JUAN PUY Y SU OBRA

El impresionismo ha traído tal cambio en los hábitos de vida como en la técnica de los pintores que desviando de su vida a los jóvenes artistas, parece haberles dado una personalidad nueva, totalmente diferente de la que habrían tenido si no hubieran sido arrastrados por el movimiento de emancipación que ha provocado. En verdad la transformación ha sido más que todo exterior. Cada uno de ellos ha permanecido mucho más semejante a sí mismo que lo que parece: es el mismo hombre vestido según otra moda. Hacia 1905, en el Salón de Otoño, Matisse ha expuesto algunas de sus obras de los años de colegio, sombreadas, brumosas, secas, y que sin embargo testimonian las mismas cualidades de delicadeza y armonía que se observan en sus obras recientes. Igualmente, los estudios que Juan Puy ha dibujado o pintado, en sus principios, en los talleres que frecuentaba, revelan un sentido del dibujo y del colorido muy cercano al que hoy es el suyo. En el dibujo, siempre ha tratado de poner en su sitio las figuras logrando la inflexión general que caracteriza la disposición y la actitud. En primer lugar ha estado en guardia contra las convenciones amadas por los profesores, y después contra las deformaciones sistemáticas. En cuanto al color ha desconfiado de esa transposición al gris, al terroso y al apagado que preconizaba la enseñanza oficial, tanto como ha resistido al arranque moderno por las tintas planas que tiende a despojar el cuadro de su significación atrevidamente humana y a conducirlo a una dosificación de los medios de expresión excluyendo la inquietud de penetrar profundamente en esas regiones de lo inconsciente y de las aspiraciones indefinidas de donde el individuo saca su fuerza secreta. Su espíritu con tendencia a lo concreto, siempre ha rehusado ver en el modelo un simple tema o fijarse en una teoría. Absorto en su trabajo, ha experimentado una falta de recursos desde que una violencia se ejerce, sobre él, y siempre que ha sufrido influencias o las ha aceptado voluntariamente, ha sido derrotado y no ha triunfado de la confusión que se había lanzado sino cuando vuelve a sus propios medios. Apegado a la realidad, no la ama por sí misma; es para él como el puerto que el navío abandona y a donde vuelve, pero que sería un refugio inútil sino debiera escapar para correr a toda la vela bajo el azote del viento y el sol. Se dice que estilizaba. Busca sobre todo poner de acuerdo sus deseos de imaginativo con el instinto que lo lleva a una observación atenta de las cosas visibles.

Las alegrías del pleno aire: Juan Puy

Juan Puy nació en Roanne, ciudad. de amplios barrios, llenos de polvo, que aunque muy antigua, encierra pocas curiosidades. La actividad de sus habitantes se concentra en los asuntos industriales y comerciales. Su pequeño museo contiene poquísimas obras de arte para que entre la juventud pudiera nacer un gusto decidido por la pintura. Cuando a los diez y nueve años, al salir de la clase de filosofía, recién titulado de bachiller, Juan Puy determinó entrar a la escuela de Bellas Artes de Lyon, lo hizo con la idea de ser arquitecto. Puede decirse que nunca había visto un cuadro. Casi no conocía el arte y la literatura moderna más que por celebridades como la Rire y el Gil Blas, que seguía con gran interés. Después de pasar un año en el curso preparatorio de la Escuela de Lyon, donde tuvo por compañero a su compatriota Emilio Roustan y a Gabriel Voisin, más apasionado entonces por la música y el arte que por la ciencia y sus aplicaciones, entra al taller del pintor leonés Tony Tollet, donde permanece dos años. Después, renunciando definitivamente a la arquitectura, se establece en París, a fines de 1898. Varias veces declara no haber tenido otro maestro que Tony Tollet. Allí recibió fecundas indicaciones que despertaron en él el sentimiento del dibujo y lo hicieron comprender que distancia hay entre la copia literal del modelo y una interpretación que, proponiéndose imitar, quiere traducir el movimiento y la vida. Aprendió mucho en ese medio donde se trabaja libremente discutiendo con ardor y donde se instruía constatando el resultado de los esfuerzos de sus compañeros, algunos de los cuales eran ya pintores diestros, y prestando atención a sus críticas mutuas y a sus juicios. Durante esos dos años, dibuja, después pintó con entusiasmo, progresando rápidamente en el aprendizaje del oficio. La frecuentación del museo de Lyon, uno de los más ricos de Francia, y de exposiciones locales, aumentaba su afición por la pintura y lo ayudaba a darse cuenta de sus preferencias a la vez por el colorido cálido y vibrante y por la composición. A su partida para Paris estaba lleno de entusiasmo y de esperanza. Pensaba en los tesoros del Louvre que había visitado durante sus vacaciones. Esperaba sacar un beneficio inapreciable de la enseñanza de los profesores célebres. Desde hacía tiempo se sentía arrastrado al arte do Juan-Pablo Laurens, cuyos grandes cuadros halagaban su inclinación por las evocaciones históricas, fortificada por la lectura de la Leyenda de los Siglos y Salambó. ¡Qué no esperaba de las lecciones del maestro entre cuyos alumnos iba a hacerse inscribir, en la academia, Julián! ¡Ay ! reinaba allí mucho menos libertad de espíritu que donde Tony Tollet. Las paletas se cargaban de zumos, de betunes. Todo disuadía de la investigación personal. El año que Juan Puy pasó allí habría sido un año perdido si no le hubiera proporcionado el tiempo para interrogarse y ver. Había descubierto los impresionistas y cedía la atractivo de su pintura clara y armoniosa, juzgando que limitaban sus motivos y daban poquísima importancia a los personajes. Además, había medido la distancia que separa un Juan-Pablo Laurens de un Delacroix. Al aprender a dividir sus tonos y a jugar con los colores claros, había conservado un deseo persistente de precisión. Va a volver a las armonías más sobrias. Durante el verano de 1901, retorna a Bretaña, después toma un descanso en el Roannais. Trae a París, al término de la estación, una serie de telas, astilleros, puertos y reuniones bajo los árboles, laderas de viñedos, escapadas al campo, donde la robustez se concilia con un juego de matices encantador, verdes, sombríos, negros profundos, grises luminosos.

