Domingo Gómez Rojas

29 DE SEPTIEMBRE 1920-1922

A Ernesto Guzmán, alma de maestro y de poeta.

Ayer se han cumplido dos años de la muerte, dolorosa como ninguna, de Domingo Gómez Rojas. La injusticia de la autoridad, del gobierno con cualquier hombre es triste y conturbadora, y cuando se ejercita contra un espíritu privilegiado, de injusticia pasa a ser iniquidad. Por eso no es una exageración decir que la magistratura chilena –por obra del infame Astorquiza, símbolo de ineptitud regresiva– fue inicua con aquél muchacho que unía a su solidísima conciencia civil una poderosa capacidad poética. Y por eso, toda lamentación sobre su tumba– coronada por el granito en que el “Miserere” alza su dolorido treno–, a pesar de ser inútil ya, a pesar de estrellarse contra lo inexorable de las leyes vitales de la naturaleza, tiene el valor de un desahogo apasionado de nuestra alma juvenil. Recordemos sus martirios y su muerte como una herida en la dignidad humana que a todos nos concierne. Evocamos su recuerdo en las horas sombrías que nos toca vivir. Lamentamos no tenerle a nuestro lado en los efímeros instantes felices y en aquellos en que nos muerden como nunca el engaño y la arbitrariedad: en unos y en otros su alma pura habría vibrado como la hoja leve de un árbol al viento, entonando ya el cántico arrebatado de la dicha, ya la queja quemante de la imprecación. No podemos esgrimir en la defensa de su querida memoria el mito vergonzoso de la “irresponsabilidad de los poetas”, sino, al contrario, defender su recuerdo amparados en la superior conciencia que él tenía de sus actos todos. Y así, debemos demostrar que–a pesar de la muerte, a pesar del tiempo, a pesar de todo... –sabemos acoger en nuestro yo, sus propias manifestaciones y lanzarlas, como él, al rostro de los malos, de los torcedores de la vida. Sin trabas pequeñas, sobre cualquier limitación, nuestro espíritu tiende anhelosamente en busca de su espíritu. La voz que dormía en sus entrañas, la voz profunda de sus versos de oro, atraviesa también las distancias, y se burla de la muerte, y canta en nuestro propio corazón. Recibamos su palabra con una unción ejemplar de ternura y de fe. Ella nos habla de los espacios infinitos que a los humanos– desde sus formas mortales–está vedado concebir; de las zozobras de su vida ante la presencia segura de la muerte: de los tormentos desesperanzados de su razón frente al paso siniestro y tortuoso de la locura que acechaba el instante de una suprema debilidad... Ya no está con nosotros su cuerpo –pálido trasunto de su alma–; ya no podemos ampararnos en su gesto, ni suscitar su palabra elocuente y encendida en esperanzas e ideales. Ya no tendremos más a nuestra vista el espectáculo maravilloso de su personalidad, ascendente cada día en su renovación. Ya no podemos evocar su figura sino débilmente, perdida, esfumada en las brumas grisáceas del recuerdo. Pero nos acompaña su espíritu –hoy como nunca tutelar–, nos acompañan los hondos ritmos que sus manos alcanzaron a traducir, nos acompaña el ejemplo fecundo de su vida que se mostró tantas veces y en formas tan diversas en el breve espacio de sus veinte años tremolantes. Cuando queramos sentir la intensa melancolía, la hondísima queja de la vida ante el horror desconocido de la muerte, nuestros labios modularán su “Miserere”, el oro que marca su tumba. Cuando queramos sentir la inanidad de toda obra, el convencimiento penoso de que es inútil nuestra espera en lo desconocido, acudiremos a la “Elegía”. Y cuando queramos sentir el pasional grito desnudo de su individualidad ante el mal, leeremos los “Trenos” sangrientos de odio y de rencor, santificados por el horror carcelario que les dio vida.

Ha reído el sol en estos días nuestros, poniendo en los gestos y en las sonrisas amplitudes cordiales; ha iluminado con sus luces de oro las calles ciudadanas, y ha hecho refulgir las galas femeninas con el haz candente y dulce de sus rayos vivificantes. Y en el límite de la ciudad, en el rincón recogido y elegíaco reservado a la muerte, ha hecho florecer viejas vegetaciones, y ha exaltado a las glorias de la luz y del viento primaverales humildes follajes y florecillas jubilosas, nacidos de la carne que hemos visto “morir”... Una vez más la vida se enlaza a la muerte; una vez más las fronteras que creó obstinadamente la ceguera de nuestra incomprensión han desaparecido arrasadas por la potencia irresistible de la Vida total. Y una vez más hemos podido saber cómo somos –hijos de los que fueron, padres de los que serán– una especie de puente ignorado entre esa muerte que hoy revive y esta vida que con nosotros muere...

RAUL SILVA CASTRO.