LA EDUCACION
En el presente artículo estudia Reclus uno de los aspectos más interesantes de la educación, como es su desarrollo a través de la biología y de los tiempos. Es un estudio que mantiene su actualidad, a pesar de haber sido escrito hace ya algún tiempo, y en donde el ilustre geógrafo revela un criterio amplio y sereno.
El arte de la educación, como todas las demas artes, es de invención prehumana. En todas las conquistas del ingenio, el hombre ha sido precedido por los animales, y ha seguido falsa vía siempre que se ha separado edl ejemplo recibido. La educación tal como se comprende por nuestro “hermanos inferiores”, ha conservado su carácter normal, eficaz, en tanto que entre los humanos ha degenerado frecuentemente en pura rutina y a veces ha obrado en sentido inverso de su objeto: no es raro que se convierta en verdadero embrutecimiento. Una avecilla enseña graciosamente a sus polluelos el arte de evitar al enemigo y de buscarse el sustento; después, gorgeando, les recita lo que podríamos llamar “aires nacionales”, les enseña a sostenerse en el vacío aparente les hace remontar su vuelo a distancias cada vez mayores de su cuna natural y cuando ya nada puede enseñar a su projenitura y la igualdad es completa en fuerza, en destreza y en inteligencia, se retira, abdicando su función de educadora. Los animales en contacto con el hombre como el zorro, el perro y el gato, dirigen sus crías ejercitándolas en saltos y en juegos de fuerza y igualdad en los momentos en que los tiernos animalitos tienen a su dispoción un exedente de enérgía que derrochar. Pero esa excedencia de energía se emplea siempre de la manera más seria, aunque con todas las demostraciones de la alegría, porque los juegos tienen por objeto, consciente entre los hijos acomodarlas a todas las obras y a la conducta de la vida que va comenzar pronto con todo el séquito de trágicos peligros. Según la clasificación de Gróos, los juegos consisten en el examen de las cosas, la observación de los movimientos que diferencian las especies diversas, la caza a la prensa viva, muerta o imaginaria, la lucha, la construcción de las cabañas, la investigación de las actividades y de la acción de los adultos que, para la especie humana, se refleja principalmente en los cuidados que se aplican a la muñeca como símbolo del hijo futuro: lecciones todas que son para los pequeños un ensayo de la vida. Así es la educación entre los primitivos. Los niños permanecen de los padres, de quienes imitan su lenguaje, los ademanes y las acciones, haciéndose hombres sobre el modelo de la madre, pero siempre en plena naturaleza y el mismo círculo de trabajo que habrán de ocupar cuando los viejos ya no existan. Todo progreso depende de su propio genio, de su más estricto talento de adaptación al ambiente que han de utilizar para la conquista del bienestar. La escuela es para ellos lo que fue para los helenos libres: la hora del recreo y del reposo para los padres, el descanso de la tarea diaria y por estensión, el periódo de las agradables conversaciones de la amistad que reconforta, del paseo en que se hace esposición de las ideas. Pero en aquella época de civilización, las exijencias rompían ya la unidad primitiva de las familias y obligaban a colocar los hijos bajo la dirección de educadores especiales. Así nació la escuela. A lo menos el contraste que presentaba el tratamiento de los escolares en los diferentes países indican que naciones se hallában en un periódo de progreso y que otras en una vía regresiva. Las esculturas y los cánticos representan a los niños griegos jugando, danzando, coronándose de flores, mirando gravemente a las mujeres y a los ancianos en tanto que los documentos ejipcios muestran con insistencia el palo que el maestro hacía resonar sobre las costillas del alumno. También usaba mucho el vergajo el educador hebreo, y de él, por mediación de los libros “santos” nos viene el dicho tan funesto para tantas generaciones de niños: “quien bien ama, bien castiga”. Durante el período histórico actual, tan notable por la amplitud del teatro en que se debaten los problemas vitales de la humanidad, se emplean a la vez todos los métodos de educación. La mayor parte han admitido por punto de partida que el maestro reemplaza a los padres, especialmente al padre, que le delega todos sus poderes como director, maestro y propietario de su hijo. Pero el padre no es el único poseedor de su hijo: la sociedad, representada según la lucha de los partidos, sea por la Iglesia, sea por el Estado laico, se considera también propietaria del alumno y manda que se le enseñe según el uso a que se le destine en el curso de su vida ulterior. Al fin, apoyada sobre las reivindicaciones expontáneas de los mismos niños, comienza a vislumbrarse la idea de que son seres iguales en derechos a las personas mayores, y que su educación ha de corresponder, no a la voluntad del padre, ni a las exigencias de la Iglesia o del Estado, sino a las necesidades y a las conveniencias de su desarrollo personal. Débiles y pequeños, los niños son, por eso mismo, sagrados para los mayores que los aman y los protegen. Las escuelas, escasas aún, en que ese principio de la pedagogía se practica estrictamente, son lugares de alegre