VIDAS MÍNIMAS (FRAGMENTO)

De mañana, apenas desayunado, me despedí. Me alejé de la casa, presurosamente. Tenía un gran contentamiento como si me hubiera recién libertado de algún peso abrumador o de alguna preocupación muy intensa. Respiraba con ansia y miraba rectamente a la lejanía. A medio día, Flora me presentó a su hermano. Este me apretó los dedos con su manaza dura, saturándomelos de grasa, tizne y aceite. Su rostro cuadrangular sonrió con limpidez y hasta inocencia. Trabajaba en la Maestranza de los Ferrocarriles y se mantenía sucio y mal oliente hasta el punto de apestar. Su indumentaria, originariamente de mezclilla, había adquirido con el aceite, el tizne y la grasa una impermeabilidad de cuero. Flora le quitaba el jornal y lo manejaba a su antojo. El no se oponía gran cosa. Tenía psicología de muchacho, y como tal era débil de voluntad y tornadizo de actitudes. A veces, cuando sus compañeros lo hostigaban mucho, los seguía a la cantina y permanecía allí hasta que anochecía; pero esta debilidad no le resultaba gratuita. Flora se le aproximaba y si su aliento trascendía a vino, lo injuriaba y concluía, invariablemente por endurecerle los huesos a golpes de garrote. Tomás vivía a través de sus manos. Sus únicas pasiones consistían en trabajar y estrujarle los pechos a cuanta mujer encontraba a su alcance. Por esta última y graciosa costumbre, además de las palizas, se había ganado algunos carcelazos. Pero no se inquietaba ni moderaba. Las mujeres de la vecindad se cuidaban de no salirle al encuentro. Lo miraban pasar con odio. Casi diariamente Flora recibía reclamaciones. Algunas mujeres se acercaban con los ojos humedecidos. Flora exclamaba: ¡Cuando se le quitará esa maña a este bruto! El bruto se defendía, repitiendo, asombradísimo: «pero si apenas la toque; por nada se enojan... en vez de agradecerme!» Flora, cansada de apalearlo, concluyó por privarlo de pan, cuando sus manazas causaban algún estrago. La casa tenía tres piezas; pero siempre había alguna inhabitable. Tomás, insatisfecho de trabajar solo diez horas, inventaba quehaceres, que lo ocupaban hasta media noche. De día examinaba las techumbres. Si descubría algún deterioro, desmontaba la parte lesionada y su martillo sonaba horriblemente, ahuyentando el dormir de todos. Para sentirse más acompañado solía cantar algunas tonadas. Restauradas las techumbres, observaba las paredes con mirada erudita, y si percibía alguna grieta, encontraba pretexto para tornarse serio y exclamar: Esta pared va a caerse... ¡No pasen por aquí! Y en seguida preparaba barro y la reforzaba. La humedad extremada ablandaba la muralla y comenzaba a desmoronarse. Entonces, con júbilo de profeta, gritaba: ¿Qué les decía yo? ¿Era o no verdad? Cuando esto acaecía, el patio quedaba intraficable. Gracias a su manía tuve que dormir a la intemperie. Por suerte, las noches eran tibias... Tendido de espaldas, divagaba mirando las estrellas. El ruido del mar flotaba en el aire. Tardaba en dormirme porque esa parte de la calle era concurridísima por borrachines que la llenaban de gritos y canciones.

GONZÁLEZ VERA.