La modelo: Juan Puy

En vez de seguir transponiendo sus paisajes en gamas vivas, se ha esforzado por acercarse a la realidad. Se diría que ha hallado su manera definitiva, pues en este momento no es comparable a nadie. Pero las búsquedas que se prosiguen en torno de él, lo inquietan y se aplica a simplificar la forma a la vez que el color, a darle a sus figuras una situación más marcada. A veces obtiene por resultado armonías un poco crudas, efectos un poco duros. Se debate así hasta el verano de 1903. Sus envíos a los Independientes (1904: Bosque de pinos; 1905: Mujer en malva) y al Salón de Otoño (1904: Baño; 1905: Puerto de Concarneau), demuestran que ha triunfado de esta agitación que caracteriza la época y que influencian en la voluntad de los artistas. En lo sucesivo seguirá su camino con seguridad. Pero seguridad no quiere decir certeza. No obedece más que a su instinto, a su sentimiento y no por eso está menos atormentado en el fondo. Conoce el deseo, el goce de pintar y este goce está para él singularmente mezclado a la pena y a la amargura. Le sucede a veces destruir en una sesión un estudio que parecía acabado o borrar un bosquejo que cualquiera miraría como un cuadro terminado. Cuando se deja llevar por sí mismo, pinta a veces con una facilidad enorme, y él conoce muy bien el valor da la espontaneidad, de la frescura, de la gracia, de lo que se obtiene al primer intento. Pero, por naturaleza, no es inclinado a satisfacerse fácilmente; para que saboree un placer es preciso que lo coja de sorpresa. Hasta sus ocios tiende a corromperlos, añadiéndoles alguna preocupación o alguna tristeza. En las telas que pinta se da cuenta de las partes acertadas, pero es en las insuficiencias donde se detiene. Se tortura para completar, para modificar, para alcanzar más estabilidad, más perfección o plenitud, o para alcanzar la impresión que había propuesto. Se mezcla a todo eso una parte de fantasía casi delirante, que Juan Puy se esfuerza por dominar, pero que está dentro de su temperamento. Nunca ha hecho caso de la literatura realista. Se complace poco con Madame Bobary y en cambio se entusiasma con la Tentación de San Antonio. Sus preferencias van hacia la Odisea, Don Quijote, Mr. Pickwick. Es sensible a la vez a la poesía de la vida antigua y a lo cómico en exceso. Una de sus telas, “Al borde del mar”, representa completamente el sesgo de su espíritu. Follajes de árboles encuadran un paisaje de agua atrayente por su composición y su encanto luminoso; en el primer plano, un pintor que se asemeja curiosamente al autor del cuadro, trabaja pintando a una mujer desnuda, tendida indolentemente sobre el césped; cerca de la ribera una silueta de bañista en traje de baño toma un andar de satisfacción y libertad y un perro que la sigue se eriza jugando y sorprendiéndose del oleaje. Al encanto del sitio, a la singularidad del asunto se une una impresión semi-cómica que despierta la idea de las fuerzas ignoradas y escondidas en los seres vivos.

Estudio: Juan Puy

Sin duda, en muchas otras páginas, Juan Puy parece interesarse, como algunos lo han hecho notar, por asuntos muy directos. Se da cuenta que no hay arte fuera de una transcripción sólida de la realidad visible. Sin embargo, cuando se propone darla, lo hace escogiendo lo que, en ella, responde a sus aspiraciones. Raramente ha pintado paisajes que sean rincones de naturaleza. Toma un sitio en su aspecto general. Sus asuntos, a pesar de que parecen tomados simplemente del natural, son el fruto de una composición largamente meditada. No se detiene en la exterioridad del objeto o del modelo, penetra en la emoción íntima. Cada uno de sus personajes está individualizado, caracterizado en su psicología y en su estado de alma, se siente flotar en torno de él su sueño familiar. Juan Puy es él también muy diferente de lo que pudiera parecer a los ojos de los que lo hallan de tarde en tarde. Se le creería alegre y es atormentado. Algunos lo juzgan indolente, cuando no existe en él frivolidad. Ama la risa a condición de que ésta no nazca de observaciones superficiales sino del fondo de las cosas. Se reconcentra en el trabajo y se da a él enteramente. Pone mucho de sí mismo en sus cuadros, en aquellos donde es preciso buscar más que una impresión viva, vivamente conseguida. Es por esto que sus cuadros no se revelan más que a la larga. Es por esto también que aquellos cuadros que se ha mirado mucho y con una sostenida atención, no están aún vacíos de todo lo que contienen y os reservan todavía la sorpresa de un juego de matices el acorde de una resonancia conmovedora.

Miguel Puy.

(Traducido especialmente para “Claridad”).