DE LA PROVINCIA

UNO…

Las cosas suceden así… Cada día que pasa se van viendo mejor los acontecimientos del mundo y se va percibiendo, más claramente el “por qué” de los hombres. (Es esto una verdad o una mentira?) De cualquier modo que sea, las cosas suceden así. Y entonces se piensa que mejor es vivir o aprender a vivir que garrapatear unas cuantas tonterías para que algunos fulanos ociosos, tengan ocupación y hablen mal o bien de uno. Pero… algunos días se amanece con la horrible picazón de ver en letras de molde lo que uno piensa o hace. Además es una buena distracción recordar las cosas que le pasaron a uno. ¿Acaso tiene otro objeto la literatura del mundo? Alguien me dice que el escribir no tiene objeto, ninguno; se escribe porque sí y nada más. Muy bien. A mi, a más de esta razón, me es agradable leer lo que usted escribe. ¡Ah! El señor aquel… el pobre diablo aquel… la señorita aquellas… ¡Ah! Y como yo ando de aquí para allá y de allá para acá, mis papelitos se me pierden en cualquier parte, por ahí, y antes que suceda esto mejor es que los publique. Además, me son tan interesantes esas pequeñas cositas cuotidiana que suceden o que piensan! Y hay que tomarlas por el lado más divertido posible. Porque, si los acontecimientos se toman en serio, habría que andar a puñaladas y a balazos con todo el mundo. Las cosas suceden así…

ESTO…

Esto es un puerto. Bullicioso, comercial, con calles asfaltadas retorcidas, pintorescas. Un puerto es—se me antoja—lo mismo que el lecho de las rameras. Por él pasan infinidad de hombres que vienen de los cuatro puntos cardinales; algunos están un día o una noche para no volver más, tal vez. Otros viven, nacen o mueren en él. Es como el lecho de las rameras. Y se ven hombres de todas layas y de todos colores, japoneses, chinos, africanos. Hombres rubios, hombres altos, hombres lindos, hombres… Cuando todavía se viene en el tren, el mar sale a recibirlo. Cordial u hostil—como uno quiera— con su eterno ir y venir llega hasta los rails mismos salpicándolos con su espuma. Y después el puerto, como si tuviese miedo de caer se agarra a los cerros, se trepa por las faldas, da risa ver algunas casas hacer equilibrios inverosímiles para sostenerse. En las noches las luces de los cerros son como un montoncito de estrellas que hubiesen descendido a curiosear la vida de los hombres. A veces se confunden con las estrellas mismas y no se sabe donde empieza el cielo y donde acaba la tierra. Lo más hermoso que hay aquí son los cerros. Por lo menos yo lo creo así. Pero un simpático pintor me ha dicho cuando lo he hablado de esto: ¡Ah! Yo no le hallo interés alguno a eso. Para encontrar algo que pintar he tenido que hacer largas caminatas a Limache o a Quillota. Así debe ser. Pero yo me he quedado pensando que casi siempre esta gente que sale a buscar “motivos interesantes”.

DE NOCHE

De noche cuando nos íbamos a acostar, no sabiendo que hacer ya, hemos decidido pasear. Vamos a Viña del Mar—ha propuesto alguien. Y hemos aceptado. Bueno es andar de noche cuando la gente honesta, buena y metódica, duerme su sueño apacible entre sus limpias sábanas o en sus inmundos cuchitriles, y sobre todo, cuando hay estrellas y una luna redonda como queso y una carretera limpia y suave y amigos que hablen o discutan. Hay que tomar una taza de café antes. No importa que sea entre choferes y pobre gente que habla groserías y que grita, discutiendo sobre box, sobre fútbol. Hay que comprar cigarrillos; siempre cuando se charla o se anda es agradable fumar cigarrillos. Hay que comprar tortillas por que son… ¡qué buenas son las tortillas a las doce de la noche cuando se anda y se habla porque no se tiene otra cosa que hacer! ¡Es tan fastidiosa la gente del día, con sus intereses mezquinos, con sus alegrías mezquinas, tan majadera, tan tonta! Bueno es andar a la orilla del mar, oyendo el ruido del mar, sintiendo el olor del mar, mientras los amigos hablan o discuten. Aullan las sirenas de los barcos. Resuella y echa humo una fábrica. Pasan los tranvías, pasan los autos llenos de gente, cansadas, adormiladas. Nosotros andamos por la interminable carretera; una carretera asfaltada, limpia, llena de luz. Los fanales de los barcos hacen fantásticas morisquetas en el agua. A lo lejos las luces de los cerros refulgen como las perlas de un collar. ¡Agradables andanzas a la orilla del mar, sintiendo el olor de mar, oyendo el interminable rumor del mar! Así a la orilla del mar a la media noche se oye mejor el latido del corazón y el pensamiento es más claro. Alborotamos las quietas calles donde tanta gente rica viene a exhibir sus hembras y sus dineros. Gritamos, cantamos, reímos, frente al ir y venir del mar, frente a la inmensidad del mar. Catamos y reímos como niños… Al llegar las primeras luces del alba hemos llegado hasta nuestras casas. Desde un cerro vemos la llegada del día… Después yo me acuesto sintiendo el olor del mar, oyendo el interminable rumos del mar!

Pablo GERARDO