Transposición e Imitación

El arte es una transposición que nos pone en contacto con el conocedor y con el objeto del conocimiento

Julio Ortiz de Zárate, por Geo

Aparte de que la palabra en sí, es la imagen cifrada de otra imagen, cuando el poeta usa las palabras hace con ellas una transposición. Busca elementos expresivos fuera de la cosa tratada para crear un organismo paralelo al original. Cuando el músico quiere transmitirnos algo, sólo puede hacernos transposiciones: entre ese algo y su obra sólo hay de común ciertas leyes de construcción y estructura. El hombre que esculpe una figura humana, (salvo intentos inferiores totalmente fracasados), no imita ni la forma, ni el color, ni la estructura, hace sólo transposiciones que jamás podrán confundirse con un ser viviente. Igual cosa ocurre con la pintura. Pero cuando se critica, o, simplemente, se contempla una obra de arte pictórico, con frecuencia se supone como finalidad la imitación, la producción de una cosa de apariencia idéntica a otra. Este gran error ha mantenido una incomprensión asombrosa en cuanto se refiere a arte pictórico. Ha sido la causa de estériles batallas y de resistencias encarnizadas al advenimiento de los más interesantes valores... No ven, no quieren ver, que todo en el gran arte ya consagrado, ha sido transposición y no imitación. Cuando miran un cuadro, buscan instintivamente la cosa de donde ha salido el cuadro para hacer la identificación. Y sigue un proceso de crítica pueril, evidentemente. ¿Acaso por un instante se han detenido a pensar que hay una realidad plástica? ¿Acaso es posible retener en la memoria todas las realidades? Desconociendo el natural, en cuanto expresión pictórica, están privados de toda línea de conexión con el espíritu o con la sensibilidad del pintor; están impedidos para ver, son ciegos que miran.

La pintura especialmente –entre todas las artes– ha sido perjudicada por esta Incomprensión. ¿Qué ha contribuido a ello? Desde tiempos lejanos, se la viene sacrificando: Hoy todavía los sentimentales (se les llama poéticos), pretenden utilizarla. Este sentimentalismo morboso es la obra del espíritu literario. El literato (que yo no identifico con el poeta del verso o de la prosa), ejerce una de las más perturbadoras influencias, no sólo en el arte, sino en toda la vida moderna. En vez de emplear sus fuerzas en el cultivo del arte de la palabra, se complace en hacer excursiones –a manera de arrogantes paseos– por los campos vecinos. A su paso, todo queda teñido de una coloración monótona y artificiosa. Música, pintura, escultura, ciencia, política, filosofía, todo le es familiar. La palabra que la gente ya usa con intemperancia, adquiere en ellos una grande y lamentable fluidez. ¡Ah, la abundante secreción verbal como usurpa el sitio de la verdad y del saber! El literato, maravillado por su facilidad de expresión (¿de expresión?) se decide, no sólo yendo de buena fe –quiero suponerlo– que la a calificarlo todo, sino a mostrar rumbos por experiencia laboriosamente adquirida, en el arte o en la ciencia, les ha llegado de pronto, como un regalo del cielo. Dolorosa es la impresión que esta suficiencia produce en los hombres de trabajo, en los héroes silenciosos que batallan vidas enteras para adquirir el conocimiento. Podemos imaginarnos la sonrisa con que Rembrant, Beethoven o Tintoretto hubieran fulminado a estos buenos señores que hablan de “sugerencias cósmicas, ideológicas o filosóficas”. “Yo quisiera ver a esos literatos que me rodean –decía Cézanne– delante de mi tela con mi paleta y mis pinceles entre sus patas”. Pero, yo digo: después de todo, la indignación que despiertan estos incomprensivos apenas está justificada, por el daño que hacen extraviando a otros, o propagando la incomprensión. En cuanto a ellos mismos, están de sobra castigados; el rostro de la Diosa permanecerá oculto bajo siete velos. Nunca podrán contemplarlo ni conocer el divino placer de su mirada. Si una superficie plana no puede ser al mismo tiempo un espacio a tres dimensiones; si la tela sobre la cual trabaja un pintor no es ni tiene las condiciones espaciales del natural, de donde extrae su obra, fácil es comprender que sólo es posible la mentira o la transposición. Comenzando por la línea, todo es invención humana en los medios de expresión. Nada en ellos puede ser igual a la realidad original, ni siquiera igual a la apariencia de esta realidad. He aquí un cilindro. Queremos dibujarlo: trazamos un rectángulo acoplado a una elipse. En la realidad no hay tal elipse ni tal rectángulo; ellos han servido sólo para traducir la apariencia de un cilindro. El volumen se nos ha hecho sensible con la ayuda de planos; los planos con la ayuda de líneas, elementos que no existen, he dicho, fuera de nosotros. Si pensamos que el trozo más simple del natural esta compuesto de infinidad de cilindros, esferas, conos, cubos, pirámides, etc., que se enlazan e incrustan unos en otros, se comprenderá, que, llevados por el deseo de fijar nuestra impresión, no podremos hacer otra cosa, lógicamente, que escoger algunos elementos esenciales. Retenerlo todo (imitación) es imposible; rehacer los elementos escogidos es también imposible. Sólo podemos reconstruir un nuevo mundo con nuestros medios propios y paralelo al existente. El color –nuestro color de la paleta– con el cual se pretende hacer la luz viviente –es algo tan distante de ella– no sólo como potencia luminosa, sino como extensión de variedad –que el sólo intento de imitarla es una asombrosa puerilidad. Sólo puede entonces haber de común entre el color viviente y el color pintado un paralelo entre las proporciones. En suma: la imitación resbala por la superficie, queriendo recogerlo todo; la transposición explora en profundidad, queriendo construir con leyes semejantes. La imitación ve objetos en la obra, objetos en el natural; la transposición ve relaciones de planos, volúmenes y colores con los cuales organiza una vida nueva. La una pierde sus esfuerzos desordenadamente en la realización de un fin pueril; la otra produce (lo prueba toda la tradición) la más intensa expresión humana.

JULIO ORTIZ DE ZARATE.