De Como Nuestros Semejantes Se Pudren

La salubridad pública comienza a estar de actualidad y es lógico que lo esté, porque cotidianamente nuestros semejantes perecen de tifus y de viruela. Como es lógico también, los encargados de la sanidad se exprimen el cerebro para inventar explicaciones que los libren de responsabilidades. Los subalternos acusan a los jefes y los jefes acusan al gobierno. Y nadie y todos tienen la culpa de que nuestra población llene los hospitales para llenar luego los cementerios. Se toman medidas sin tino. Se vota el dinero, pero esto no impide que los variolosos y los tifosos y todos los contagiados tiendan a predominar en la sociedad. ¿Quién tiene la culpa? No es muy problemático descubrirlo y comprobarlo. La tiene el poder. La tiene el estado que desde el comienzo de nuestra vida civilizada se ha abogado la facultad de ordenar las relaciones sociales y de velar por el perfeccionamiento de la sociedad, por su seguridad contra cualquier evento. Nuestro estado ¿ha conseguido justificar su existencia realizando siquiera tenuemente sus funciones fundamentales? Ni un político sería capaz de afirmarlo. El estado personificado por los hombres de gobierno ha sido en nuestro país la síntesis de la imprevisión, el obstáculo fatal de todas las iniciativas, el barco perdido y desorbitado. Un poder que no regula; un poder que no sabe lo que es necesario hacer en cada instante; un poder que se hace sentir sólo como fuerza opresiva no debía subsistir ni un día más. Las últimas administraciones han rivalizado en ineficacia. Todo lo que tenía alguna organización se desorganizó. El criterio político se ha extendido de la atmósfera de los partidos hasta el parlamento y de ahí ha sido trasmitido a las oficinas gubernativas. El estado no fiscaliza a nadie. Todo está sometido al capricho de la plebe especializada en la intriga, en la componenda y en el engatusamiento de las masas. Si siquiera los porteros son elegidos por su capacidad. Cuando decíamos que el gobierno es una sociedad anónima formada por políticos para robar al pueblo parte de su pan, no incurríamos en exageraciones, no hacíamos una metáfora de mal gusto. Si bien es efectivo que toda acción es sensible de crítica, no es menos cierto que un gobierno de hombres honrados podría salvar a la sociedad por lo menos de las contingencias pasajeras. El nuestro, no me atrevo a decir si es o no honrado, no ha tenido, no ha demostrado nunca competencia para defender a la sociedad de los flagelos, la miseria, el analfabetismo y otros males equivalentes. Cuando ha aparecido una epidemia todos se han alarmado; pero la epidemia ha hecho su obra, los cementerios se han ensanchado y como no es posible que desaparezca toda la población, la epidemia ha desaparecido. En una nación de hombres medianamente íntegros, de hombres que no desdeñan a sus electores, las condiciones sociales se mejoran lo suficiente para que se noten. Si el gobierno de esta tierra hubiera tenido la ventaja de estar representado, de estar servido por funcionarios preparados que además quisieran un poco al pueblo, la higienización del país sería ya un hecho. El estado habría emprendido la construcción de casas modelos para la población pobre. Habría hecho que los sitios de reunión fueran siempre aseados; habría multiplicado la dotación de baños; habría aprovechado las escuelas, la prensa, las conferencias, para crear en el pueblo el sentido de la limpieza. Es explicable que no haya hecho nada porque los que gobiernan viven en un medio limpio y no les inquieta que los demás se pudran. Los que están expuestos a la pudrición deben preocuparse de su propia suerte. Del gobierno sólo se puede esperar disgustos y palos. Hasta ahora no ha demostrado capacidad para otra labor.

GONZÁLEZ VERA.