Principio de Autoridad y Patriotismo

Frente al trogloditismo hermético del espíritu burgués, el espíritu proletario, muchas veces, parece anonadarse, anularse, desaparecer... Es entonces que aquél, consciente de su fuerza y de su infalibilidad, se sabe triunfador del espíritu proletario, y se rebela y actúa, y protesta y se impone inexorablemente con la certidumbre del poder erigido en principio, de la fuerza erigida en sistema. Porque es el principio de autoridad, hoy como ayer, la finalidad, mediata o remota, si se quiere, que ha propulsado el pensamiento colectivo de los pueblos en un perpetuo anhelo hacia la libertad. El espíritu libertario ha permanecido proscrito del pueblo, si no subordinado totalmente, al principio de autoridad. Pero bien sabemos: poder y libertad son causas distintas, que se resuelven en fenómenos antitéticos. Sin embargo, el Estado subordina ésta a aquél. Y esto es lógico, fundamental, evidente. Sin esta subordinación que hace de la libertad algo accesorio y factible al capricho de los detentadores del poder, el Estado no tendría razón de ser. Es de su esencia, de su constitución orgánica, esta antinomia jurídica, que subordina lo que es libre, lo interrumpe, lo destruye. El Estado, o poder constituido, en cualesquiera formas que se manifieste, será siempre liberticida, porque el estado por el sólo hecho de ser tal, excluye toda forma de libertad, la cual no puede moldearse a normas jurídicas o políticas, manifestaciones absurdas del vivir jurídico presente y pasado. Porque la ley, expresión normativa de la Sociedad, no tiene otro objetivo que el de destruir toda noción de libertad, propulsando, en cambio, el espíritu rebañego entre los hombres. El hombre, ser amorfo y abúlico, parte integrante e infinitesimal de la masa, del gran rebaño, que es el pueblo, nace, vive, se desarrolla y muere, moldeado, objetivado y destruido por la ley. Viene a la Vida, libre o siervo, porque así lo quiere la ley. Sabe luego del Hambre, del Dolor, de la Vida. Piensa. Y de su pensamiento nace una protesta. Quiere entonces gritar su pensamiento, hacer viva su protesta. Pero, ahora, se sabe incapaz, ajeno a su voluntad, impotente, deforme. Su espíritu, que adolescente, cultivaba la verdad, amaba la libertad, fue asimilado por el espíritu social, legalitario y amorfo, rutinario y estrecho. Libertario en un principio, fue espíritu de códigos después, para morir así, pensando en su vida miserable, rebañega, exulta, servil. Así el hombre, así el pueblo, frente al espíritu legalitario del mundo; rebañego, sin libertad, sin luz, sin vida. Andamos y vivimos entre esclavos. Necesitamos ir por las calles, como Diógenes, con una linterna para encontrar un hombre. Este, sigue siendo siervo, o de la ley o de Dios. Dios y Patria; he ahí los dos fetiches macabros de frentes milenarias, ante los cuales, el pueblo envilecido, rinde el tributo de su carne pútrida. El hombre, a través del tiempo y del espacio, sigue subordinado a estos dos fetiches. De ahí que en nombre de Dios y de la Ley se generan los Estados, y con éstos las Nacionalidades. De ahí que el espíritu humano esté subordinado al espíritu nacional, que es legalitario y por ende anti-humano. Porque el espíritu nacional importa, en su esencia, la más grotesca deformación del espíritu humano, moldeado, asimilado, forjado por el espíritu de los hombres que “forjadores del alma nacional”, viven, piensan y sienten de acuerdo con los códigos o normas inmutables de su vida espiritual y material; o bien por los lacayos venales y viles de la prensa capitalista en su absurda pretensión de voceros de una opinión pública de siervos y de eunucos. Y es de esta degeneración del espíritu nacional que surge en el cerebro de ciertos criminales vulgares ese sentimentalismo de antropófagos, que se llama patriotismo, que no es, en suma, sino una exteriorización del más bajo y grosero egoísmo de los espíritus legalitarios, exentos de toda responsabilidad a los ojos del pueblo, que lo saben carne de cañon, bestia fácilmente domesticable por el patrioterismo. Por eso el pueblo va a la guerra a defender los intereses de sus amos, porque es rebañego y por que está subordinado a un principio de autoridad inexorable, por él mismo erigido, para asesinar o dejarse asesinar, para odiar, violar, profanar, tal se fueran hombres-máquinas que obedecen automáticamente, como movidos por manos invisibles.

ROBERTO NERVAL. Santiago, Septiembre de 1922.