DE PABLO DE ROKHA

ALIRO OYARZUN

Era un hombre profundo; era libre y era triste Aliro Oyarzún. Nada amargo ni horrible, ni extraño le sucedió en la tierra; sólo el amargo, el horrible, el extraño acontecimiento de ser. Como todos los altos y anchos dolores, su dolor no tuvo sentido; fue la mueca tronchada de las cosas, cogida de las cosas por su enorme alma espectacular... Ahora está tendido, boca arriba, boca arriba entre el cielo y la tierra y está bien. Penetrado de verdades y raíces, es tierra de la tierra. Ninguna mujer lo quiso, él no quiso a ninguna mujer, precisamente acaso, porque fue digno de querer y ser querido. Y así, tras su recuerdo, no flotarán las banderas negras de las adoradas cabelleras, clamando hacia lo infinito, en las tardes y en las noches del mundo; lagrimas de mujer, lluvias de lágrimas, no llagarán sus huesos. Solitaria y dolorosa, su actitud nació, creció y murió quebrándose en sí misma. Esta inocente tierra de labriegos con sus pobres grandezas elementales, su concepción vacuna del universo y sus artes rudimentarias e inofensivas no presintió a Oyarzún, maduro para la cultura y la belleza, viajador de todas las vías, los problemas y los terrores del espíritu, dueño de la palabra justa. Gozó, pues, de la enemistad de sus amigos y entendió la dignidad de sentirse envidiado y calumniado. Jamás le vi turbarse indignado frente al pavo, al pato, al ganso de la petulancia; despreció cordialmente al pavo, al pato y al ganso de la literatura nacional, y al artista melodioso y lamentable de los corrillos. Tenía el sentido de las formas exactas en el arte, era de gusto fino, claro y enérgico; escribía con tintas de Otoño, con tintas de Invierno, delgadas y maduras; coincidió en aspiraciones con los Apolos de la Grecia que iba muriendo envenenada de sabiduría, y sin embargo nadie admiró como él los cantos rotundos, tormentosos y desbocados, la palabra libre y grande, la epopeya que viene rugiendo, gritos e himnos desde la gran tribuna de los coros trágicos y los viñedos dionisíacos. Y es que Aliro Oyarzún no le tenía miedo a la grandeza, como los peluqueros y los socialistas, porque era grande. De haber vivido en París o en Atenas, hubiera deshojado la flor dilecta de la plática, como Petronio y los grandes sofistas, para deleite de mujeres bellas y hombres profundos; la abeja de la ironía y los sutiles juegos de la paradoja, odiosos a las gentes sesudas e infantiles, huían naturalmente de su tristeza y su fatiga habituales, con un encanto grande, florido de filosofía y un escepticismo lúgubre, ágil, hábil y muy serio. Era un hombre para pueblos viejos, era un hombre depurado por la conciencia clara de las cosas, producto sin antecedentes étnicos explicables, esporádico, en estos países de espíritu reciente y discontinuo. Una gran delicadeza de individuo dignamente orgulloso y altanero presidía sus afectos; buen amigo era, sin la pegajosa amistad de las gentes plebeyas, bastardas de entendimiento, y de corazón vanidoso. Su orgullo no ofendía, complacía y no excluía los otros orgullos. No halagó la tontería ajena para medrar, ni para lucrar; no halagó la bestialidad multitudinaria, y fue estéril en obras; antes que darse a las oscuras masas barnizado de halagüeñas oratorias prefirió la dolorosa locura de sentirse inútil. Y, debido quizá a qué abulias irremediables, no conoció el ácido placer de ir conduciendo y derribando minorías más o menos excepcionales. Dolorosa fue su vida y el sentido de su vida; no dejó ni un libro ni un hijo. Descansa ya definitivamente borrado en la materia, como el agua en el agua. ¡Y no tornara a errar por los caminos, nunca!... La inmensa noche de la nada arrullará su corazón, diluyéndolo en aguas, flores, pastos y rumores indefinibles y, como estará en todas las cosas, estará fuera del tiempo y del espacio y no estará en ninguna parte Aliro Oyarzún!...

UN POEMA DE ALIRO OYARZUN

Por los mares tercos derivando va el barco amarillo. En sus negros lienzos, en el mástil se enrosca el delirio. Va un marino acerbo, sobre el puente ululando al abismo

En el cielo muerto se aletargan los astros vencidos. En el mar, de miedo se fatigan danzando los signos y del viento enfermo se oyen agrios los himnos antiguos.

¡Oh, bajel ateo conducido por torvos designios, serpentino, lento por el Ártico mar del hastío! ¡Ay cansancio eterno del tenaz carabel amarillo!