CASTIGOS MILITARES

Todas las doctrinas revolucionarias han estado siempre de acuerdo en considerar al ejército como una escuela de abyección y servilismo. La disciplina rígida y carcelaria que en él existe, y convierte al hombre en un ente manejable al capricho de cualquier simio de musculatura recia y voz aguardentosa; el culto a la fuerza y la admiración a la violencia que se predican como postulados de elevada y verdadera moral; los castigos corporales que se aplican a pobres y débiles conscriptos por faltas leves e insignificantes, son antecedentes que confirman la certeza y exactitud de aquel juicio. Sin embargo, toda vez que estas cosas se dicen, los mercenarios del periodismo, con gritos destemplados de energúmenos, y poseídos de verdadero furor patriótico, salen en defensa de esa corporación, que es una lacra en la vida culta y noble de la sociedad civil, hablando de que se ha ultrajado “el honor patrio” “la sacro santidad de las instituciones armadas”, “las inmarcesibles glorias militares”, etc. y otras majaderías semejantes: De ahí que, por no aparecer emitiendo criticas parciales –a pesar que nuestro corazón sangra de dolor– nos resistimos a veces a debelar parte de las muchas iniquidades que a diario se cometen en los cuarteles . Y por eso hemos preferido que en esta ocasión, sea una voz salida de las mismas filas militares, quien lo grite con toda la indignación y amargura que en un hombre de honor, sensible y delicado, causan las escenas salvajes del flagelamiento. El relato que reproducimos pertenece a un libro de un jefe del ejército, que ha sido vivamente elogiado.