y fructífero estudio, merced a esa “revancha extrema” a que el niño tiene derecho y le profesan sus mayores. A cada fase de la sociedad corresponde una concepción particular de la educación, conforme a los intereses de la clase dominante. Las civilizaciones antiguas fueron monárquicas o teocráticas, y su supervivencia se prolongó en las escuelas, porque, en tanto que en la vida activa del exterior, los hombres se desprenden de las operaciones antiguas, los niños, relativamente sacrificados como las mujeres, en razón de su debilidad, han de sufrir por más tiempo la rutina de las prácticas antiguas. El ti o de nuestros manuales de educación existe hace ya miles de años, y se repiten aun casi en los mismos términos los preceptos “moralizadores” que en ellos se hallan. “¡Obedecer!”, tal es, en el fondo, la única moral predicada en un libro del príncipe indio Vhalah-Hotep, redactado, quizás solamente reproducido, al fin de la quinta dinastía, es decir, hace más de cincuenta siglos, y conservado en la Biblioteca Nacional de París. En obedecer, para ser recompensado por una larga vida y por la benevolencia de los que mandan, consiste toda la sabiduría, de lo que el mismo príncipe autor se ofrece como ejemplo: “Así he llegado a la ancianidad en la Tierra; he recorrido ciento diez años de vida con el favor del rey y la aprobación de los ancianos, cumpliendo un deber con el rey en el lazo de su gracia”, que es exactamente la misma moral reproducida después en el mandamiento puesto por Moisés en la boca de Dios: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días sean prolongados sobre la tierra que el Eterno tu Dios te da”. La duración tenaz de las preocupaciones, que inducen a confundir las relaciones afectuosas de la familia con los supuestos deberes de severidad de una parte y la estricta obediencia de otra, perturba la claridad de juicio relativamente a la dirección de las escuelas. Si la libertad ha de ser completa para cada hombre en particular, parece que los padres son perfectamente libres de dar a sus hijos la educación tradicional de castración y sumisión, lo cual no es exacto, porque el padre no puede atentar contra la libertad del hijo. En las relaciones sociales con sus semejantes, los hombres libres no pueden admitir en el padre un propietario lejítimo de su hijo y de su hija, como, desde Aristóteles a San Pablo y desde los padres de la Iglesia a los Padres de la construcción americana, se consideraba el amo como poseedor natural del esclavo. Los confesores de la moral nueva han de reconocer el individuo libre hasta en el recién nacido, y lo defienden en sus derechos contra todos y especialmente contra el padre. No hay duda que esta solidaridad colectiva del hombre de justicia con el niño oprimido es cosa muy delicada, pero no por eso deja de ser un deber social, porque no hay término medio: o se es campeón del derecho o cómplice del crimen. En esta materia, como en todos los asuntos morales se plantea el problema de la resistencia o de la no resistencia al mal, y si no se resiste, se entregan de antemano los humildes y los pobres a los opresores y a los ricos. Algunos educadores comprenden ya que su objeto consistente en ayudar al niño a desarrollarse conforme a la lógica de su naturaleza, en hacer que florezca la jóven inteligencia lo que ya posee en forma inconsciente y en secundar estrictamente el trabajo interior, sin precipitación y sin conclusiones prematuras. No ha de abrirse la flor a la fuerza ni cebar el animal o la planta dándole antes de tiempo un alimento demasiado substancial. El niño ha de ser sostenido en su estudio por la pasión, y ni la gramática, ni la literatura, ni la historia universal, ni el arte pueden todavía interesarle; sólo puede comprender esas cosas bajo una forma concreta: la feliz elección de las formas y de las palabras, las relaciones y las descripciones, los cuentos, las imágenes. Poco a poco, lo visto y oído le suscitará el deseo de una comprensión de conjunto, de una clasificación lógica, y entonces será tiempo de hacerlo estudiar su lengua, de demostrarle el encantamiento de los hechos, de las obras literarias y artísticas; entonces se apoderará de las ciencias de una manera diferente a la de la memoria y su naturaleza misma solicitará la enseñanza comparada. Como los pueblos niños, la infancia ha de recorrer la carrera normal representada por la jimnasia, los oficios, la observación, los primeros esperimentos. Las generalizaciones vienen despues. De lo contrario, es de temer que se desflore la imaginación de los niños, que se gasten antes de tiempo sus facultades mentales, y que se les haga escépticos y estragados, que es el mayor de los males. El amor y el respeto del maestro al niño deben prohibirle en su trabajo de tutela y de enseñanza el empleo del procedimiento sumario de los antiguos déspotas, la amenaza y el terror; no tiene a su disposición más fuerza que la superioridad natural asegurada al educador por el ascendiente de su estatura y de su fuerza, su edad, su inteligencia y sus adquisiciones científicas, su dignidad moral y su conocimiento de la vida. Ya es mucho, siempre que el niño conserve el pleno dominio de sus facultades, y no se disminuye por exeso de trabajo.
Eliseo Reclus.