DE LA VIDA COTIDIANA

Caín, el Carabinero.– La trágica muerte de Augusto Saavedra

PSICOLOGÍA DEL CARABINERO

En las cimas de las montañas, dominando la ruta de los pasos cordilleranos; en las entradas y salidas de los pueblos campesinos; en los caminos solitarios y en las puertas de las ciudades; montado sobre su caballo, con la manta cuando es Invierno; terciada la carabina; el bigote cerdoso de borracho caído sobre él labio grueso, el ojo sanguinolento y turbio como de ave de rapiña – comedora de cadáveres –, el carabinero vigila. Es el último escalón del hombre. La resaca de la ciudad y la escoria de los campos. La materia fecal de un enorme pujo colectivo. Entró al Ejército a servir de soldado. Cumplido su servicio militar y acostumbrado ya a la molicie y a la estupidez de la vida de cuartel, no se resignó a ser hombre digno, a trabajar, en fin, a ser útil a la sociedad humana, y se hizo vigilante. Pero era borracho, le robaba a sus compañeros; en cambio de un trago o de cincuenta cobres, dejaba ir libremente a los delincuentes. Hasta que lo echaron. Delante de él no tenía más que dos caminos: o se hacía bandido o se metía a carabinero. Prefirió lo último. Para ser bandido se necesita ser valiente, pelear, vivir mal, etc. En cambio, un carabinero es distinto: le dan ropa y comida, sueldo, tiene autoridad, los huasos le tienen miedo a su sable y a su carabina y ven en él al representante de la justicia de pueblo, hermana menor de la justicia de ciudad. Y vistió su uniforme. Y se convirtió en el terror de los campos, en la fiera que hace bajar los ojos a los campesinos y que echa abajo las puertas cuando tiene sed y la cantina esta cerrada. Caín, en fin. Que tiene miedo al bandido y desprecia a los honrados, porque tiene mas del primero que de los segundos.

EL FLACO MANUEL

Un día, cuatro desgraciados salteadores se dejaron caer a una cantina, en un pueblo cualquiera. Golpearon al patrón y se llevaron siete pesos, unos pantalones viejos y unos zapatos estaquillados. Veinticinco horas después, cuando los bandidos ni se acordaban ya de su hazaña, llegaron los carabineros. Terribles con sus carabinas; sus sables, sus caballos, sus almas de perros, sus llagas, sus gonococos. Se encontraron con que los bandidos ya se habían ido. ¡Qué raro! Para otra vez sería... Cuatro días después, los mismos cuatro salteadores, asaltaron otro chinchel. Le pegaron al patrón y a un cliente, tiraron cuatro balazos, y se llevaron ocho pesos, unos pantalones nuevos de mezclilla y unos zapatos cosidos a máquina. El robo era mucho mayor que el anterior y entonces la policía juzgó prudente iniciar una seria persecución. Los inteligentes detectives santiaguinos recorrieron sus colecciones de fichas antropométricas y después de mucho deliberar decidieron echarle la culpa al Flaco Manuel. –¿El Flaco Manuel? Creo que murió. –¡Qué se va a morir? Yo lo vi cuando la celebración del Centenario de la Independencia. El debe ser. Vamos a buscarlo. Y se organizaron tremendas partidas. Se batieron todos los bosques, los cerros, las quebradas, las canteras; se interrogó a los campesinos, a los despacheros, a los burros, a las piedras. ¡Nada! El Flaco Manuel no estaba por ninguna parte. Todos lo habían visto, pero nadie sabía dónde estaba; al revés de Nuestro Señor; que está en todas partes pero que nadie lo ha visto. De repente, aparecieron los bandidos asaltando otro negocio. Ahí murió uno de ellos. Después un cabo de carabineros fue asesinado. El Flaco Manuel lo asesinó. Se dijo que le disparó cinco tiros de carabina de detrás de una puerta. Después rectificaron. Fue un sólo tiro y se lo disparó desde un cerro. Se discutió esta rectificación y quedó demostrado, al fin, que el arma homicida era una pistola y que el criminal había disparado desde la cocina. Mientras se discutía, la investigación avanzaba. Se publicaron croquis de la ruta seguida por los bandidos. El punto donde estaban los carabineros y las vueltas que tenían que dar para llegar adónde estaban aquellos. A pesar de todo, el Flaco Manuel no apareció.

