Los nuevos: J. S. GONZALEZ VERA por FERNANDO G. OLDINI

 

Si lo veis pasar, abstraído por las calles centrales, pensaréis seguramente en una corrección geométrica que camina... Esta imagen puede extenderse, sin peligro, a su alma: un alma dibujada a trazos angulosos e incisivos .. Si hay diferencias, ellas son cualitativas; la similitud morfológica es perfecta... Su rostro semeja una escultura cubista cincelada en carne; su espíritu evoca un diamante frío y radiante, tallado por un artífice geómetra. En cada faceta y en cada arista, un sentimiento que el raciocinio cristalizará, erige su llama blanca, hieráticamente impasible. ¿Supone esto una inconmovilidad emocional? No; en el cerebro de González Vera los sentimientos se transsubstancian en conceptos lógicos que si pierden su efusión efectiva en palpitación humana, no por eso dejan de estar animados por un fervor de con-miseración, descendiente directo del amor a los desheredados que florecía de parábolas y de milagros las rutas del Nazareno. Para González Vera las necesidades y las aspiraciones de la época deben constituir el núcleo sustancial de la obra estética. En consecuencia, el arte que no persigue más fin que la verificación de la belleza, es, cuando menos, un arte falso. En realidad, tal orientación entraña un unilateral rigorismo ético. Claro está que González Vera no se va a convertir en un moralista más o menos laico; pero su actitud no significa sino un cambio de ídolo dentro del templo; el culto y su carácter pragmático perduran. Al antiguo concepto dogmático ha sucedido otro que si ya no lleva el rótulo: Moral, involucra, al igual suyo, la subordinación de todos los valores a un preconcebido fin utilitario. En el caso actual el nuevo culto sería la redención de los oprimidos, y el arte que no adora ante sus altares en arte descastado. Consecuente con tal ideología, y ayudado en parte por su natural insuficiencia imaginativa, toda la producción de González Vera parte de la realidad o va hacia ella. Su preceptiva podría reducirse a este solo mandamiento: “observar bien, objetivar bien”... Pero no observar cualquier cosa; es necesario trasmutar en obra de arte todo aquello que directamente o por reacción impele a la rebeldía, todo aquello que acumule fuerzas iconoclastas, todo aquello que acelere la llegada del luminoso día libertador. “Por todos los caminos se va a Roma”; y nuestro artista aprovecha todos los caminos, procurando secundar todas las posibilidades:.. Hoy nos dirá la sórdida desolación del conventillo, donde la mugre, la abyección y la tuberculosis realizan triunfalmente su misión asesina; mañana se burlará con estruendosa y sana risa plebeya de las ceremonias religiosas y de sus oficiantes a quienes detestas, después su risa, afinada, asistirá regocijadamente al sepelio de esa calamidad estranguladora de libertades que es la Constitución. Y así, ridiculizando lo que odia, o cinematografiando la existencia miserable de los tugurios arrabaleros, González Vera vive su credo y allega su parcela de color a la incubadora de la redención futura. A pesar de que el problema de la forma parece no preocuparle, la prosa de González Vera es característica; tiene un definido ritmo personal. Este es su único y gran método. Nunca, o rara vez, una imagen sutil, hondo a punzante; nunca la exaltación o el fuego estremecido que hacen del lenguaje un despeñadero de lava o un río de emoción; rara vez el relieve, el valor o la armonía, que torean el verbo por si solo en una tremolación viva de belleza. El está frente a la realidad... y, o la copia, o se burla de ella: eso es todo... Y no obstante, en la mediocridad de nuestro medio, el suyo es un vibrante y recio ejemplo. Mientras los escritores jóvenes jiran hacia aquí o hacia allá, y bullan según suenen los violines de la moda, una pavana o un minuet, una casi inmóvil danza; asiática o un descoyuntado can-can; mientras vacíos de nobleza arrastran sus ofrendas espirituales hasta las aras de todos los dioses momentáneos, el adolescente autor del Conventillo escarba en la miseria, escribe las putrefacciones actuales, sueña, cristianamente, con la alquimia que ha de trasmutarlas en un mundo nuevo, donde los hombres sean menos hienas y mas hombres, lo sacrifica todo a su quimera, y erguido ante la claudicación y el snobismo, alza en las manos su convicción, llameante como una tea, y la arroja entre los hombres con la alucinada esperanza de incendiar la vida.. -

FERNANDO G. OLDINI.

 

