Parábola de la hora actual

 

Mi barrio no es un barrio aristocrático, absolutamente. Es un barrio de suburbio, muy chileno; hay mugre y basura hasta en los tejados. El polvo lo cubre todo, veredas, casas, calles, almas y corazones. Los niños crecen entre la mugre, raquíticos, como libertades en un país de tiranos. Hijos de obreros, de militares, de turcos, de frailes y de prostitutas, corretean por sus callejuelas todo el día, llenando de gritos y chillidos el ambiente pesado y dispersando con sus cuerpecillos las colonias de microbios que gravitan en la atmósfera. Y la miseria se desarrolla en los conventillos como un gusano en un cuerpo putrefacto, como la idea de la revuelta a la sombra de la reacción. Pero en él se puede vivir, malamente, pero se puede. Se puede vivir hasta el instante, fatal instante, en que el carro de la basura aparece en una de sus encrucijadas. La hora de la limpieza es la hora amarga. Un basurero, negación de lo limpio, esencia de la mugre, símbolo del piñén, piñén él mismo, desde la pelambrera pegada al cráneo por el sudor, hasta el talón, agrietado como una muralla de adobes,–llena de lagartijas–, con una escoba y una pala en las manos, inicia su labor higiénica, rascando los montones de desperdicios. Tras él zumban las moscas como aviones pequeños. El carro despide un olor agudo y doloroso. Se acaba entonces la calma y el bienestar de que se gozaba entre la mugre. No se puede hablar. Los niños huyen. Y la miseria se agranda. Los pulmones respiran despacito, procurando aspirar la menor cantidad de aire. Los bronquios se sienten atemorizados, como transeúntes en una callejuela tenebrosa, y las aletas de la nariz disminuyen su capacidad receptora. Millones de microbios, desde el orgulloso y solitario del tétanos, pasando por el modesto de la difteria y el bullicioso de la tos convulsiva, hasta el popular bacilo de Koch, suben en espirales armoniosas desde las piedras de la calle hasta las mucosas nasales. ¡Qué danza! Es la danza del mundo microscópico, temible en la guerra, tranquilo en la paz. Cuando el símbolo de la roña, del piñén y de la caracha, después de sonar por última vez su campanilla, a cuyo sonido los microbios descienden a tierra, desaparecen en otra boca-calle, los habitantes del barrio respiramos. ¡Ha pasado la hora de la higiene! Los pulmones se dilatan, los bronquios recobran su tranquilidad y las aletas de la nariz se abren como boca-tomas. Pero el alivio es momentáneo. Mañana se repetirá el instante y se repetirá hasta el día que los vecinos tomemos por nuestra cuenta la limpieza, mandemos al demonio el carro y el basurero y concluyamos con todos los microbios, pero definitivamente.

M. R.