LA REVOLUCION NO HUBIERA FRACASADO

Los movimientos de fuerza; exceptuando algunas revoluciones sociales; caen, fatalmente, en la pendiente de la reacción; pero uno, aunque haya sido educado en el escepticismo más sistemático, acaso por la decisiva razón de ser joven, tiene una terrible facilidad para encenderse ante cualquier hecho nuevo. En este país nuestro, donde todo se ha envejecido y se subordina todo, en la letra, a la tradición, un hecho que no recuerde situaciones antiguas, tiene inevitablemente que acelerar nuestras pulsaciones.

Alessandri fue el símbolo de un renacimiento. Con él debió comenzar una etapa. En torno suyo se agruparon los partidos de oposición, y para defenderlo y levantarlo, centenares y miles de hombres que viven preocupados solo en su propio sustento se echaron a la calle y delegaron en el sus innumerables aspiraciones; pero, cuando llegó el momento de la acción, cuando debió comenzar la materialización de su programa, vimos que sus democráticos ayudantes, tenían la mentalidad tradicional y empleaban los mismos procedimientos de sus antecesores. No hubo en su gobierno más orden administrativo, ni se intentó la solución de los problemas fundamentales, ni se trató de establecer el equilibrio social, elevando la condición de ciertas clases desposeídas. Fue, desgraciadamente, un gobierno de amigos como todos los qué existieron.

El último Congreso careció hasta de calidad mental. Más que representantes de pueblos, sus componentes, eran comensales. Los anhelos políticos habían quedado con los electores en las provincias lejanas. Venían solo a participar en el festín, a comenzar una carrera, a saciarse. Cuando llegó la hora del desmoronamiento, esos directores de asambleas, esos alquimistas de la política, valientes para levantar su propia hacienda, demostraron un desconocimiento absoluto de las responsabilidades que incumben a los verdaderos jefes. Bastó una pequeña ventolera para que, a semejanza de las hojas sin savia, huyeran en absoluta dispersión. Vivíamos en una especie de crepúsculo, sabíamos que llegaría la noche pero ignorábamos su duración. Por un lado, la mayoría política, mediante intrigas y claudicaciones, iba realizando el negocio de sus asociados. Y al frente, la oposición de los sátrapas relumbrantes, imposibilitada para el medro, hacia la apología del puritanismo. Bajo esta atmósfera, estrujados por las dos turbas, nos íbamos pudriendo sensiblemente. El remezón que produjo el alzamiento militar, nos libró de tan repugnante espectáculo. Pudimos respirar y ver hasta lejos. Los militares, hasta el 5 de Septiembre, se habían mantenido en su rol de fuerza subordinada al poder civil. Carecían de experiencia política, vivían al margen de toda orientación ideológica y como se creyó que poseían ciertas virtudes, sus promesas claramente estampadas en el manifiesto del día once, fueron recibidas con satisfacción. La primera equivocación de los jóvenes militares consistió en entregar el poder a sus jefes que, aparte de no estar íntimamente vinculados a su movimiento, por tradición y vinculaciones sociales, no podían compartir los propósitos renovadores que este tenía por fundamento y objetivo. Este error debía antes de muchos días torcer el rumbo del movimiento militar. La Junta de Gobierno, para franquearse el camino, quiso que su primer acto importante aislara a los militares jóvenes de la juventud civil. Excusada en una pretendida conspiración, expulsó del país, brutal y súbitamente, a Daniel Schweitzer. El efecto fue matemático y fulminante. Los civiles, con sobrada razón hicieron oír sus protestas y desapareció toda posibilidad de cooperación.

Obtenida esta primera victoria, la Junta de Gobierno torció el rumbo, y el programa que quiso realizar no fue de creación sino de reacción inconfundible. Se intentó primero establecer esa monstruosidad que se denomina voto plural; luego se bosquejó la autonomía universitaria para favorecer a la iglesia; se ensayó también la implantación de la lotería nacional para oficializar el vicio; se pretendió entregar los ferrocarriles a un sindicato extranjero; se suspendió la vigencia de la ley que beneficia a los empleados; se conminó a los directores de diarios a renunciar a toda crítica; se intentó cambiar gran parte del actual personal diplomático, por otro compuesto de conservadores y reaccionarios alejados de la política; se reemplazó a todos los intendentes y gobernadores por militares y servidores del nuevo régimen; se suprimió de una plumada la libertad de reunión en sitios públicos; se abandonó la promesa de efectuar “una libre asamblea constituyente” y se ha fijado la fecha de elección de un congreso que tendrá facultades de constituyente aparte de sus atribuciones ordinarias, y por último, se ha dictado una ley electoral que deja al pueblo a merced de los que lo han explotado en todos los tiempos. Mientras tanto, la Junta Militar que hizo una revolución para levantar al país y afianzar su progreso total, ha limitado su acción a impedir la adopción de resoluciones monstruosas. Ya ni siquiera lucha. La ley electoral está todavía en pie. La Asamblea Constituyente ha desaparecido del plano de las posibilidades; las libertades que se prometió respetar apenas existen. La revolución ha fracasado y los revolucionarios, muertas sus espasmódicas esperanzas, dejan que los días vayan endureciendo la arcilla en que debieron plasmar el Chile futuro. ¿Por qué ubicamos en ellos nuestra confianza?

La revolución militar ha muerto por falta de atmósfera. Con un poco de oposición hubiera echado raíces y con un poco de simpatía habría sido fecunda, habría creado el ritmo que nos falta; pero nosotros somos un pueblo de atrofiada epidermis; no somos capaces de oponernos ni de exaltarnos ni de crear nada. La masa ha sufrido los acontecimientos sin el menor impulso de defensa ni de adhesión. Para que la revolución no feneciera, habría sido menester que una fuerza nueva, menos disciplinada pero de más rica iniciativa, hubiera hecho suyo el programa e intentado, a la vez, realizarlo siguiendo un camino paralelo. De esa manera, las posibles influencias conservadoras que parecen haber inspirado la obra del gobierno, hubieran sido neutralizadas y apagadas por la avalancha. Por desventura, las masas que debieron ser las más interesadas en modificar la organización social, no aportaron esa fuerza y perdieron una valiosa oportunidad de dominar los acontecimientos y aún de desviarlos hacia su propio cauce. ¿Qué acontecerá mañana?

GONZALEZ VERA.