LIBROS DE ESTAMPAS

(De “La Vida de un hombre”.)

¿Qué a mí los juegos en que los otros muchachos se golpean y hacen daño? Mientras que ellos armaban bulla en el patio del recreo, aturdían sus gritos y palabras precipitadas como un árbol poblado de pájaros que se desgajara en canciones, yo solo en mi pequeño rincón hojeaba el libro de estampas ¡Maravilloso libro de estampas! Todo lo que después debiera ver en la vida: las pasiones y sentimientos que me estremecerían, se agitaban ya en sus breves páginas. Aquellos personajes de la ilusión obraban como seres reales que después hemos visto. La hipocresía y la perversidad humanas estaban representadas en Maese Lobo que con su oscuro gabán de pieles, retociéndose las bigotes erizados y satisfechos, pensando en altas razones de política y de estado sale todas las mañanas—los médicos le han recomendado los ejercicios físicos para su vida sedentaria y el surmenage en que la sumieron sus dilatados cálculos y reflexiones—sale todas las mañanas a dar su paseo por el campo. Encuentra a Caperucita, tiene hambre y se engulle el tarro de miel y de manteca. ¡A esas horas el bosque está tan solitario! Y luego cuando regresa a la ciudad, Maese Lobo camina con pasos tan firmes y majestuosos: su rostro es el mismo rostro severo de atalaya del orden y de la justicia, saluda tan gentilmente a las señoras, fuma su cigarrillo con la displicencia de uno que no quiere dejarse poseer ni por los pequeños vicios, que nadie pudiera sospechar de su honorabilidad y procedimientos. El episodio de Caperucita será para los que conocen de antiguo a Maese Lobo, inocente calaverada, pequeña travesura que no mancilla una reputación tan ilustre. Cuando más los colegas de Maese Lobo, en el Club, aprovecharán la ocasión para un chiste; uno de aquellos chistes en que se elogian la habilidad y las fuerzas del sujeto, la simpática atracción que ejercen sus dones y sobre todo sus blancos dientes sobre las cándidas y temblorosas Caperucitas: chistes halagadores que hacen florecer en sonrisas hasta las bocas oscuras de los lobos.

Blanca de Nieves nos hacia soñar el amor y penábamos de sus románticas querellas, y las botas de Pulgarcito nos traían la inquietud de los caminos, de los caminos largos y distantes que nadie transita, los caminos que se pierden en el bosque y llevan a las casas de los ogros. Malos ogros que ya destruiríamos: son seres torpes y pesados los ogros. suelen dormir largas y abochornantes siestas digeriendo sus trabajosas comidas; no se cuidan sino de colmar el egoísmo y gustan de que en la hera de la siesta—ellos tienen dinero y lo pagan bien—alguien les espante las moscas importunas o les rasque la enmarañada cabeza. Aprovecharíamos nosotros de ese momento: mataríamos el ogro y ágiles y alegres seguiríamos nuestro camino apartando y destruyendo todas las cosas ruines, feas o pesadas que dañan la belleza del mundo. ¡El libro de estampas! En ese pequeño universo polferomo de poesías y de personajes se refugiaba nuestra alma entumida de muchachos inermes. No trocábamos nuestro silencio contemplativo lleno de inquietudes, las magnificas apariciones encantadas que poblaban nuestra mente, los dramas intensos o las joviales comedias que ocurrían en nuestra imaginación, los personajes familiares de nuestra fantasía con quienes hablábamos a todas horas—Aladino nos señalaba un nuevo prodigio de su lámpara, Simbad relataba una nueva aventura de sus viajes, la princesa había despertado del sortilegio centenario y expresaba su asombro ante la luz y las cosas que volvía a contemplar—no los trocábamos por aquellos ruidosos juegos en que otros muchachos demostraban sus fuerzas con los más pequeños o con el tímido recién llegado que se siente estupefacto ante los usos y costumbres del colegio; todos le miran y él no sabe cómo vencer y desviar las miradas de los demás, busca en vano entre los grupos de indiferentes o de curiosos el amigo que lo guíe al través de aquella casa tan grande, tan confusa y hostil.

El libro de estampas era el único amigo consecuente. El no expiaba nuestras pequeñas travesuras, nuestros pequeños deslices para ir a soplarlos después a los vigilantes. Los vigilantes lo temían y perseguían como a un cómplice. Y lo vedado y clandestino de nuestras lecturas—en las monótonas horas de estudio, las tardes de verano cuando el calor y las moscas hacían cabecear al vigilante desde su urgido pupitre implacable: nosotros estábamos frente a un árido e irresoluto problema y escudados tras de los cuadernos y atlas, tras las altas molduras de nuestro escritorio, empezamos a abrir medrosamente las páginas: el temor, la sorpresa, la habilidad y rapidez de nuestras maniobras avivan—como en los amores contrariados—nuestro gusto y nuestra simpatía.

Razón tenían los vigilantes. Aquellos libros eran perjudiciales. Despertaron en nuestra alma infantil los vehementes anhelos de justicia con que los caballeros del romance desafiaban los reveses y penalidades. deshacían los difíciles encantamientos por libertar las princesas cautivas. Nos tentaban al amor y a la aventura. Si eran una alegría de los ojos, un deslumbramiento de los sentidos, una fiesta de la imaginación aquellos jardines de Aladino donde las flores eran piedras preciosas, también sentíamos las vagas penas imprecisas de Cenicienta y Blanca de Nieves. Nuestro corazón ya se enfermaba de sentimentalidad. Después en la vida, hemos sido como en los recreos del colegio. Mientras los otros hombres iban al bullente juego de sus pasiones e intereses que sólo difiere del juego de los niños en que es más sórdido y cruel, nosotros estábamos abstraídos ante el libro de estampes—ahora más grande pero no menos ilusorio—de nuestros ensueños y meditaciones. —¿Cuándo vendréis a luchar?—nos preguntaban. Y como el niño que se abstiene y a quien se llama para que tome parto en las luchas y coloquios de sus compañeros, respondíamos:

—Ya…

Pero seguíamos silenciosos en nuestro rinconcito, hojeando por vigésima vez, con los ojos dilatados por el anhelo, nuestro libro de estampas.

Mariano PICON SALAS