rato aún, entre los tumbos de las carretas y las voces de los emparvadores, se oyó el llorar del perro que se alejaba cojeando.” Ahora bien, arranquemos del dominio objetivo esta facultad detalladora, y empujémosla al fondo de los seres. El resultado se resentirá inmediatamente de no sé qué dejo de puerilidad. Así, cuando doña Clara propone a Cata que se case con el padre de su hijo (un bruto que la abandonó al saberla embarazada). Cata responde: “¡Bah! era lo que faltaba. Tener por marido a ese canalla.” Esto puede ser heroico, romántico, lo que se quiera... Más es falso. Falso porque se despega del carácter de la muchacha; y falso porque no corresponde en absoluto al modo de sentir y de reaccionar de la gente campesina. Nuestro huaso tiene un alma sinuosa y difícil. Tratad con él de cualquier asunto, y veréis en el acto que se os resbala y se os escabulle como un pescado. Es la característica angular de su yo. Hasta cuando, poseído del demonio pasional, va en derechura, como desbocado, hacia la realización de un sueño, de un deseo, de una venganza, difícilmente llegaría a averiguarse qué fuerza precisa lo mueve y lo determina. Lo que sí puede establecerse, desde luego, es que no se trata de una quisquillosidad más o menos medieval. La influencia del medio embrutecedor, la carencia de instrucción, el despotismo ignominioso de los patrones y de sus representantes (magníficamente expuesto en las primeras páginas del libro), la miseria, la suciedad, el automatismo, la ausencia de todo horizonte y la supresión de toda actividad espiritual, han ido reduciendo al campesino de Chile, a un inconcebible estado de animalidad, de bajeza, de conformidad pesante y amorfa, de tácito servilismo. En tales condiciones podrá funcionar el resorte de cualquier impulso: del despecho, de la soberbia, de la rabia, de la venganza: no ese, tan fino y tan raro, de la delicadeza. Esta virtud se hallará ausente del alma campesina, lo mismo que del alma del bajo pueblo ciudadano, (campo trasladado a la ciudad) en tanto perduren las condiciones puramente animales, en que nuestra maravillosa organización social los obliga a vivir.

EL PAISAJE.

Naturalmente, alguien había precisado ya: “Si Marta Brunet es, por sobre todo, pintora; si de sus personajes sólo ve y sólo capta, el movimiento, el color, la línea, la acción; si su talento literario es fundamentalmente objetivo, deberá trasladar el paisaje en forma insuperable.” Y así debiera ser. Pero... Marta Brunet considera a sus héroes desde un punto de vista que casi nos arriesgaríamos a llamar visual. Si no fuese por los diálogos y los monólogos (el sentir intimo de todos ellos se manifiesta siempre por medio de soliloquios), afirmaríamos que los trata como a paisajes. ¿Qué de extraño tiene entonces que –acaso cediendo a la presión de la ley de compensaciones– trate el paisaje como a persona? De este modo las peculiares funciones humanas: pensar, conversar, etc., pasan a integrar el patrimonio de los árboles, las estrellas, los ríos. Comprendemos que ello no constituye novedad, que los poetas han familiarizado el procedimiento, y que se trata de un recurso como cualquier otro. Para nosotros la cuestión no estriba en el recurso mismo, sino en su uso. Siempre nos ha parecido que el modo de emplearlos otorga a las cosas y a los procedimientos una especie de calidad extrínseca, ya inferior, ya superior. Los poetas acostumbran atribuir cualidades humanas a la naturaleza. Pero hay en ellos no sé sabe qué tacto sutil que los lleva a mantenerse en un tono justo de adivinación y de equilibrio. Sus imágenes se alzan, exentas de banalidad; y, o se amoldan tan exactamente a la necesidad fisonómica del paisaje, que casi no se percibe su carácter metafórico; o bien, por un contraste violento, por una relación audazmente lejana, ponen en evidencia un rasgo débil, y vigorizan y completan la impresión de conjunto. Marta Brunet carece del anotado don. Su antropomorfismo es vulgar y trivial. Así escribe: “Otros (árboles) escapados a la voracidad de la llama deliberaban en grupos, musitándose al oído frases que luego los agitaban en reír gozoso.” O bien: “El Cautín y el Rari-Ruca charlaban bulliciosos al encontrarse.” O aún “segañaba el río con las piedras haciendo burla de su afán el viento con los árboles.” ¿Hay algo aquí que ponga un matiz o una línea individualizadora, que intensifique la verdad ambiente, que contribuya a destacar el perfil particular del rincón de campo desierto? No: los recursos del símil sólo sirven en “Montaña adentro” para lograr lo contrario: para hacer anodina e incolora la perspectiva, para robar su idiosincrasia al ambiente, e in-vulnerar en un desvaído concepto general todo lo que de único y de individual tienen nuestros ríos, nuestras selvas, nuestro cielo... Cuando Gabriela Mistral (y nos referimos a ella porque con ella ha sido comparada la autora de “Montaña adentro”); cuando Gabriela Mistral aplica al paisaje figuras de alcance humano, el paisaje se anima, acentúa su carácter original, vive con una inconfundible vida propia. El momento que la artista fija en el verso ya no podrá ser confundido con ningún otro momento. En cambio los cuadros de Marta Brunet... Por fortuna, la novelista gusta también de olvidar estos juegos de figuritas. Y entonces... es otra cosa... En estos casos más que la descripción misma valen ciertos trazos, que por su poder de sugerencia, por su intrínseca fuerza evocatriz, nos sitúan en pleno ambiente campesino. Así, cuando la señorita Brunet describe: “Los grupos de árboles formaban macizos oscuros sobre la alfombra muelle y bien oliente y en el perfil de las lomas, los robles, maitenes y raulíes tomaban aspectos fantásticos de animales prehistóricos, enormes y aterrorizantes”, no alcanza a condensar la sensación visual de la montaña vestida de sombra. Pero, cuando agrega: “En la paz de la noche el reclamo de un toro se enroscaba frenético y obstinado al silencio”, nosotros vemos, sentimos, olemos. La montaña nocturna nos penetra por los sentidos, palpitante, oscura, viva..., y se nos queda adentro. ¡Lástima grande que no sea siempre así! Se lee, se relee este libro. Y siempre queda una sensación equívoca de incertidumbre. Acaso nunca se haya publicado una novela nacional, llena, como “Montaña adentro” de cuanto constituye la obra de primer orden, y distante, sin embargo, de serlo. ¿Exceso de concisión? ¿Superficialidad en la visión? ¿Falta de espíritu analítico? ¿Desconocimiento del valor exacto de cada uno de los factores que integran la novela? Para responder, quizá, fuera preciso desarrollar y desmenuzar los conceptos contenidos en cada una de las preguntas anteriores. Y... ¿vale la pena de gastar el tiempo propio, y el tiempo del lector (si el lector existe), de rastrear por los laberintos psicológicos y estrujar en reflexiones el cerebro, con el sólo objeto de fundamentar una impresión individual?

FERNANDO G. OLDINI