PAGINAS ANTIMILITARISTAS Yo, SOLDADO

Con motivo de la cercanía de las llamadas “fiestas patrias” se ha exaltado, como de costumbre, el tópico nacionalista y militarista, tan sobajeado entre nosotros. En este relato autobiográfico de KNUT HAMSUN hay una adecuada representación del corrupto ambiente militar tratada con la maestría y soltura de estilo que el autor de “Pan” y “Hambre” distinguen.

En nuestra constitución hay un artículo que dice: “Todo ciudadano, a los veinte años, está obligado al servicio militar de acuerdo con las disposiciones de la ley.” Yo, que me lo sabía de memoria, no me dí cuenta de que se acercaba mi hora, y, un día, fui dolorosamente sorprendido con una citación en donde se me decía que concurriese a un examen medico, y meses después, con otra en donde se me ordenaba que como ciudadano me alistase en las filas. Así lo hice, aunque confieso que en contra de mi voluntad: ¡qué otro remedio me quedaba! Pero más vale que no lo hiciece. Acostumbrado a mi vida desordenada de bohemio, y ahora, de un momento a otro, aquella tan metódica, tan disciplinada, tan extremadamente igual, mi alma sintióse rebelada y por unos días creí enfermar. Gracias a Dios, aquello debía durar bien poco. Dadas las influencias de un pariente, fui sacado a las dos semanas de la compañía y trasladado a la administración del regimiento. Y allí era muy distinto. Tenía horario de oficina; comía y dormía en el hotel; no hacía ejercicios; y dependía sólo de mi jefe, un teniente primero asimilado, que era—rara—todo bordad y corazón. Después, los suboficiales, con el fin de que les informara del día en que se cobrada el sueldo o de cualquier otro asunto, me trataban de muy distinta manera que a cualquier clase, enseñándome en vez de aquella mirada dura como la culata de su fusil, una sonrisa estúpida, falsa, como sus mismas vidas. Yo creo que les sonreía de la misma manera. Sucedió por aquel entonces que, a pedido, D. Alfredo Dorghen, que por entonces dirigía la revista “Bergen”, escribí un cuento de ambiente militar; pero, por desgracia, aquello más que un cuento, resultó ser una fuerte diatriba contra los abusos e injusticias que se cometen con el sér humano, ya que no con el ciudadano. Verdaderamente, no era otra cosa que un panfleto antimilitarista. ¡Oh, cuánto eché de menos después que la revista en cuestión no se fundiera dos meses antes o que, tan siquiera, mi trabajo hubiese sufrido las inclemencias del canasto! Y explicaré el por qué. Una tarde, al regresar al cuartel, fui llamado por el sargento de guardia, quien, sin darme ninguna clase de explicaciones, me condujo delante del oficial de servicio. Era éste un teniente primero, bajo y estúpido como una carabina. —¿Usted es el conscripto Hamsun? –Sí, mi teniente primero. –Hay una orden del jefe del Regimiento de pasarlo al calabozo. —¿A mi?—pregunté asombrado, e indagué más asambrado aún—¿Por qué, mi teniente primero? —Ya se lo dirán después. —Pero…—quise protestar. —No sea recluta, no accione, conscripto—y ordenó al sargento—:Páselo no más. El calabozo era una habitación rectangular de dos metros por tres, sin ventanas y con una sola puerta. Todo, las paredes, el techo, el piso, era de piedra, hasta la atmósfera que se respiraba. El único mueble que había era un banco, todo desvencijado, con una pata más corta que las otras, por cuya razón hubo que ponerle debajo un taco de madera. Confieso que no me agradó nada esa celda; gravitaba en ella cierta tristeza que oprimía el alma, mortificándola con siniestros presentimientos. Solo ya, me puse a examinar el encierro, cuando una escritura en el marco de la puerta, hecha con un cortaplumas, llamó vivamente mi atención. Me acerqué y leí: “Osvaldo hemtrand, de la clase 1879; castigado a diez años en el cuerpo de disciplina, por indisciplinarse con un cabo que quiso maltratarlo.” Y me imaginé a Hemtrand como a un muchacho alto, erguido, bueno, único sostén de unos viejos achacosos. Luego, sentándose en el banco que, a mi peso, chilló como un ratón cogido por un gato, dí en pensar en el motivo de mi encierro. Mi memoria no recordaba que yo hubiera cometido ninguna falta; a n ser unos versos que escribiera en una página del libro del racionamiento. —No, algo peor, otra cosa más grave que pueda motivar este castigo—repliqué. Pero nada, mi memoria no supo darme razones. Y hube de recriminarle duramente su terquedad. Hacía media hora que estaba sentado encima de aquel banco; mi memoria continuaba dialogando conmigo, cuando una voz se entremezcló en nuestra conversación, haciéndome estremecer. Giré rápidamente la cabeza hacia atrás muy sobresaltado, y ví al sargento que, con voz seca, me ordenó que le siguiese. Dos de mis compañeros, con la bayoneta calada, seguíanme tres pasos atrás. Escoltado de esta suerte llegué al despacho del Jefe del Regimiento. Debo confesar que no iba muy tranquilo. La idea de que podría haber cometido algún delito, sin saberlo, me torturaba. Después, sentía el roce helado de las bocas de los fusiles en la espalda y en la nuca, como si auduviesen urgueteando, buscando mis pulmones y mis ideas. De pronto me quedé firme, duro, hecho una estaca de carne. ¡Estábamos delante del Jefe del Regimiento! Era éste un hombre alto, musculoso; su rostro daba la impresión de un ser consumido por la fiebre de matar… y sus ojos, los de un hombre inhumano y brutal. Las medallas que adornaban su pecho, mentían en él grandes manchones de sangre. Tenía los brazos apoyados sobre el escritorio, y sus manos, en ese instante, se me antojaron dos series de balas olvidadas allí. Al verme me miró de arriba abajo y, con su voz que tenia el eco del cañón, me dijo: —¿Con que era usted el escritor?—y agregó, entornando los ojos como con nostalgias de batalla—: He leído su artículo en la revista “Bergen” y debo confesar que lo he encontrado admirable. Había leído infinidad con el mismo tema de sus colegas los poetas; pero ninguno me agradó tanto como el de usted. De tal manera que he decidido traerlo a mi presencia para felicitarlo. Tanto yo como todos mis subalternos, nos sentimos orgullosos de albergar en nuestro regimiento a un conscripto de las condiciones de inteligencia de usted. Quise agradecer esos elogios; pero en aquel momento sus dos hileras de dientes, no sé cómo, chocaron entre sí, produciendo un sonido metálico que me hizo tiritar de miedo. Y sonriendo, satisfecho, abriendo sus narices como si aspirase olor a pólvora, prosiguió: —Lástima grande que haya publicado usted sus opiniones durante su permanencia bajo las armas… Hay un artículo en nuestro código que castiga muy severamente tales ideas y debido a ello me veo forzado a levantarle un sumario; pero no se intranquilice usted: trataremos de que su estada en Trondhyen sea lo más corta posible… El teniente coronel volvió a examinar silenciosa y escrupulosamente todo mi cuerpo, y cuando se hubo dado bien en cuenta de que era un poco raquítico y de que mis brazos no eran lo suficientemente musculosos como para derribar árboles allá en Trandhyen, hizo un mohín de disgusto; pero no dijo nada. Se quedó pensativo, y luego ordenó: —Llévelo, sargento. De nuevo en el calabozo me puse a pasear por la celda, cuan larga era. —Trondhyen… el cuerpo de disciplina… ¡Están todos locos—dije pensando en lo que me dijera el Jefe del Regimiento. Luego me acordé de mi casa; de mis padres, de mis hermanos, sobre todo de mi madre… Cuando se enteraba de mi arresto se apenaría. Y mi padre también se apenaría. Y según su costumbre, yendo y viniendo por el comedor, diría sentenciosamente: —Me gusta. ¡Ahí tiene lo que saca con escribir sus estupideces! Apenado, nervioso, por estos recuerdos, me senté en el banco, y pensativo, elevé los ojos entristecidos hacia el techo de piedra mugrienta que gravitaba como una lápida sobre mi cuerpo, sobre mi cabeza…