EL CONVENTILLO (1) La casa tiene una apariencia exterior casi burguesa. Su fachada, que no pertenece a ningún estilo, es desaliñada y vulgar. La pared pintada de celeste ha servido de pizarrón a los chicos de la vecindad, que la han decorado con frases groseras y mordaces; con líneas y rayas absurdas enarcadas con carbón y mil caricaturas risibles y canallescas. La puerta del medio permite ver hasta el fondo del patio. El pasadizo está casi interceptado con artesas, braseros, tarros de desperdicios y una cantidad de objetos arrumbados a lo largo de las paredes, ennegrecidas por el humo. En el patio se ve un hacinamiento de muebles deteriorados y utensilios fuera de uso que yacen ahí por negligencia o previsión de sus dueños. Sobre una mesa, aprisionadas en tarros y cajones, algunas matas de hiedra, claveles, rosas y juncos elevan sus brazos multiformes en un impulso irresistible de ascensión. El verde tonalizado de las plantas se desprenden del conjunto incoloro y sin fisonomía de las cosas. Los pequeños harapientos del conventillo gritan y chillan, mientras bromean con los quiltros gruñones y raquíticos. Al lado de cada puerta, sobre braseros y cocinas se calientan tarros con lavazas, tiestos con puchero y teteras con agua; pegado a las paredes asciende el humo manchándolas de hollín, y por sobre los tejados forma una mancha densa que se pierde en el espacio. El patio parece una colmena. Un ruido continuo de chillidos, gritos y exclamaciones se funden, ahuyentando el silencio. Las viejas toman mate junto a sus puertas; otras mujeres lavan cerca de la acequia gritando amenazas a sus chicuelos y hablando por los codos. Un viejo paralítico de cara terrosa y arrugada, toma el sol en un rincón del patio. Sus manazas negras y encallecidas se apoyan sobre un bastón. A ratos alza la cabeza, da una larga mirada indiferente y luego vuelve a su posición. Cerca de él, una mujer de senos caídos y movibles, hace una excursión higiénica por la cabeza de su hija. Esta grita con voz débil y prolongada. Su madre la amenaza con chancarle el hocico si no calla. La chiquilla sigue gritando en el mismo tono; entonces la mujer se irrita, empuña la mano y la deja caer como un combo sobre la cabeza de su hija. La muchacha comprende que su madre no es aficionada a la ternura, y aminora la energía de sus gritos hasta convertirlos en sollozos ahogados. El pequeño Víctor -hijo de la inquilina de la puerta- mientras seguía tras el quiltro “Sáfiro” se ha caído, achatándose las narices en el empedrado del patio; su madre que lo espiaba, lo atrapa y descarga sobre su cuerpo una lluvia de palmetazos, -¡Ah, maldito chiquillo! ¿Por qué me haces sufrir ¿Dí... bruto? El verdulero que leía Biblia se interrumpe: -Por qué le pegas tanto al chico, pecadora? ¿No sabes que ehová se enoja? -¡Qué me importa a mi tu Jehová!... ¡Viejo entrometido!. ¡Métete en tus cosas y no en las mías. El viejo sabatista se contiene y alzando los ojos exclama: “Sé clemente Jehová” y sigue deletreando la biblia. El conventillo se despereza. Algunas mujeres y chiquillos, con los dedos en los ojos, entreabren las puertas. De los cuartos salen diálogos bulliciosos, La tísica ya está en pie y se sienten sus trajines por la pieza. Tose, tose continuamente, y su tos breve martillea en el pecho. Saca un viejo sillón de mimbre y se sienta al sol. El sol cae sobre sus senos y multitud de rayitos se deslizan a la largo del vestido, manchándolo de luz. Apoya sus manos huesudas en los brazos del sillón y mueve su cabeza a ambos lados. Sus ojos hundidos, buscan a una vecina a quien hacerle sus eternas confidencias, y como no encuentra a otra, las emprende con la vieja mayordoma que lleva medio patio barrido. Habla con cansancio y, su voz chilla como corneta de juguete. -¡Ah!, señora, anoche creí morirme; fíjese que no pude dormir. Cerraba los ojos y parecía que el catre subía... subía con rapidez espantosa, se me apretaba la garganta, y cuando los abría, el catre estaba donde mismo; entonces mis ojos, sin querer, se iban para el lado y veía, señora, una calavera con pelo rubio, que se reía moviéndose como un péndulo. Parece que se reía con todos los huesos; pero no me daba miedo.. yo alargaba la mano como para agarrarla... y se escurría para debajo del catre entonces yo alzaba la colcha y la miraba y ella se movía, riéndose, y me parecía que de repente iba a estallar en una carcajada... Cerraba los ojos y el catre subía... subía. -Ah, señora; y la tos, la maldita tos que me ahogaba. Y como el tema empezaba a agotarse, daba comienzo al relato de sus enfermedades, hablando siempre en el mismo tono, detallando hasta el cansancio y recomenzando a propósito de cualquier nimiedad; recordar su niñez, su casamiento, el primer parto y mil cosas más, que las repetía constantemente en su conversación, que duraba todo el día. Han pasado varios días; Carlos, el marido de la tísica, se despertó en un amanecer admirado de no oírla toser ni hacer ningún movimiento. Empezó a contarla que en la noche anterior se había emborrachado sin darse cuenta, mientras conversaba con los maestros; pero la tísica parecía no escucharle; se enderezó y vió que su mujer no respiraba. Se había muerto en la noche con las manos empuñadas y los ojos entreabiertos. Entonces el pobre hombre empezó a sollozar y a tirarse los cabellos furiosamente. Pronto las vecinas se impusieron e invadieron la pieza. Miraban a la muerta con ojos curiosos y espantados y cada una agregaba una frase a la plática que iba enumerando todas las virtudes y bondades de la tísica; todos estaban de acuerdo en que habían terminado sus padecimientos; que en vida había sido muy buena y amistosa. El viejo sabatista que vendió temprano sus verduras había llegado, y cuando supo la noticia, se acerco, y después de contemplarla un momento, improvisó un discurso rudo compuesto de axiomas fúnebres que combatían las vicios y vanidades humanas; dijo que tanto el rico como el pobre eran iguales, porque ambos nacían de la tierra y volvían a ella, donde primero eran pasto de los gusanos y polvo abandonado después. Bautista, antes de irse a trabajar, entró trayendo un paquete de velas que depositó a los pies de la muerta. Pasó un largo rato mirándola, y luego se fué, moviendo los hombros.

GONZÁLEZ VERA.

(1) Este es el nombre con que debía aparecer la primera obra de González Vera. Esto no ha podido ser, pues a raíz del asalto a “Numen”, periódico que administraba, los originales han quedado en poder de la justicia chilena; sin embargo, todo hace suponer que los beodos chauvinistas que asaltaron la imprenta hayas destrozado ese libro.