CARTA ABIERTA

Señor Director de “Claridad”. Presente.

Mi estimado Caro: Han sido muchas las personas que es estos días últimos me han interrogado acerca de si respondería o nó a ese joven Echegaray que, etc. Por cierto que mi respuesta ha sido siempre una negativa cortés. Quiero explicarle a Ud. ahora—y por su intermedio a las personas amigas—el por qué de esta actitud mía. Se me ha observado que podría responder por dos capítulos. Uno sería el de las inepcias. Yo puse en discusión la personalidad de un funcionario público. Con o sin justicia, aduje cargos y formulé condenaciones. Salió en su defensa un buen joven—precisamente alumno suyo—y para defenderlo a él creyó que lo más conveniente, acaso, era cubrirme a mi de improperios, cambiando radicalmente el sujeto de la discusión. ¡Qué se le va a hacer! Si por una parte, esa actitud revela en tal persona sencillez, disciplina, afectuosidad—todas, virtudes recomendables— también denota, por otra, un espeso criterio lógico. Y claro: yo no puedo, de ninguna manera, salir personalmente a afirmar que soy un joven muy meritorio, que a cambio de tales defectos tengo cuáles virtudes, etc., etc. Todo eso seria de una candidez idiota. El otro capítulo sería el de las injurias. Pro éste tampoco parece dar base para una respuesta seria. Por de pronto, yo las daba por descontadas, firme como estoy en la convicción de que basta en este país—como talvez en todos—hablar un lenguaje desnudo y recio para provocar el escándalo y la indignación—a veces falsa—de las almas farisaicas que son siempre legión. Sobre eso, yo no me sé capaz tampoco de obscuros rencores asiáticos para responder con injurias a las injurias. Y menos todavía si sé que éstas, dada la forma en que cristalizaron, no alcanzan a dañar a nadie, por lo que no despierta tampoco en el sujeto que las sufre la menor necesidad íntima de justificarse de ellas ante nadie. Es lo que me ha ocurrido: estas injurias han sido de una total y dolorosa inutilidad. Ni han alterado en lo más mínimo el proceso de mis funciones orgánicas (habría sido la consecuencia más grave), ni me han restado al efecto enaltecedor de los amigos, ni me han dado siquiera algún pequeño enemigo más con que entretenerme. ¿Podría entonces contestarlas? Yo asimilo mi caso, amigo Caro,—y creo que con verdad—al del jinete animoso que va a galope tendido por un camino. Todo es sentirlo las buenas comadres (y el símil resulta más aproximado si se piensa que muchas gentes de este chilecito de hoy, de ánimo apocado y lenguaje maliciosamente hipócrita, guardan grandes analogías con esas comadres del arrabal, murmuradoras y oblicuas, para quienes el problema de la conciencia máximo es, talvez, el del color que deben sacar a su dulce de membrillo, y su preocupación más alta el escandalizarse de las palabras de los hombres veraces) y le azuzan al quiltro doméstico de servicio para que valla a ladrarle. Y éste—que practica por cierto, con fervor, la católica virtud de la obediencia—no se hace repetir la orden: acude y lanza hacia el jinete sus ladridos agudos y desesperados. Pero, como por su parte, este jinete lleva un rumbo determinado, y sabe, además, lo que valen los ladridos, apenas si pone oído a ellos, mientras continúa, sereno y resuelto, su galope firme por los anchos caminos adentrados en la noche profunda. Es sólo entonces, talvez, cuando el pequeño quiltro viene a comprender toda la lamentable inutilidad de sus ladridos, y regresa, entre mohino y gruñón, a acogerse de nuevo al abrigo de las polleras de su dueña, de donde, seguramente, volverá a escaparse con frecuencia, ya para salir a ladarle a otros caminantes indiferentes, ya para ir simplemente a olisquear la otra debilidad suya—a las perritas callejeras de su condición… ¿Comprende bien ahora, amigo director, cómo para responder a las insolencias del zangüengo que se interpuso en mi camino— y de todos los que le hagan coro—basta y sobra con un silencio digno y misericordioso? Atentamente:

ALEX VARELA CABALLERO. Santiago, Junio 26 de 1923.