RAINER MARIA RILKE

LOS CUADERNOS DE MALTE LAURIDS BRIGGE

Rainer María Rilke. Nació en Praga en 1875, y ha fijado después de muchos viajes por el mundo su residencia en París, donde traducido por primera vez al francés por Andre Gide, es objeto de la actual curiosidad de la joven intelectualidad europea.

Cuando vuelvo a pensar en nuestra casa (donde no hay nadie ahora) me ha parecido siempre que ha debido ser de otra manera. Antaño se sabía– o tal vez se sospechaba solamente que uno contenía su propia muerte como el fruto su hueso. Los niños tenían una pequeña, los adultos una grande. Las mujeres la llevaban en el seno, los hombres en el pecho. Uno tenía bien su muerte, y esta conciencia os daba una dignidad singular, un silencioso orgullo. Hasta mi abuelo el viejo chambelán Brigge, llevaba– eso era muy claro– su muerte dentro de él. Y qué muerte: larga de dos meses y tan bulliciosa que se la oía hasta en la alquería. La vieja y larga casa solariega era demasiado chica para contener esta muerte, parecía que había sido necesario agregarle alas para agrandarla, porque el cuerpo del Chambelán crecía más y más; quería ser llevado sin cesar de una pieza a la otra, y esta– llevaba en cóleras terribles cuando ya no había sala donde llevarle si el día no tocaba todavía a su fin. Entonces, con todo el cortejo de domésticos, de mucamas y de perros, que tenía siempre a su alrededor, era necesario llevarlo a lo alto de la escalera, y dejando el paso al intendente, invadíase la sala mortuoria de su muy santa madre conservada exactamente en el estado en el cual la muerta la había dejado hacía veintitrés años y donde nadie había penetrado jamás. Pero toda la jauría hacía irrupción esta vez, corría las cortinas y la luz demasiado fuerte de una tarde de verano visitaba todos estos objetos tímidos y asustados y se volvía con torpeza en los espejos que su brillo desganaba. Las gentes no la usaban mejor. Había domésticos, que a fuerza de curiosidad, no sabían donde poner las manos, jóvenes lacayos que abrían grandes ojos encima de todo, y otros, más viejos que iban y venían y trataban de recordar lo que se les había contado sobre esta pieza cerrada donde tenían la felicidad de entrar por fin. Pero sobretodo a los perros parecía curioso el estar en un pieza donde todos los objetos llevaban un olor. Los grandes y flexibles lebreles rusos circulaban con un aire completamente absorto detrás de los sillones, atravesaban la pieza con un alargado paso de danza, con un ligero contoneo se levantaban como perros heráldicos, y con las patas delgadas encima del reclinatorio de una blancura dorada, con la frente estirada agudizando sus cabezas pensativas, miraban a izquierda y derecha en el patio. Pequeños falderos de color de guantes amarillos, con aire indiferente como si todo fuese normal, estaban sentados en el ancho sillón de seda cerca de la ventana y un perro de presa rubicano de aire arisco, frotándose el lomo en la arista de un velador de pies dorados, hacía temblar las tazas de sévres sobre la mesa pintada. Sí, fue una época terrible para estos objetos de espíritu ausente y soñoliento. Sucedía que hojas de rosa, que se habían escapado en un vuelo inseguro y como tornadas de vértigo, libros que alguna mano apresurada había abierto torpemente, eran pisoteados. Guardábase pequeños, débiles objetos que había que volver a su lugar, muy pronto porque se rompían, escondíase otros bajo las cortinas, detrás del enrejado dorado del guarda estrellas. Y de tiempo en tiempo algo caía con un golpe amortiguado por el tapiz, caía estridentemente sobre el parquet duro, se quebraba aquí y allá o se deshacía casi sin ruido, porque estos objetos dañados como estaban no soportaban el menor contacto. Y si a alguien se le hubiera ocurrido preguntar cual era la causa de todo aquello y quien había llamado sobre esta pieza largo tiempo vigilada con inquietud, todo el espanto de la destrucción, no habría a esta pregunta sino una respuesta: la muerte. La muerte del Chambelan Christoph Detlev Brigge Ulsgaard. Porque él estaba tendido saliéndose extensamente de su uniforme azul oscuro, sobre el piso, en mitad de la pieza y ya no se movía. En su gran semblante extraño que nadie reconocía, los ojos se habían cerrado; ya no veía lo que pasaba. Al principio había tratado de extendérsele sobre la cama, pero él, se había defendido, porque detestaba los lechos desde esas primeras noches en que su mal había crecido. El lecho, por otra parte, había resultado demasiado corto y no había quedado otro recurso que acostarlo así sobre el tapiz; porque no había querido volver a bajar. Y he aquí que estaba extendido y que podría habérsele creído muerto. Como comenzaba a hacerse de noche, los perros se habían retirado, uno tras otro por la puerta entreabierta, sólo el rubicano de cabeza arisca, estaba sentado cerca de su amo y tenía una de sus largas patas delanteras de espeso pelo encima de la gran mano gris de Christoph Detlev. La mayor parte de los domésticos, estaban afuera, en el corredor blanco que era más claro que la pieza, pero los que habían permanecido adentro miraban a veces a hurtadillas hacia ese gran montón sombrío, en medio de la pieza, y deseaban que no fuese sino un gran ropaje sobre una cosa muerta. Pero quedaba algo más. Quedaba una voz, esta voz que siete semanas antes no conocía nadie todavía; porque no era la voz del Chambelan, no era Christoph Detlev a quien pertenecía esta voz, sino a la muerte de Christoph Detlev. La muerte de Christoph Detlev vivía ahora en Ulsgaard desde hacía largos, larguísimos días y hablaba a todos, y pedía. Pedía ser llevada, pedía el salón azul, pedía el salón pequeño, pedía la gran sala. Pedía los perros, pedía que se riese, pedía que se hablase, que se jugase, que se callase, y todo a la vez. Pedía ver amigos, mujeres y muertos y pedía morir ella misma: pedía. Pedía y gritaba. ¿Cómo habría muerto el Chambelan Brigge al que le hubiera hablado de morir de otra muerte que aquella? Murió de su dura muerte.

(Traducido por Pablo Neruda.)