SEMBLANZA DE UN PASTOR DE ALMAS

UN GRAN SEÑOR ECLESIASTICO

Todos saben que en Francia, antes de la Revolución, el primogénito en las familias nobles, heredaba los títulos y las propiedades y se dedicaba, por lo general, a la camera de sus armas. A los segundones, a quienes no se les podía dejar propiedades, se les dedicaba a la carrera clerical. Se les destinaba así a los honores, a las prebendas, a las rentas adscritas a las altas dignidades eclesiásticas. Nadie ignora que el más brillante de esos nobles eclesiásticos fue Mauricio Talleyrand. Apenas llegaba a la mayor edad y ya se le confería el obispado de Autun. Dejando a cargo del obispado a vicarios candorosos y concienzudos, él derrochaba en Paris, en una vida petroníana, de gran señor opulento, las rentas fabulosas que producta un obíspado que conservaba aún cierto carácter medio feudal. Pero aun en su disipación, Talleyrand no dejaba de dar muestras de celo apostólico. De tiempo en tiempo escribía cartas a sus vicarios anunciándoles que había obtenido de la Santa Sede—cosa que no le era difícil dadas sus influencias en Roma—valiosas gracias para sus diocesanos de Autun: la dispensa de algunos días de ayuno, la concesión de algunas indulgencias extraordinarias… Como cosa sin importancia, en una post-data de tres o cuatro reglones, agregados a estas cartas Talleyrand pedía a sus vicarios que le enviaran fondos, aunque fuese comprometiendo con grandes descuentos las entradas del año próximo. A pesar de sus rentas cuantiosísimas, Talleyrand solía andar muy apurado de dinero.

EL RECUERDO INVOLUNTARIO

A muchos, la presencia de don Rafael Edwards en el clero de Chile, les trae involuntariamente a la imaginación el recuerdo de los segundones eclesiásticos de las antiguas familias nobles francesas. Y a no pocos les recuerda especialmente a Talleyrand, no por cierto en lo disipado lo diplomático, en lo florentino, en lo singularmente diestro para hacer servir a sus fines los hombres y Las cosas. Se ve que el Sr. Edwards, como el brillante diplomático francés, seria el más indicado para deslizar palabras insinuantes o seductoras a los oídos de los reyes, de los presidentes, de los nuncios, de las mujeres hermosas, de todos cuantos son un poder, una fuerza, un prestigio, un encanto. Su nacimiento, sus relaciones de familia, sus vinculaciones sociales, sus brillantes aptitudes, todo parecía destinarlo a las altas funciones y dignidades de por vida civil. Pero el señor Edwards llegó una tarde a golpear las puertas del Seminario de Santiago. Luego vistió el traje talar, recibió la tonsura y emprendió los estudios eclesiásticos. ¿Un, desengaño prematuro? ¿Cierto temor, casi involuntario, al desequilibrio entre una alta situación social y una situación económica no correspondiente a aquella? ¿La neurastenia, el cansancio heredado a consecuencia de la intensa vida llevada por los antecesores? Sería difícil precisarlo. Sin ser el señor Edwards en el Seminario un estudiante aplicado, tenía ya cierta facilidad de maneras, de palabras, de asimilación que suplían a estudios más prolijos. Esta circunstancia, unida al prestigio, de que lo rodeaban sus brillantes relaciones de familias, fueron título bastante para darle patente de alumno distinguido. En tal carácter fué enviado a Roma, a construir sus estudios en el Seminario Pío Latino Americano que fundó el clérigo chileno don José Eyzaguirre, y en la Universidad Gregoriana, que dirigen, según entendemos, los padres de la Compañía de Jesús. No parece que desplegara allá mucho ardor en los estudios eclesiásticos. Había entonces en el carácter del señor Edwards cierta aristocrática “nonchalance” que habría hecho difícil adivinar al hombre de tan extraordinarias actividades que hemos conocido más tarde. Había en sus aficiones, en sus gustos, en su modo de ser algo del “diletante”, mucho de “amateur”. Un lienzo de Rafael, un bajo-relieve de Leonardo, una salmodia de Palestrina parecían atraerlo mucho más que las arideces de la “Summa” de Tomás de Aquino, a las crudezas de la Teología Moral de Alfonso de Ligorio. Como quiera que sea, lo cierto es que pasaron algunos años, y un día desembarcó el señor Edwards en Valparaíso trayendo en sus maletas el diploma de Doctor en Ciencias Sagradas. Vuelto al país, sus años se iban deslizando suavemente, sin que mostraran mucha prisa en llegar. Profesor en el Instituto de Humanidades, no tenía las rigideces, las minucias, los escrúpulos de método del pedagogo profesional, parecía más un conversador ameno que un maestro pronto a alzar la palmeta contra los estudiantes perezosos. Del Instituto de Humanidades, pasó a la redacción del antiguo diario clerical “El Porvenir.” En un diario de que acababan de salir diaristas de tanto talento como don Rafael Gumucio y don Rafael Egaña, el señor Edwards supo también mostrar talento No resultó un diarista profesional, pero se reveló un escritor ilustrado, un polemista urbano, un adversario cortés. No mostró más aficiones a las tareas de diarista que las que había mostrado a las tareas de profesor. El señor Edwards, seguía envuelto en cierta aristocrática “nonchalance.” Sus grandes cualidades, sus brillantes aptitudes parecían gastarse o distraerse en amenos entretenimientos de “causeur”.

