RUSIA

Para comprender el fenómeno ruso, hay que acercarse a él libre de todo preconcepto doctrinario. Hay que considerarlo no tanto como suceso político, sino más bien como acontecimiento humano, ya que lo político es sólo una expresión de esas fuerzas vitales y psicológicas que actúan en los hombres. El origen de la revolución rusa– y de lo que está ocurriendo después– está más allá de las causas económicas y sociales: yace en la capacidad creadora del pueblo ruso, en su sentido trágico y sacrificial de la vida, en la exuberancia de su vitalidad. Recordemos aquella página profética en que Nietzsche predijo los acontecimientos de Rusia. “Hay allí, dijo, “mucha voluntad acumulada”. Estas palabras sonaron a hueco en una época en que estaba de moda hablar de la resignación rusa, la cual ha resultado una apariencia engañosa. Los pueblos muy enérgicos suelen ocultar sus fuerzas bajo una apariencia resignada y fatalista, que les permite desdeñar los estímulos fáciles. Pero al ser exigidos a fondo, demuestran esa forma terrible de la vitalidad, que consiste en reaccionar ante el dolor, en forma creadora. Desde el siglo pasado, todos los rusos grandes presentían el destino de su patria. Sentían en carne propia ese bullir de fuerzas encontradas, que preludia las épocas intensas. ¿Qué otra cosa significa esa fe encendida con que hablaban de la misión de la Santa Madre Rusia? En cambio, Ivan Karamazof comparaba a Europa con un cementerio de recuerdos ilustres: con el cementerio de la decadencia europea, frente a la juventud y bárbara exuberancia de los rusos. El pueblo que dio a la novela su más alta expresión y que, a pesar de enfrentarse con la formidable tradición europea, ha podido ser original en las demás artes, era el único con la vitalidad suficiente para hacer el ensayo de una nueva forma social. Y lo más interesante es, que esta nueva estructura social, al dignificar al proletario, le ha permitido acrecentar fuertemente su originalidad creadora. Todas las expresiones rusas de estos últimos años– tanto artísticas como políticas y económicas– llevan más que nunca el sello de lo espontáneo y lo original. La nueva literatura rusa es de un valor indiscutible. La novela, en especial, es tan novedosa y tiene tal vividez humana que, a su lado, la producción de los otros países parece bien poco interesante. La arquitectura– forma de expresión artística, en la que los rusos habían demostrado escasa originalidad– ha logrado de golpe un estilo propio. Las fotografías nos han permitido conocer realizaciones arquitectónicas muy bellas, en las cuales la audacia y la delicadeza, se funden en una síntesis muy bien lograda. La censura ha impedido al público de nuestro país conocer al cine ruso en su totalidad. Sin embargo, ateniéndonos sólo a las películas que se han pasado en Chile, podemos ver que los críticos europeos no exageran, cuando aseguran que el cine ruso es el primero del mundo. Aun una cinta mediocre y anticuada como “El Domingo Negro”, estrenada hace poco en Santiago, es incomparablemente superior a las puerilidades que nos envían de otros países. El mismo Plan Quinquenal puede considerarse como una realización colectiva, en la que lo poético tiene, por lo menos, tanta importancia como lo económico. Es un magno poema industrial, como no lo hubiera imaginado mejor el viejo Whitman, pero tallado en la carne viva de la realidad. Sin exagerar, puede decirse que, hoy por hoy, no hay en la tierra ningún pueblo que iguale al ruso en originalidad y facilidad creadora. Sus triunfos y sus derrotas; sus aciertos y sus errores; toda su vida, en fin, ha llegado a tener un significado mundial. Y los pueblos, al igual que los hombres, no pueden aspirar a nada superior que esto: trascender sus limitaciones para llegar a simbolizar una gran esperanza humana.

SANTIAGO URETA