La visita del alma

Ayer tarde después de algún tiempo de no verla, tocó a mi puerta con la vibración nerviosa e insistente de las mujeres histéricas, esa persona alborotada y fantasmagórica, esa ilusa derrochadora, enferma de sueños imposibles, que es el alma mía. El viejo portero que vigila mi puerta como un dogo desconfiado y hostil, se había quedado dormido leyendo su periódico conservador, porque mi portero es adicto al orden y la iglesia, lo que constituye una garantía más; y ella pudo subir sin obstáculos por las pendientes escaleras. Yo estaba en uno de esos momentos de buena intención y mejores propósitos en que uno piensa como ha malgastado la vida; los errores y las faltas que cometió; mira al pasado doliente y acusador; halla el porvenir oscuro; se concentra y se pone a trabajar con juicio y con firmeza. Piensa en las cosas imposibles y nobles en que pensamos los pobres: trabajar mucho, moderar los gastos, comprarnos una libreta de la Caja de Ahorros, renovarnos ese traje doblegado por los años y el servicio... En un barrio lejano, en un fresco y silencioso arrabal de la ciudad vive una muchacha inteligente, bondadosa, ordenada, de espíritu tranquilo que comprende y gusta la belleza con serenidad y sin frenesí, y que está interesada también en la paz y ordenamiento de nuestra vida. ¡No más bohemias, no más quimeras, y sesudamente, en pleno dominio de nuestras facultades y de nuestra caprichosa sensibilidad, consultando libros y papeles con la calma de un botánico que clasifica su herbario, comenzamos a escribir el largo artículo de cuatro páginas que a veces las revistas pagan y a veces –las más– se queda para otra edición! De pronto, ruidos y pasos en la escalera. Una risa bullente, dislocada que hemos oído no sabemos dónde y nos infunde cierta prevención medrosa. Coordinamos los pensamientos, evocamos y nos damos cuenta de la presencia amenazante. Nuestra alma, nuestra alma que llega a turbarnos y a importunarnos. No concluiremos hoy el artículo: la muchacha de barrio no asistirá a la ansiada reforma de nuestra vida, a ese límpido y tranquilo porvenir burgués a que tenía derecho, y volveremos a enredarnos en aquel circulo de quimeras, de sueños sin coordinación, de propósitos aventurados con que nuestra alma se entretiene...

Mis relaciones con aquella alma constituyen uno de los más dolorosos e impresionantes capítulos de mi vida... Haría, evocándolas, un cuento simbólico –como esos que aman los hombres de los países fríos- en que se narrara la peregrina historia de un joven inexperto y audaz que salió de aventura por la umbría floresta de álamos y tilos. Una de estas florestas del Norte que habitan extrañas deidades: va a morir allí nuestro vivo y ofuscante sol meridional, con una melancolía y una luz pálida que convierte los días de Primavera en largos y calmosos días de Otoño: las horas transcurren con una serenidad y un silencio de que no tenemos idea los ruidosos habitadores de las tierras templadas; la vibración lastimera y ululante de un cuerno de caza aumenta la melancolía del crepúsculo, entre los tupidos follajes. Bajo los troncos abiertos de centenarios fresnos o abetos, viven los seres alados y burlones de la mitología germánica. Se os muestra el sitio donde, un leñador fue arrebatado por la tierra porque trabajaba en día festivo, y la negra gruta donde Federico II espera haciendo penitencia la consumación de los siglos... Es un paraje sombrío, lleno de sorpresas, donde sólo lo irreal parece lógico. Allí, habitadora de un arcaico castillo, soñadora de sueños nebulosos, sumida en un hechizo secular, halló el peregrino a su alma. Era en la romántica juventud y olvidando el mundo de donde provenía, se entretuvo con las irreales leyendas y los cuentos de sortilegio que ella le narraba. Sobre la copa que ofreció al huésped, ella, eterna como el tiempo y maligna como el destino; ella, cuya cámara nupcial se adornaba con las cabezas tronchadas de quince rubios amantes, vertió el brebaje turbador de los ideales imposibles y de los anhelos inciertos. Durmió en sus brazos un sueño de alucinación y fantasmagoría. Oyó la risa helada de los fantasmas. Cuando se hizo de día y las cosas perdieron el brillo y color extraños que les comunicaba la noche, y apareció la mañana desconsolada y brumosa, quiso retroceder a su punto de partida, al mundo que le esperaba con su agitación y sus trabajos. Ya llevaba en sí como el efecto de un fatal bebedizo la influencia de aquella alma alucinante... Desde entonces le persigue y le acosa como una de esas hadas maléficas que señalan el destino de los mortales: nos impulsan a acciones y proyectos quiméricos, juegan a la distancia con nuestras esperanzas e ilusiones, que ora inflan o destruyen, como frágiles barquichuelos de papel... Por un rasgo de coquetería, muy frecuente en las mujeres, a veces se alejan de nosotros: fingen qué nos desdeñan y abandonan. Saboreamos un momento nuestra libertad, pensamos que hemos conjurado el maleficio, y un buen día cuando más despreocupados y serenos estábamos –aparecen a recordarnos el embrujado dominio que adquirieron sobre nosotros...

