MATRIMONIOS (Cuento)

Estaban frente a frente, recostados en sendas butacas, al pie del balcón medio entornado. Caía la tarde con serenidad augusta. La habitación iba llenándose de sombras y el silencio de los dos cónyuges se hacía más hostil a medida que las sombras avanzaban. Imponíase una explicación. —¿De manera –dijo él– que yo soy uno de tantos? Ella calló. —Contesta. Ella permaneció callada, con el mismo silencio inquietante de las sombras que la envolvían. De pronto se irguió en un arranque de soberbia. —Sí... Recorrió la habitación, pisoteando el suelo, como si quisiera aplastar algo contra él. —Sí... –volvió a decir.– Eres uno de tantos. Nada más que uno de tantos. Y cerrando el balcón tornó a sentarse en la butaca, serena, decidida, como aguardando la respuesta del esposo. —Pero... tú estás loca, hija mía, irremisiblemente loca –exclamó él. Ella soltó una carcajada y cambió de postura. En la sombra, el marido sólo veía la fosforescencia de sus ojos, aquella extraña fosforescencia que le hacía temblar. Así estuvieron un rato, esperando ella, esperando también él. Por fin, él se decidió; arrastró su butaca hasta unirla a la de su esposa; agarró a ésta por las muñecas y exclamó: —Yo soy tu marido ¿sabes? Tu marido. Ella volvió a reírse, con risa nerviosa que explotó en el silencio como una protesta. —¿Y qué? La indignación del hombre llegó a su grado máximo. —¿Y qué? Que yo soy tu amo; entiéndelo bien, ¡tu amo! Que tú eres mía, sólo mía, y que no puedes entregarte a otro. Lo que vienes haciendo desde que nos casamos te cubriría la cara de vergüenza si fueras una mujer honrada. Ella respondió tranquila: —No lo soy. —¿No lo eres? —No lo soy. Y luego con ira, repuso: —Tú tienes la culpa. Se levantó, sentándose inmediatamente. Estaba furiosa como una gata encerrada. —Tú tienes la culpa. Yo no te quería a ti. Quería a otro que no era rico, y creo que si fuera rico no lo querría tanto. Lo quería tal como era, pobre y defectuoso. Tal vez lo quería por defectuoso y por pobre, que el amor se siente y no se razona. Mi cuerpo y mi alma le hubiera dado al comprender que esto pudiera alegrar un solo instante de su vida. Mi cuerpo limpio, de todo amor carnal. Mi alma, que ningún deseo había maculado. Tú me compraste, halagando, con tus riquezas, el egoísmo de los que mandaban en mí. Nos casamos. La primera noche gocé contigo la satisfacción de todos mis anhelos. Pero yo no te veía a ti en aquellos instantes. Lo veía a él. Su recuerdo era lo que espiritualizaba el placer carnal que yo sentía, impidiéndome desfallecer de náuseas entre tus brazos. Después... El acercó sus labios a los de ella, como si quisiera absorber sus palabras antes que las pronunciase. —¿Después...? —Después me diste asco, amigo mío, igual que antes, igual que ahora... —¡Infame! –gritó él. —Es inútil que grites. No me harán efecto las injurias que me puedas dirigir. Además, el momento no es a propósito para declamaciones teatrales. Y luego ¡te pones tan ridículo cuando te irritas!... Tu indignación es altamente cómica, amigo mío; es una indignación como la del asno apaleado. El se apretaba los puños, iracundo. Ella siguió: —Me diste asco y sentí vergüenza de mi debilidad. Ya que no podía unirme con mi hombre, entreguéme a todos los hombres que tuve a mi lado. Así conseguí dignificarme en cierto modo ante mí misma. El gozar libremente, aunque no fuese gozar verdadero amor, indemnizábame del gozar obligado contigo que se me había impuesto. He ahí la clave del enigma. ¿Te satisface? El levantó un puño amenazante. En seguida se dejó caer sobre la butaca, oprimiendo la cabeza entre las manos. —¡Mi nombre –sollozaba.– ¡Mi nombre manchado así, por una mujer indigna!... —¿Tu nombre? Pobre nombre el tuyo, cuya limpieza depende de mí. Todos sois iguales. Cifráis vuestra honradez en la honradez de vuestras mujeres. Bien se conoce que la honradez es una palabra huera, hecha por vosotros a vuestro antojo. Callaron. De la calle subían murmullos alegres, que hacían pensar en una humanidad feliz. Y el murmullo de felicidad que emergía de la calle indignaba a aquel pobre hombre, incapaz de sentir más placer que el suyo. Con voz ronca murmuró de improviso: —¡Pobre de mí! Ella sonrió. —¡Pobre de ti! Has bebido el placer en todas las copas. Te has ido con todas las mujeres que te han gustado. Y me reprochas a mí por haber hecho lo mismo con los hombres que más me placieron. Si no fueras un imbécil, te diría que eres un canalla. Sonó el timbre de la habitación. Abrióse la puerta y apareció un lacayo: —¡Señoritos!... El señor Fernández. —¡Ah! ¿Está ahí Fernández? Que pase –dijo el marido. Y encendió la luz. —Conque solitos ¿eh? ¡Pero que deliciosa la vida de ustedes! –dijo Fernández cuando hubo entrado. —No muy opulenta; pero por lo menos, no somos como esos matrimonios que se tiran a todas horas los trastos a la cabeza. —Lo mismo digo yo– replicó Fernández, un burgués de redondeado abdomen. Y para sus adentros: —Si estos supieran...

JULIO CAMBA.