LA LABOR DE LA PRENSA

Y la prensa, la prensa chilena, orientadora de la opinión pública, de espíritu levantado y ecuánime, contribuyó a esto con sus noticias minuciosas y agrandadas. Era necesario terminar con los bandidos, esas fieras de los campos, y nadie podía hacerlo mejor que los carabineros, esas otras fieras de los campos. Se azuzaba a estas últimas fieras. Se hablaba de su abnegación, de sus sacrificios, de sus deseos de implantar la paz y el orden en la campiña chilena. Y se decía: “Los carabineros van dispuestos a vengar la muerte del cabo Venegas”. Se incitaba así a los carabineros a exterminar por medio de las armas a los bandidos. ¡Oh, prensa chilena, inmunda prostituta, que comercias con el dolor de los desgraciados, que callas los robos cuando son hechos al amparo de la ley, y que hinchas tus paginas cuando se trata de un pobre diablo; que amparas a los ladrones de las arcas fiscales, que ayudas a subir a los sinvergüenzas y que te vendes cuando el pago es superior a tu indignidad! ¡Oh, prostituta!

SE ENCUENTRA UNA VICTIMA

De tal modo se hablo, tanta importancia, se da a la muerte de Caín Venegas, tanta seguridad se tenía en aprehender a los bandidos y tantas veces falló esa seguridad, que llegó un momento en que el idiota espíritu del público sintió la necesidad imperiosa de que se detuviera al Flaco Manuel. Los detectives retornaron a Santiago, casi convencidos que el Flaco Manuel no existía. Pero los carabineros siguieron buscando. Y como no encontraron al Flaco Manuel, fue necesario crear uno. Caín Ossa dijo a Caín Navia: –Búscame uno, cualquiera. Que sea Manuel o que sea Flaco, no importa. Estamos haciendo el ridículo y el honor inmaculado del Cuerpo de Carabineros no puede exponerse a una cosa tal. Y la infamia de esta elección recayó en Augusto Saavedra Álamos, el más inocente de todos: un campesino que mantenía a su familia con el trabajo de sus brazos, que no bebía, que no jugaba, que no era pendenciero, que nunca había sido carabinero. Ya Caín carabinero, tenía una víctima. La prensa hinchó sus columnas: SE ENCONTRO AL ASESINO DE CAIN VENEGAS.– NO ES EL FLACO MANUEL, PERO SE LE PARECE MUCHO.– HA FORMADO PARTE DE SU BANDA.

Fueron llamados los testigos a reconocer al “audaz bandido”. Pero no lo reconocieron. –Este no es el que mató a Venegas. –¡Cómo que no es! ¿Te creís que después de tanto trabajo, después de tanto estar buscándolo, vai a venirnos a decir que no es él? O decí que es él o te pegamos una paliza! Y los pobres campesinos, con los calzoncillos enmierdados de miedo, declararon que Augusto Saavedra Álamos, “El Ejicito”, era el asesino de Caín Venegas. Y ya no hubo salvación para el desgraciado. Lo reconocieron los testigos, en la casa del padre se encontró una pistola, a fuerza de flagelaciones lo hicieron declarar que él era el asesino del cabo, y se acabó.

EL ASESINATO

Caín Navia lo mató, por la espalda, fríamente, a las cinco de la mañana, en un camino solitario, sin más testigos que otros dos Caínes menores que lo acompañaban. Sació su sed de sangre en el pobre diablo. Caín Ossa se dio por satisfecho: el honor del Cuerpo de Carabineros estaba salvado.

DESPUES...

Después, ahora, se quiere demostrar que Saavedra era inocente. Pero, tonterías... El padre, viejecito, llora a su hijo predilecto; la madre, también. Todos lloran. La prensa se lamenta de este error judicial y algunos diputados hablan en la Cámara. Pero todo es inútil. El hecho ha terminado. Murió el indefenso, el abandonado. Y Caín recorre los caminos, montado en su pingo, satisfecho su instinto criminal, sin importarle nada de nada.

ABEL.