—Eh! ¡Arriba! Al lado mío estaba el cabo de guardia que me sacudía por los hombros, mientras que un cuartelero, me tendía un plato de sopa de bacalao y dos galletas; estaban duras como suela de zapatos y la sopa despedía olor rancio. —No voy a comer, no tengo ganas. Prefiero fruta. ¿Permite que el soldado vaya a comprarme? El cabo inclinó afirmativamente la cabeza. Después salieron. Cuando volvió el cuartelero, aproveché una oportunidad para decirle: —Hazme un favor… Mira, cuando salga alguno, dile que avise a casa y que diga lo que me pasa. ¿No te vas a olvidar? Con un gesto me aseguró que no. De nuevo la pesada puerta se cierra tras él: chirrían los cerrojos y de nuevo me quedo solo. Hacía diez minutos que había terminado de comer, cuando el cabo de guardia abrió la puerta se paró en el umbral y me dijo secamente. —Puede ir al servicio, si quiere—y a los dos centinelas—: Antes de cinco minutos aquí. Ya saben, está prohibido hablar con los presos. ¡Y la noche estaba espléndida! El aire en calma, fresco y sereno; la noche, un poco oscura, pero hermosa, y el cielo, sembrado de estrellas que titilaban alegremente; estaba tan azul, que se diría que lo habían teñido o limpiado recién. Y fue en ese instante, bajo el cielo azul espléndidamente hermoso, donde la idea de “no ser” llagó por vez primera mi corazón; ahora encontraba en mi encierro algo de humillante, de ruin, de mezquino…

Apreté los labios con ira y miré a los soldados que me custodiaban. Seguíanme tres pasos atrás con el máuser en el hombro en los que las hojas de las bayonetas, centelleando en las tinieblas, se me antojaron dos dedos fantásticos que arañasen la eternidad Me paré de súbito, y ante la voz de uno de ellos, que me dije: “¡Camina, vamos! Si nos ven nos castigarán luego a nosotros”, proseguí mi camino lentamente. Y al ir a dejar el campo—en medio del cual está incrustado el servicio—para penetrar en el edificio, a lo lejos ví brillar una lucecita de gas; parpadeaba nerviosa y parecía que también quisiera escaparse del foco que la aprisionaba…

Pero no sigamos adelante. Estas narraciones se hacen monótonas, cuando se las descarna de la bendita pulpa de la realidad. Sí, es mejor que terminemos aquí. No hay tiempo que hacer perder a los lectores con nuevas divagaciones, porque al otro día, gracias a mi pariente, no sólo fui puesto en libertad sino que se me dio de baja. En la libreta de enrolamiento bautizaron el motivo con el nombre de una enfermedad mental. Podrían haberla bautizado de colitis crónica ya que, verdaderamente, es esa la enfermedad que padezco desde el día que hice mi primera comunión. Pero esa u otra poco importa; lo esencial es que fui puesto en libertad y con ello queda dicho todo.

Knut HAMSUN.