El Resplandor en el Abismo (LO QUE QUIERE EL GRUPO CLARIDAD) POR HENRI BARBUSSE

 

I EL FIN DE UN MUNDO

Los que hayan vivido estos tiempos, los que hayan pasado al margen o a través de la guerra comenzada en 1914 para terminar no se sabe cuando, habrán asistido al fracaso de una civilización y al fin de un mundo. Nosotros nos parecemos a aquellos que en el fondo de las edades vivieron la agonía de Babilonia o de la Roma Imperial, esas grandes potencias corrompidas que se desmoronaron menos al empuje de lan invasión joven que bajo el peso de sus crímenes, y contra las cuales imprecaban los primeros apóstoles. Nosotros nos parecemos a esos testigos desesperados y paralizados de los cataclismos antiguos, y sin embargo, la decadencia que nosotros contemplamos es esta vez más universal, más profunda y más irremediable. No se trata ya de una ciudad, de una dinastía o de una raza; se trata de las leyes de la vida común y de la misma especie humana. El signo fatal marca todas las máquinas sociales, la forma misma de la civilización contemporánea. La vieja sociedad se ha mostrado al fin en los resplandores siniestros, los desgarramientos, las ruinas de las guerras, tal como es: un organismo destructor que se sostenía artificialmente por el terror la mentira y la corrupción.

 

El absurdo social

Nuestra sociedad actual vive, toda entera, de un polo al otro, sobre un principio inícuo: El privilegio, es decir, la esclavitud del gran número, la opresión de todos por algunos. El progreso de las ideas y la libertad relativa de sus discusión, no ha hecho más que vestir de hipocresía la fórmula secular y simplista del despotismo y dar ilusiones a los esclavos; en realidad, la civilización material y moral la ha perfeccionado constantemente. La regla de la vida universal reposa sobre la voluntad arbitraria de la Alianza de los ricos. Esta casta, coronada o no, rodeada de mercenarios y abogados, mantiene en el interior de cada país lo que ha decidido llamar orden por la explotación en su provecho de las masas populares, ignorantes, sin cohesión, sin defensa. La orientación y el desarrollo del trabajo, del comercio, de la industria, del arte, de toda actividad viviente, dependen de su capricho. Más allá de las fronteras, por una suerte de juego internacional, mantiene a su gusto y en su beneficio exclusivo, la concurrencia agresiva, los apetitos de lucro y el antagonismo de las naciones. Ella ahonda ferozmente las líneas superficiales que dividen a la gran humanidad de los pobres. Los dirigentes de cada país, consorcio mundial, poder ejecutivo del sistema capitalista, se levantan los unos contra los otros, como adversarios momentáneos singularmente intercambiables; pero en realidad ni son nunca enemigos. Aún cuando por sus combinaciones de contendores instalados cara a cara, echen y empujen los peores humanos en las inmensidades y muevan las muchedumbres de color, en el sentido que quieren, se guardan bien de no llegar nunca hasta la destrucción de su doctrina común, de matarse hasta el alma. Son todos cómplices, en el sentido más exacto de la palabra.(1). Ellos saben que no habría grandes enriquecimientos personales, si la paz reinara profundamente en todas partes; que este estado de cosas, además, fomentaría un espíritu de equilibrio y de equilibrio y de equidad social peligroso para el privilegio. Cultivan la guerra y el espíritu de la guerra para ganar el dinero y la gloria y mantener metódicamente las multitudes prisioneras. La guerra es normal natural, en la sociedad contemporánea, como la miseria general y el vicio.

 

