DE TODO EL MUNDO

UNA OPINIÓN INGLESA SOBRE RENAN

Por Jorge Saintsbury

En todas partes del mundo, centenario del nacimiento de Ernesto Renán dio ocasión a que se publicasen muchos y muy interesantes estudios acerca de su obra y de su persona; y aún los sostenedores más porfiados de las posiciones históricas, religiosas y filosóficas combatidas por Renán han debido reconocer algunos aspectos siquiera de su grandeza. En Inglaterra, en donde el autor de los “Diálogos filosóficos” fue siempre muy leído y discutido, se publicaron muchos artículos con motivo del centenario; y entre ellos llamó mucho la atención el que Mr. Jorge Saintsbury dio a luz en el suplemento literario de “The Times” de Londres, que hace más de un cuarto de todos conocido. Recuerda Mr. Saintsbury que en 1923 han caído, como se dice, el primer centenario del nacimiento de Pasteur, el tercero del de Pascal y el primero del de Renán, y agrega que, a su juicio, las actuales generaciones jóvenes francesas aclamarán a Pasteur por sus trabajos científicos, estrecharán la mano a Pascal, viendo en él al pensador, al estilista y al santo, además del inventor de algunas cosas muy útiles; “pero ¿Renán? ¡Ah! Renán parece ya tan remoto (bien que, sin duda, igualmente inmortal) como Fenelón o Voltaire, a aquellas generaciones que han sufrido las angustias físicas y morales de la gran guerra. Si Renán lo viera, cree Mr. Saintsbury, que no se sentiría del todo desazonado. “El Hechicero sonreiría sería el primero en comprender la situación. Porque al día siguiente de una gran catástrofe nacional, en 1872, había sido el mismo hombre serio, sólido, bien aplomado; y el libro que en aquellos días escribió con todo su corazón y todo su cerebro, “La Réforme Intelletuelle et Morale”, está en las raíces del actual renacimiento ético y político. En esos días fue Renán quien, con el más noble espíritu de independencia y con completo desdén por los ídolos y prejuicios del momento buscó la causa de la caída y derrota de su país. Fue él quien proclamó que una Nación no puede florecer sin una disciplina y un ideal; fue él quien, reaccionando contra sus convicciones más íntimas, percibió la necesidad de una nueva forma para la sociedad y mandó a la escuela su pensamiento, amante de la libertad. De tal manera que ayer no más el jefe de los que combaten en Francia el espíritu de Renán le reconocía generosamente como el padre—o más bien, porque una generación espiritual reconoce más de un maestro, uno de los padres—de la legalista y religiosa “élite” del día, e iba tan lejos como afirmar que “el historiador que quiera discernir las causas de nuestra “victoria de 1918, como Renán y Taine lo intentaron para nuestro desastre de 1870, deberá reservar, por extraña que parezca esa “aserción, una parte de la influencia de esos maestros”. Y sin embargo, desde que Ausonio contemplaba en Burdeos, con asombrada incomprensión a aquellos extraños discípulos suyos, Graciano y Paulino de Nola, nunca, seguramente, más vasta distancia ha separado a un maestro de su escuela. La semicándida ironía, la iridiscencia, la amplia y suave mirada que abrazaba en un total simultáneo un centenar de asuntos incoherentes, el desprendimiento filosófico, la curiosidad inmensa de un Renán, tienen poco encanto para una generación que ha visto, que ha peleado las batallas de la gran guerra, y no se halla ya dispuesta a considerar las ideas como símbolos brillantes ni a abjurar “el yugo inoportuno de la consecuencia”. Aunque en todos los órdenes de la vida intelectual francesa notamos su influencia—porque Renán, “via” Anatole France, es la verdadera fuente de la reciente afición a los gustos clásicos en las letras—el prestigio personal del viejo Hechicero está por el momento eclipsado. Como uno de aquellos ríos que, desapareciendo repentinamente bajo tierra, fertilizan desde abajo los campos de la superficie, hasta que, un poco más allá, surgen de nuevo para brillar a la luz del sol, Renán, por el momento, no está presente en el escenario. Su hora todavía no ha sonado”. Como se sabe, la Santidad de Pío XI ha condenado explícitamente la celebración de Renán, de acuerdo con la vieja actitud de la Iglesia, respecto de la cual dice el eminente ensayista inglés: “En Francia es una aventura terrible tener en contra a la masa del catolicismo organizado. El Galileo ha vencido; pero ¿es prudente la Iglesia Católica al considerar a Ernesto Renán como su archiadversario? Desde los últimos cuarenta años del siglo XIX, las posiciones de los teólogos y de los librepensadores