Así se presentó ayer por mi casa. Cuando dominando la repugnancia y el desagrado que me produjo aquella intempestiva interrupción en mi labor, le pregunté con toda cortesanía qué deseaba, no tuvo empacho en responderme: –En estos últimos tiempos que he estado alejada de ti, cometiste errores y cambios de propósitos en tu vida que no me satisfacen. Ya no eres el mismo muchacho arrebatado y fantaseador que yo amé en el bosque; te encuentro más gordo, más metódico, en camino de convertirte en uno de esos burgueses de que antes denigrabas en versos ripiosos, que, según tus pretensiones, debían trastornar la sociedad. Falto del estímulo de mi fantasía, lo último que has escrito es completamente vulgar. Noto que influye sobre ti y en contra mía, la más odiada de mis enemigas: esa hipócrita y obesa señora Cordura que te enamora con su cuerpo carnoso, sus labios gruesos, su delantal higiénico, sus manos de una domesticidad completamente rústica. La Cordura se parece a una campesina holandesa que ordeña sus vacas y amasa con las manos apelmazadas los cremosos y redondos requesones. Y el requesón siempre fue alimento embrutecedor para los intelectuales! Serenamente, regularmente, marchas hacia la estupidez, y el orden de esta habitación. Esos cuadritos y decoraciones ingenuas que cuelgan perpendicularmente de la pared e inspiran pasiones y sentimientos tranquilos, me indican que ya llevas bastante avanzado... No he de permitirlo. Hace tiempo que no gustas de los sabores fuertes, y aquí traigo para ti placeres que te embriagarán, como vinos añejos y aromáticos, y dolores que te producirán la impresión aguda, y cosquilleante del áspid. Nos sumergiremos en las mas audaces y extravagantes aventuras, y repetiremos por los caminos del mundo la jornada insaciable del judío errante”. Con la ternura que emplean para convencer los niños, los débiles y los desesperados, implore de mi alma que me dejara tranquilo. ¡Me sentía tan bien con mi destino burgués, en la calma de mi habitación y de mis libros, amado por la Cordura como por una dulzona y flemática campesina holandesa! Le expuse mis proyectos tan sanos y bien intencionados, pensando que mi ingenuidad y candor la apiadarían...

Pero ella ya empezaba a usar de su sonrisa –de aquella sonrisa que viene del fondo de los siglos, experta y fría como una espada, mas corrosiva y disoluta que el ácido de los alquimistas. Guiñaba también los ojos verdes, se había quitado su sombrero y abrigo de calle y tendido sobre un diván con el desenfado y confianza de una dueña de casa. Y de este sitio de que se adueño por el viejo y primitivo derecho de ocupación, no ha de arrojarla ni mi portero, mi antiguo y bravío portero, que en ideas y hechos, siempre fue partidario de los más fuertes...

MARIANO PICON-SALAS.