LA PROPIEDAD INDIVIDUAL

Todo nuestro sistema actual de derecho privado se funda sobre el principio de la propiedad individual, y a su rededor se agrupan y entrechocan los que quieren conservar intacta nuestra organización social y los que se proponen transformarla. Todos comprenden la gravedad de este debate y la importancia de su desenlace. Preguntemos a aquellos para quienes la propiedad individual es sagrada y cuya desaparición o simple alteración atraería sobre la humanidad irreparables desastres:– “¿Por qué respetáis la propiedad?”– Algunos declararán francamente que no saben por qué, que su respeto es resultado de la indiferencia o de la ignorancia. –“La propiedad es un derecho natural imprescriptible” responderán con aire de suficiencia los que han oído hablar de la grandiosa y cándida Declaración de Hombre, por la cual se ha sentido en estos últimos años gran entusiasmo. –¿En virtud de qué autoridad afirman esa supuesta verdad, cuando la historia, la severa segadora de falsos principios, demuestra que los pueblos vivieron antes sin propiedad individual; que sin ella se desarrollaron normalmente y cumplieron su misión en la evolución humana, sin que el desconocimiento de ese derecho natural les perjudicara en lo más mínimo? ¿Cómo ha de ser la propiedad derecho natural e imprescriptible si ha nacido en el curso de la evolución jurídica para responder a nuevas necesidades? Nuestros hijos podrán suprimirla en la seguridad de que la naturaleza no sentirá por ello la menor conmoción ni la más tímida repugnancia. Otros, considerándose filósofos, seguros de su triunfo dicen: –“La libertad hace concebible, posible y razonable la propiedad; la libertad se realiza en la propiedad y no puede realizarse de otro modo. Quien quiere la libertad debe querer la propiedad”. –¡Qué singular desprecio de la historia deben sentir los adeptos más o menos convencidos de esta filosofía de la propiedad hermana de la libertad! Durante una sucesión de siglos la propiedad individual ha hecho buena compañía con el despotismo más ostensible, con el desprecio más absoluto de los derechos individuales. Y en nuestros días, a pesar de la proclamación del dogma de la libertad, una multitud inmensa de individuos, por carecer de instrumentos de trabajo y de primeras materias, se ven obligados a ponerse al servicio de otros y que dan sujetos, sino de derecho al menos de hecho, a aceptar las condiciones que se les imponen. ¿Y como no se ve que lo que impide al proletariado de vivir produciendo libremente apropiarse los instrumentos y las materias utilizables, es precisamente la propiedad individual? Con ella tropieza siempre, de cualquier lado que se vuelva, el pobre diablo lanzando al mundo que, para satisfacer sus necesidades, sólo cuenta con su buena voluntad y su vigor físico e intelectual. Ella es la que pone la mitad de aquellos hombres a quienes el Estado garantiza la propiedad, pero no una propiedad, bajo la completa dependencia de la otra mitad para quien la propiedad es una realidad más tangible. Quizá la propiedad fortifica la libertad de los que son algo más que propietarios virtuales– es decir “no reales”, pero que tienen la “posibilidad” de llegar a serlo por ejemplo, si les cae la lotería–; pero aniquila en ese caso la libertad de los demás, de los no propietarios de instrumentos de trabajo y de materia utilizable. Si se quiere la libertad de todos se ha de procurar que todos sean propietarios individualmente,– lo que en la práctica es imposible,– y han de serlo en el mismo grado,– lo que prácticamente es más imposible todavía. La propiedad es, pues, impotente para realizar la libertad de todos, la única deseable, siendo en realidad un agente de servidumbre, puesto que permite la acumulación de los bienes en manos de algunos que por este hecho se hacen libres y, por tanto, se convierten en amos. No puede racionalmente suponerse que la posibilidad jurídica de llegar a ser propietario basta para dar a la libertad todo su alcance; si eso fuera posible, la posesión de una mandíbula sana y de un estómago robusto bastaría para calmar el hambre... Pero dicen los economistas: “La propiedad es legítima por que tiene por origen el trabajo” –Sí, puede admitirse de una manera general que la riqueza creada debiera pertenecer al que la creó; pero el no suele suceder así en la sociedad; la ley ni siquiera menciona el trabajo en los modos de adquisición de la propiedad. Pero aún ateniéndonos a esas generalidades, debe hacerse constar que los objetos susceptibles de propiedad no están actualmente repartidos en proporción del trabajo suministrado... Además, ¿basta para santificar la propiedad hasta el fin de los siglos, el hecho de que todo producto ha salido originariamente del trabajo? ¿Está suficientemente justificando mi derecho a mi propiedad, siendo hombre ocioso, ciudadano inútil, por el trabajo de uno de mis antepasados cuyo nombre conozco solamente como miembro integrante de mi gloriosa genealogía? ¿No es evidente que si el laborioso puede equitativamente reclamar el fruto de sus fatigas, su sucesor no tiene igual derecho para sentar un monopolio sobre lo que constituye el producto del sudor de su antecesor, que en realidad es trabajo ajeno? Vienen después, los que dominados por el prestigio de las grandes palabras, y éstos son innumerables, dicen en estilo declamatorio: “¡La propiedad es justa!” Mas de los bajos fondos en que el proletariado nace, trabaja y muere, se eleva un grito de rebeldía desesperada protestando contra la propiedad como una injusticia. ¿Dónde está la verdad? Para responder sería preciso que el Justo descendiese otra vez sobre cualquier Sinaí para solucionar definitivamente el angustioso conflicto y fijar la idea de justicia; pero la noción de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal, como la del frío y el calor, aunque universal, es relativa. Uno dice justo, otro injusto, y ambos, si son igualmente serios y morales tienen razón, puesto que no hay más juez de la justicia que la conciencia individual. La afirmación del uno se neutraliza por la afirmación del otro... Respetase la propiedad, no como una institución definitiva, sino como el recurso que realiza la perfección relativa que puede esperarse de las cosas humanas, como un expediente cuyo valor consiste en sus resultados prácticos, destinada, después de una existencia más o menos prolongada, a ceder el puesto a un expediente mejor, si se presenta... El objeto principal de la propiedad individual, en su origen, pudo ser sencillamente evitar el conflicto de las ambiciones delimitando los derechos de cada uno; de hacer una repartición cualquiera de los bienes para poner fin a las disputas y a las quejas, algo semejante a la distribución de la carnaza entre las fieras hambrientas, en que el domador y el látigo está representado por el poder público y la ley. El objeto de la propiedad sería probablemente acallar los rugidos de los egoísmos individuales, o al menos oponer a sus atrevidos zarpazos los sólidos barrotes de la ley. De ese modo, los unos podían devorar su parte privilegiada con toda seguridad; los otros, envidiosos, permanecían callados y aterrados ante la imposibilidad legal. Pero téngase presente que si la propiedad moderna regula con autoridad la repartición de los bienes entre los individuos, ha llegado a ser, después de la transformación de las costumbres y de las ideas, un manantial de divisiones y querellas, resultando que los conflictos que crea son tan graves o más que los que con ella se quiso evitar. Por tanto, si la propiedad legal no tiene otra utilidad, es prudente buscar otro modo de repartición de los bienes que tenga las ventajas de la propiedad individual sin sus inconvenientes, que asegure el orden sin destruir la paz. Si se conociera alguna institución nueva que llenara esas condiciones, conviene que reemplace inmediatamente a la antigua, so pena de desconocer el Derecho y su misión, y provocar la reacción frecuentemente brutal de los hechos.

Dr. Charles Mackenstock.