La mañana era fría, penetrante, obscura como el adusto ceño del que medita un crimen. El regimiento, a pie, formando en línea en el conventual patio del cuartel, parecía una enorme bandada de extraños pájaros, de cuerpo azul, de cortas alas y cuellos rojos. Esperaba “a discreción”. Nobián, una especie de Hércules de roja y espesa barba, bajo cuyo uniforme adivinábanse huesos de acero y nudos de músculos, ostentando cinco dorados y brillantes galones en el kepí, apareció en un ángulo del edificio. Su andar firme, reposado e imponente, correspondía a su voluntad de hierro. Al enfrentar, Serra, un mayor chico, buen mozo, que al andar se estiraba y crecía a voluntad, le hizo honores con la tropa armada de sable al gancho y carabina al brazo. Con pasitos cortos salió a su encuentro, y, haciendo resonar los acerados espolines de sus botas al cuadrarse frente a él, saludó con el sable y dio cuenta: —Faltan cinco, mi comandante. Con la altivez que da el hábito del mando, y la seguridad de acción que proporciona un sable al cinto, el jefe del regimiento recorrió con larga y fría mirada las silenciosas filas, retrocedió algunos pasos como para tomar impulso, y con voz de trueno, que resonó hasta en los más apartados rincones, ordenó formar el cuadro. El segundo escuadrón se mantuvo firme; los comandantes del 1.º, 3.º y 4.º, con voces de mando rápidas, nerviosas, llevaron sus unidades a formar los tres lados restantes de la figura ordenada. Algunos de los soldados, cuyas conciencias no estaban libres de obscura mancha, codearon elocuentemente a sus compañeros de formación y palidecieron en las filas. Sin embargo, no alcanzó a reinar la duda en los temerosos ni el agresivo silencio de las tropas en formación, porque un férreo y acompasado tric-trac atrajo las miradas hacia el cuerpo de guardia. Un soldado alto, negro, grueso, vestido de brin, con alpargatas, caminaba lentamente con la vista clavada en la punta de sus pies, aprisionados con una par de grillos que sostenía con un grasiento cordel. Conducido por el cabo de segundo cuarto, llegó al centro del cuadro. Con ansiosa vista buscó el lugar del sacrificio. Sus ojos tropezaron con la clásica manta de castilla, extendida sobre el suelo. Tembló. El comandante dijo: —Se castiga al soldado Barrera con cien palos y expulsión, por robos de especies y fuga del cuartel. En seguida agregó: —Los cabos con sus varas, ¡al frente! A esta voz, el reo desabrochó sus pantalones y se tendió boca abajo, dejando sus nalgas descubiertas al acecho de mil ojos curiosos. Inseguro de vencer el dolor que le esperaba, se introdujo un pañuelo de narices en la boca y apretó las mandíbulas con rabia, a morir, como si quisiera romperlo con los dientes. Los cabos, se formaron en una fila, rígidos, la vara al hombro empuñada como sable. Nobián gritó, mirándolos a la cara: —De a cinco, ¡empezar! Imperaba un silencio de tumba y, en ese expectante momento, hubiérase oído hasta el vuelo de una mosca. Al angustioso y corto silencio siguió un estridente zumbido, y tras éste, el ruido seco y cortante del primer palo. Empezaba el castigo... Y las temidas varas de los cabos continuaron vibrando, cayendo, irguiéndose amenazadoras y volviendo a caer implacables sobre las cetrinas nalgas de Barrera, que poco a poco se cubrían de pequeñas rayas blancas. Una especie de caspa o polvo blanco las invadió; después aparecieron rayas cortas y sonrosadas; tras estas, manchas más oscuras en que la sangre de los tejidos rojos buscaba una salida; y, por último, cuando los brazos más robustos o menos compasivos descargaban sus golpes en las carnes casi vivas, que temblaban como gelatina al presentir el palo, nuestros ojos miraban espantados el camino que recorrían en el aire los imperceptibles jirones de piel arrancados por el duro y continuo golpear. Brotó la primera sangre, más obscura que el rubí. Y a despecho del pañuelo que amordazaba su boca y amortiguaba el eco de sus convulsivos lamentos, el castigado dio un grito de dolor indescriptible, ahogado, algo así como el sordo bramido de un toro que recibe en sus flancos la roja marca del fuego. Se retorció desesperado, araño el suelo con los pies y con las manos, y para continuar el castigo fue preciso sujetarlo de las piernas y de los hombros. Mi corazón de veinte años, virgen a muchos dolores humanos, se agitó; mi garganta se anudó, y mis ojos humedeciéronse hasta nublar mi vista. Temeroso de mostrar debilidad ante mis jefes, ante mis camaradas, y ante mi tropa, hice un esfuerzo y evaporé mis sentimientos; me acometió una risa nerviosa, callada, incontenible, que, a fuerza de romperme los labios, conseguí aplacar y ocultar del comandante. El soldado se quejaba con más fuerza. De cuando en cuando quitándose el pañuelo de la boca, volvía la cabeza hacia Nobián y vomitaba amenazas y maldiciones. Para apagar gritos, el comandante, con una señal de su enorme sable en alto, ordenó tocar. La banda rompió tímidamente con los acordes de una conocida marcha, de compases tiernos, doloridos. Y, aunque es más soportable ver que recibir un castigo de palos, un oficial amarillo y flaco, el teniente Mira, impresionado con el espectáculo, no pudo sostenerse en pie y cayó al suelo pálido y sin conocimiento. El jefe, un valiente de corazón acerado por la metralla de los combates, arrugó el entrecejo, lo miró de soslayo, por lo bajo extrañado de la sensibilidad que mostraba uno de sus mejores y más inteligentes oficiales. Lo llevaron a la enfermería y las varillas de membrillo con regularidad inalterable, siguieron zumbando, desgarrando piel y carnes. Cuando el cabo número veinte propinó sus cinco palos, la banda cesó de tocar. Se oyó un sordo quejido que no alcanzó a ser apagado con el ruido de la interrumpida música. El reo se levantó trabajosamente, y evitando el contacto de la ropa, puso en orden su desaliñado traje. Tenía los ojos inyectados, el largo bigote mojado y caído sobre la boca, el cuerpo encorvado y sudoroso. Y mientras la tropa iba a dejar sus armas a las cuadras, y a traer sus maneas para la carrera de baqueta, el viejo e hipócrita mariscal Pumarín, con golpes de martillo en los remaches y algunos de rebote en los pies, lastimaba y libertaba de los grillos las musculosas piernas del soldado. El regimiento formó otra vez, en dos filas, abriendo estrecha calle que partía desde el extremo interior del patio hasta la puerta de salida. Barrera miró inquieto los amenazadores rostros de sus quinientos compañeros y midió de una ojeada la distancia que lo separaba de la calle. Un largo trecho: ¡cien pasos! Había que avanzarlos, y a una señal del ayudante, echó a correr por entre las filas de hombres que le zarandeaban duramente las espaldas con sus gruesas correas. El fugitivo, doblado hacia adelante, con las manos en altom, resguardaba la cabeza y la cara de los golpes y corría moviendo las piernas con rapidez de hélice. Así, en esta forma, huyendo de pesados e implacables brazos, que hacían el papel de ásperos tentáculos de la ordenanza, con el terror pintado en el semblante, cayendo aquí, levantando allá, sin aliento, llegó a la ambicionada calle. Atisbó receloso, sin fuerzas y sin ideas para tomar una resolución. Con inconsciencia, con verdadera inconsciencia animal, anduvo lentamente, con las piernas tiesas para evitar el roce de sus heridas que le quemaban como fuego su cuerpo y su dignidad. En la primera esquina, al doblar, miró atrás. Sólo vio la grave y fría figura del centinela, paseándose de un lado a otro de la ancha puerta del cuartel con la pesada y monótona gravedad de un oso enjaulado. Sintió rabia y hielo en el alma; aligeró el paso, movió la cabeza en forma negativa y mostró al cuartel su puño tembloroso y amenazador.

OLEGARIO LAZO BAEZA.