LA AVENTURA INICIAL

Pero Rogó un día en que la Compañía de Jesús creyó llegado el momento de iniciar ya en este país una de esas geniales aventuras para adueñarse de Chile, como se adueñó del Ecuador por medio de Gabriel García Moreno y de Colombia por medio de Rafael Núñez. Se necesitaba un hombre a propósito para trabajarse el Ejército y la Armada. Con mirada aquilina, la Compañía de Jesús descubrió ese hombre en don Rafael Edwards. Adormeciendo a los partidos liberales, con supuestas necesidades de carácter internacional, se logró introducir a don Rafael Edwards en las instituciones armadas con el titulo de Vicario Castrense y con sueldo, honores a influencias de General de Ejército y de Vice-Almirante de la Escuadra. Jamás una elección ha correspondido mas cumplidamente a los planes que para hacerla, se tuvieron en vista. Desde su ingreso a las instituciones armadas, el señor Edwards, como Saulo después de las visiones de Damasco, se transformó totalmente. Ya no se da de bajo un cabo, no se contrata un corneta, sin que el señor Edwards lo vea, lo examine, lo controle, lo critique, lo juzgue. Con actividad incansable está constantemente en las oficinas del Ministerio de Guerra, en las secretarias de las Cámaras, en las redacciones de los diarios, tratando de ejercer influencia decisiva en las destinaciones y ascensos de los oficiales del ejército y la armada. Con un sistema de informaciones prolijo, ingenioso, admirable, él sabe perfectamente cuáles oficiales del Ejército y de la Marina, van a la iglesia, cuáles van a la logia y cuáles no van a la logia ni a la iglesia. Y todo lo va anotando y registrando minuciosamente, metódicamente, en libretas alfabéticas, con índices, llamadas y notas marginales. Sin darse punto de reposo, con una movilidad que da vértigos, hoy está en Tacna, mañana en Magallanes, pasado mañana en la Isla de Pascua. Cuando trata de impedir que vaya a la Escuela Militar un profesor de ideas liberales, asombra por su fertilidad en recursos. Pone en movimiento a las señoras. Las hace firmar solicitudes. Las envía a las antesalas de los hombres de gobierno y a las oficinas de redacciones de los diarios. Cualquier día las hace llegar en correcta formación a la Plazuela de la Moneda. El se queda discretamente entre bastidores.

LA POSIBLE RECOMPENSA

En el plan habilísimo que está dirigiendo la Compañía de Jesús para entregar este país a la reacción ultra-montana, le está reservado al señor Edwards uno de los papeles más importantes. Se le destina a Arzobispo de Santiago y a primer Cardenal Chileno. Pero el sabe que para llegar a esas dignidades le conviene tener muy gratos a los funcionarios del Vaticano. Por eso, apenas se anuncia la llegada del Nuncio señor Nicotra, el señor Edwards, sin miedo al frío ni a la “puna”, se va a esperarlo a la Cordillera. Y ya no se le separa. Llega con él a Santiago. Bajo la techumbre prosaica de la Estación Mapocho, él inicia las aclaraciones románticas al enviado del Papa-rey. Luego oye decir que viene a Chile el Nuncio en el Brasil, señor Scappardini. Viene a Chile de simple turista. Pero no importa. El señor Edwards se apresura a ir a darle la bienvenida. Y ya no lo abandona. Lo lleva a conocer el balneario de Viña del Mar; le paga el almuerzo en Llay-Llay; le sirve en todas partes de cicerone atento, obsequioso, servicial, discreto, urbano. Un hombre de tan prodigiosa habilidad de recursos es, indudablemente, un hombre extraordinario. En efecto, aún los observadores más apocados se dan cuenta de que el señor Edwards es uno de esos hombres que parecen predestinados a las grandes cosas, a las altas empresas. Hay en la psicología rara de este hombre singular algo de los Bastidas, los Mosqueras, los Valdiviesos, esos grandes Arzobispos hispanoamericano que, irguiéndose frente al poder civil, suscitaron luchas intensamente dramáticas, las cuales, en la prosaica historia hispano-americana, tan llena de caudillos mediocres, de motines de cuartel y de fastidiosas cuestiones de limites, han quedado como notas raras que tienen mucho de romántico, de medieval, de vagamente grandioso. Ahora se ha estado hablando del señor Edwards para el obíspado de La serena. Parece indudable que puesto de Vicario Castrense ha de tener para él más medios de influencia que el propio de obispo de La Serena. Pero, posiblemente, e el escalafón esclesiástico el obispado de La Serena está más cerca que el Vicariato Castrense del Arzobispado de Santiago. Eso explicaría que el señor Edwards se interese por ser Obispo de La Serena. El sabe que debe esforzarse por llegar luego al Arzobispado de Santiago y al Cardenalato. Parece decidido a llegar, a subir. La Compañía de Jesús lo empuja.

Antonio PINTO DURAN

N. de la R.—Por el año 1917, cuando estaba pendiente el nombramiento de obispo de La Serena, “El Coquimbo” de esa ciudad publicó este artículo del más elocuente orador chileno de nuestros días. En atención a diversas circunstancias reproducimos esta silueta llena de esa sutil ironía de que tan pródigo se muestra siempre—en sus discursos, en sus escritos—don Antonio Pinto Durán.