TROZOS SELECTOS

Si me niego a creer en el patriotismo ruidoso de los que, como algunos personajes muy conocidos, hacen de él un reclamo, una industria, en el de los gobernantes que lanzan a la frontera los delirios del jacobinismo mientras que su grandeza los retiene en la orilla; de los patronos que explotan a extranjeros con preferencia a los nacionales porque aquellos cuestan un poco menos; de los comerciantes que venden como productos franceses mercancías importadas; de los banqueros que no ven en la guerra más que las múltiples operaciones a que da lugar y de los oficiales cuya carrera favorecen las campañas, reconozco que hay fanáticos a quienes electriza el odio al extranjero y que son victimas de esa mistificación espantosa. Estos últimos son ¡ay! numerosos todavía. Se baten como héroes, soportan sin quejarse fatigas y privaciones, se exponen estoicamente a los peligros de la lucha. De ellos es de quien Alfonso Karr dijo en Bajo los tilos: “Llegado a la edad del servicio militar, hay que someterse a las órdenes inmotivadas de un grosero o un ignorante; hay que admitir que lo que hay de más grande y noble es renunciar a la voluntad para hacerse instrumento pasivo de la voluntad de otro, dar sablazos y hacer que se los den, sufrir el hambre, la sed, la lluvia, el frío, dejarse mutilar sin saber nunca porque, sin más compensación que una copa de aguardiente el día de la batalla, la promesa de una cosa impalpable y ficticia, que da o niega un gacetillero en su cuarto bien caliente: la gloria, la inmortalidad después de la muerte. Un tiro le alcanza, el hombre herido cae, sus camaradas lo rematan pasando por encima de él, se le entierra medio vivo, y entonces el libro de la inmortalidad, sus camaradas, sus padres lo olvidan, y aquel por quien ha dado su dicha, sus sufrimientos, su vida, no lo ha conocido nunca. En fin, algunos años después se va a buscar sus huesos blanqueados, se hace de ellos negro de marfil y betún inglés para dar lustre a las bolas del general”.

SEBASTIÁN FAURE.