El pueblo soldado ha sido universalmente engañado

Las decisiones capitales han sido siempre tomadas en la sombra, muy por encima del control de los hombres que ellas condenaban. Cuando la guerra nos fue anunciada, el día en que los pueblos no podían hacer ya otra cosa que batirse y defenderse; cuando hormigueó y se colocó en sus puestos esa muchedumbre heterogénea de individuos deslumbrados que no podían elegir si no entre la disciplina y el poste de ejecución, cuando arrancados de los hogares, expatriados en esas lúgubres extensiones de las cuales guardareis siempre, yo lo espero, camaradas del frente, la memoria en vuestros corazones como una llaga abierta, cuando, medio enterrados ya en vuestra fosa os encontrabais en presencia de la inmensidad y de vosotros mismos, y cuando la fatiga, la miseria y el sufrimiento os permitían pensar, qué pensabais ? Vosotros reíais lo que os había gritado, en las fiestas de la partida, la alegría insultante de los que quedaban. Vosotros, creías batiros por una gran idea. Vuestras desazones de personas honestas de pobres gentes vestidas de soldados, se iluminaban de un fulgor moral. Soportabais la fatiga sobrehumana, las descargas de balas y de abusos, que rozaban vuestras cabezas y vuestros vientres y que sentíais en vuestras caras cuando tocaban al vecino. Os decíais: “Hay al fin, allá, una liberación humana. Nosotros sufrimos para que nuestros hijos y aún –por que pensabais a veces más tiernamente todavía– para que los hijos de los otros no sufran más. Nosotros abatimos al militarismo alemán para que no haya más militarismo en el mundo.” Eso hemos creído. Nos hemos engañado. Se nos ha engañado. Nosotros oíamos: un militarismo, y no se trataba más que alemanes. ¡Es tras este juego de palabras que se ha marchado con fervor! ¡Qué memoria sería suficientemente vasta y precisa para recordar todas las restricciones mentales, el jesuitismo y la cobardía que desplegaron con este motivo los hombres oficiales y sus agentes de publicidad! Nosotros deploramos nuestra lealtad. Pero sentimos pena, no remordimiento. Nunca hay error en ser sinceros, pero es una falta creer en la sinceridad de los otros. Se ha creído aquí en el desinterés de la Inglaterra y de la Italia oficial. Se ha creído en la Sociedad de las Naciones. ¿En qué no han creído todos esos soldados franceses esos ingleses, esos alemanes, esos austriacos, esos italianos y esos rusos que en las movisibles inmensidades de los lagos Masurianos que el invierno trocaba en piedra, en los pozos de niebla y los abismos de hielo del Monte Negro o del Monte Cristallo, en los pantanos infinitos del Yser, en el lodo voraz del Artois, en no importa qué agujero infernal de esos seis mil kilómetros de frente, se encarnizaban los unos contra los otros como locos! La lógica nos conduce, nos lleva de conclusión en conclusión, de rodaje en rodaje, nos fuerza a repetir desesperadamente la evidencia: el capitalismo exalta el nacionalismo, y el nacionalismo, se apoya sobre la guerra, como la paz sobre la justicia. Todo tiende actualmente al éxito de la política violenta de los ricos, de las combinaciones, por las cuales los de abajo están forzados a ser instrumentos de los intereses de los de arriba. Como en el tiempo de las cavernas, la ley brutal del más fuerte la que reina en todas partes, entre los particulares en los estados, entre los estados en el mundo. El sistema social que oprime al género humano significa: triunfo de individualidades aisladas y derrota de las muchedumbres. Todo para algunos, naa para todos. Por todos lados la ley del mundo va directamente contra el interés general contra el bien público. Una fórmula social se juzga por sus resultados. Después de millares de años que el gobierno de las cosas está en manos de minorías dedicadas exclusivamente al éxito de sus negocios y sus políticas personales, después de millares de años de autocracia y de oligarquía, de comercio erizado de tratados proteccionistas, de leyes de excepción y de armas ¿qué se ha hecho de la justicia, de la belleza y de la bondad? Los hombres han sobrevivido parcialmente al sufrimiento y la masacre, es todo lo que se puede decir. Los descubrimientos geniales han tenido por resultado dar desmesuradas dimensiones a los sacrificios humanos. La historia es imbécil. Y nosotros, los últimos venidos, que tenemos el dolor y la vergüenza de vivir en estos días ¿qué hemos hecho con nuestras manos? Hemos trabajado, como esclavos que somos, en la apoteosis: durante cinco años, siete mil hombres han sido muertos cada día. Siete mil hombres por día, cayendo como cosas, en plena juventud. Estas hecatombes no pueden compararse más que con la magnitud del mundo que llenan: sobrepasan la imaginación; dejan entrever un crimen infinito que no se puede comprender de un golpe.

 

La impostura es una institución de estado

Tropezamos por todos lados con la evidencia monótona de esta conclusión; todo esto es lógico, todo esto es claro, y no podría ser de otro modo. Para asegurarse los hombres, los que dirigen los acontecimientos tienen necesidad de su ignorancia, porque los dirigentes son una minoría y los hombres son innumerables, y serían los más fuertes si quisieran. La ignorancia aisla a los individuos, divide a las multitudes, hace que el gran número no cuente; por eso a medida que los espíritus van abriéndose, se los cerraba con la mentira. El que sabe mal es un ignorante peor que el que no sabe. Es una presa más activa. La vieja sociedad, desproporcionada en su fórmula obligatoria monstruosa por naturaleza, no podía vivir y no ha vivido más que de engaño. Ha sabido organizar hasta un grado prodigioso el reino de la impostura, frente a ese fantasma colectivo que se llama el público.

(Continuará)

 

(1)– “Hasta la vista señores! Una vez el honor en salvo y después de algunas caballerescas batallas de nuestros ejércitos, nosotros nos volveremos a encontrar cortésmente, unos delante de otros, como ahora”, decía en 1870 el embajador de Alemania, despidiéndose de los diplomáticos franceses. Esta frase es el eterno epígrafe de la comedia de los poderosos y de la tragedia de los pueblos. Se habla de las responsabilidades de esta guerra. Conviene, ciertamente hacer la luz en todo. Se discutirá, sin duda, durante mucho tiempo sobre las causas ocasionales de la guerra: la agresión de Alemania contra Francia, o más bien la alianza franco-rusa. Sin duda el conocimiento exacto de los hechos demostrará la repartición de las responsabilidades la parte de culpabilidad de todos los dirigentes sin excepción a los Guillermo II, los Nicolás II, los Jorge V y los Poicaré y les imprimirá a todos definitivamente su epíteto de malhechores públicos -hasta el día en que elevándose por fin por encima de esas discusiones locales de detalles y de figuras, de pretextos, no de causas, la conciencia humana juzgará que la guerra durará en el mundo mientras ella sea decidida por los que la hacen. Que esta conciencia soberana se apresure a lanzar el grito de la razón porque se acerca el día de la total ruina y de la carnicería universal.