han cambiado, y ya los argumentos de Renán son peligrosos. Ni siquiera Roberto Elsmere renunciaría a su fe a causa de dificultades para la fijación de la fecha de una profecía. Los enemigos de Roma atacan hoy a la Iglesia desde otras posiciones, buscando en los misterios de Cibeles y Adonis, en la leyenda de Osiris, en el sangriento sacrificio de Mitra, analogías y antecedentes susceptibles de disminuir la inspiración de la historia cristiana. Más que una gramática de asalto, es la “Roma Dorada” el arma de asalto y Salomón Reinach o sir James Frayer son más terribles minadores y zapadores que Renán. En efecto, si sacamos del estante y releemos esos maravillosos libros de la madurez de Renán, “Les Aportes”, “Les Evangiles”, “Saint Paul” y hasta “L’Antéchrist”, esas narraciones exquisitas, entremezclan con retratos de santos y de mártires, libros escritos con energía, celo, fraternidad y una profunda piedad humana, no podemos dejar de preguntarnos si algún día Renán no podrá figurar entre los Padres de la Iglesia, levemente herejes, como una especie de Tertuliano u Orígenes. Por lo menos, podría ser considerado como uno de aquellos “Metuentes”, gentes temerosas de Dios con quienes la primitiva Iglesia vivió en términos de amistad, aunque no participaban ni de sus sacramentos ni de sus sanciones, siendo, de hecho, nuevos “amateurs”, cristianos, almas inquietas que hicieron la prueba con más de una secta y quemaron cirios en más de una capilla, siempre atraídos invenciblemente por la belleza de la doctrina cristiana y por la pureza de la vida cristiana”. Con todo, reconoce Mr. Saintsbury que el pensamiento de Renán era incompatible con la ortodoxia católica, porque se dio a inventar otra clase de ortodoxia. Además, había el invencible amor a la verdad, que le hacía pedir que en su tumba se pusiese como epitafio: “Veritatem dilexi”. No hay en el magistral ensayo del director del Suplemento Literario de “The Times” una sola línea que no merezca ser conocida; más las exigencias del espacio nos obligaban a no alargar este “correo”, sino con la traducción del último párrafo, que dice así: “Bajo la República, la fama de Renán llegó a ser inmensa. Nunca fue rico, y lo único que pidió fue verse libre de preocupaciones materiales y ocios para avanzar en sus estudios. El Estado se lo dio con creces, y pudo, así, concluir sus “Orígenes del Cristianismo”, y escribir su “Historia del Pueblo de Israel”, que tiene el gárrulo e íntimo encanto peculiar a las obras de los ancianos ilustres. Es el genio en traje de casa, sentado al lado del fuego, que discurre sobre cosas sublimes con toda sencillez. El tema es menos la evolución de una religión que de la conciencia humana, y el nudo es la aparente incompatibilidad entre la belleza moral y la grandeza política. Algunos lectores de Renán mirarán siempre el tercer tomo de la “Historia del Pueblo de Israel” como uno de sus más nobles esfuerzos. Antes de concluir el último volumen, la pluma cayó de sus manos. Renán se había envejecido. Renán se había envejecido pronto: a los cincuenta años parecía viejo; cuando tenía sesenta, parecía de sesenta. Su vida sedentaria fomentó su corpulencia, que llegó a ser excesiva; un reumatismo crónico, que debilitaba sus movimientos, le atacó el corazón. Llevaba sus males con el paciente espíritu de un sabio a tono con el universo. Si de algo se quejó, fue de no dejar completa su obra… ¡Cuántas veces le ví luchando penosamente por soltar sus pensamientos, mientras su esposa leía en voz alta alguna novela de éxito; pero después de unas pocas páginas: “II y a de longueurs, bonne ancie, decía él, y a bien des longueurs”, y se hundía en un silencio soñador, del cual salía sonriendo para incitarnos a aprender cómo deberíamos habernos divertido cuando éramos jóvenes: “On devrait aprendre a la jeunesse a lire de romans, a jouer aux cartes”; pero ya para él no había aprendido a tiempo! Al fin, su mejor diversión era contemplar a sus nietos que jugaban a sus pies. Veinte años después, uno de esos niños, Ernesto Psichari, llegaba a ser el ídolo y el campeón de la juventud católica, convertido de la falta de fe de sus padres a la fe de sus antepasados, por amor al orden y por instinto de una respuesta latente en el instinto de una respuesta latente en lo invencible. Y nadie podrá decir que Renán no hubiese visto con gran simpatía a su nieto, destinado a morir como héroe en la gran guerra, servir su pleno desarrollo, tendencias y sentimientos que existían ya en la desencantada mente del filósofo.”

ALPHA