UN DESCONOCIDO EMINENTE

Para juzgar a un hombre, es de absoluta necesidad analizar y previamente el medio y la época en que actúa. Cada época tiene sus vicios, sus defectos, que le son propios, y los hombres que en esa época desarrollan sus actividades, fatalmente habrán de padecer de esos mismos defectos y de esos mismos vicios. Así, en los días que corren, entre nosotros el vicio básico es la ambición; la ambición pintoresca y multiforme que va desde el deseo tímido hasta la obseción impúdica; que va desde el disimulo hasta el desenfreno; y que sube desde el estudiante arribista que siente amor a doctrinas que no conoce, hasta el Ministro que no vacila en pisotear los principios más elementales a trueque de mantenerse algunas horas más en el puesto. La ambición es nuestro mal primero. Y de la mano con ella va, por cierto, la falta total de justicia con que cada cual se juzga a sí mismo. Todos se juzgan aptos para todo. Hay que andar y andar hasta creer en la fatiga, para encontrarse con alguien que no se sepa con mucha maestría ciertos verbos; trepar, medrar, escalar por ejemplo…. Y cuánto hay que andar también para descubrir al super-hombre que mida honradamente sus aptitudes, que no se juzgue capaz de ser, lo mismo, fraile que profesor! Es necesario ir a lo largo del país, de provincia en provincia hasta dar con don Darío Castro. Desde el templo de la injuria (“El Diario Ilustrado”) alguien quiso humillarlo llamándolo “Eminente desconocido”. Y sin quererlo hizo con ello su mejor retrato y su más grande elogio. Es, en verdad, un hombre eminente y en realidad muchos no le conocen. ¿Se puede hacer un mayor elogio de un hombre en nuestra tierra? ¡Si poseyeren siquiera la mitad de sus conocimientos, esos tantos que van por ahí a la de Dios, gratuitamente trazando normas y pontificando! Veinte años largos de su vida corrieron silenciosos en un pueblo mediterráneo de provincia. Nada de aquello que desvela a los humanos lograba perturbar su serenidad de hombre de estudio; nada sabía acerca de los repartidores oficiales de prebendas. Nada. Comprendía demasiado bien la cruel realidad: nunca él descendería hasta pedir, y …¡es natural! nadie se elevaría tampoco hasta ofrecer. De este modo, su vida resbalaba suavemente entre los niños y los libros. Sin embargo, su vida no carecía en absoluto, de hondas satisfacciones: hoy era un antiguo alumno de paso por el pueblo, que venía a abrazarlo; mañana era un libro venido de tierras lejanas. Hay, a propósito, una anécdota curiosa: Desde su aislamiento provinciano, el señor Castro mantenía correspondencia con gran número de filólogos europeos; las grandes figuras del mundo lingüístico le eran familiares. Un buen día una de esas figuras, universalmente respetadas, publicó no sé si en Suecia o en Austria, una gramática alemana y se la envió al señor Castro. Este, al contestarle agradeciéndole, le hizo ver algunos puntes de dudosa exactitud. El sabio lo reconoció así expresamente y, más aún, andando el tiempo, lanzó a rodar por Europa y por el mundo una nueva edición notablemente corregida”. La crítica dijo esto último y lo dijo todo, pero no dijo que desde el otro del mar y desde un rincón de provincia de un país desconocido, un hombre también desconocido, había insinuado esas enmiendas.

Hombre conocedor de ocho o diez idiomas, a pesar de no haber dado jamás un paso fuera del país, su charla amena y cálida, nos guarda siempre sorpresas agradables. Sobre su mesa de trabajo se agrupan en pintoresco y abigarrado conjunto, obras en todos los idiomas y de todos los tiempos: Si allí está la Biblia en idioma y en caracteres chinos, acá está Vendimión; junto a Trotzky está Santa Teresa; debajo del Kempis está Nietzsche y junto a la página santa de Sermón de la Montaña, descansa la figura de cera de aquella flor de belleza y de pecado a quien Farrer llamara Janick. Tal es don Darío Castro: un hombre sediento de vivir bajo todos los soles y de recibir la caricia de todos los vientos. Su espíritu eternamente joven, está siempre abierto a todos los nobles impulsos. Tolerante hasta lo increíble, para él no hay doctrinas en materia científica ni escuelas en el campo literario; mira por sobre la doctrina la ciencia y por sobre la escuela el arte.

Acontecimientos un tanto ingratos, a los cuales él es absoluta y totalmente extraño, lo han traído a desempeñar la Cátedra de Latín en el Instituto Pedagógico, envuelto, por desgracia, en una verdadera tempestad. Sin embargo, como decíamos, nadie podría hacerle por ello cargo alguno. Como siempre, su nombramiento no fue solicitado por él. Más aún: ni siquiera se le consultó para nombrarlo. Se le ha hecho, por fin, justicia. Y con ello la juventud universitaria hace una adquisición de la cual cada día estará más orgullosa.

Fco. Meza BARAHONA