LOS CREPÚSCULOS

EL SUEÑO

Pone este crepúsculo en los objetos dispersos de la pieza, sobre los anudados y grises follajes que se enmarañan frente a la ventana, en el camino blanco que parece llamar, y en mi mismo, un dulce comienzo de infinito y de paz. Me abandono al sosegado presente; transformo con la locura de mi sueño inquieto lo vulgar en milagro; rehago en mi espíritu, agazapado en la penumbra que me despoja, la realidad que ya no existe… Y tu estás, de nuevo frente a mí, bajo la dulzura de la lámpara que finge para nosotros, un póstumo pedazo de día entre las cuatro paredes. Contemplo, otra vez, la gran bondad de tu belleza; siento la amargura de verla agonizar, alejarse de mi, roída por el tiempo. Conocemos nuestra pobreza, nuestra desencantada desnudez, la desventura de la esperanza que sobrevive. Sin embargo, nos poseemos en el fondo de la ternura y de la sombra. Una jornada termina; tu sonríes al dolor desaparecido y también al día por venir, a lo desconocido donde va a refugiarse la alegría y la belleza que hoy no tuvimos. Tu sonrisa es mi alba. Mirándola, yo comprendo la desesperada hermosura de vivir; la fé desvalida que se aferra a fugaces resplandores de dicha la disculpa y la gloria de engañarse en la fiesta de todos los días que son fríos, iguales, como tumbas.

VIENTO DE INVIERNO

Sobre tus alas enloquecidas te llevas mi escondido deseo, aquel que ni los ojos maternos pudieron descubrir bajo el sudario de mi silencio. Se va mi escondido deseo, a través de la ciudad medrosa, sobre las montañas que se marcan hacia los astros de la noche, sobre el mar… Tu, desgreñado viento de invierno, dejas enredados a los árboles y al sueño de los hombres, harapos de tu alegría ululante, y te llevas las errabundas preguntas que, en vano, alguien arrojó a los caminos, las caricias que se estrellan como aves prisioneras en los muros de aislamiento, la angustia que lleva tras las ventanas y los rostros donde pone el crepúsculo una limosna de sol y de eternidad.

MIEDO

Solo, pavorido estoy ante el milagro que se insinúa sobre el regazo del amor, puñado de posibilidades, puerta entornada sobre un huerto de aurora, a la que, en breve, llamarán peregrinos oscuros y vientos errantes. Junto a tu grito que aletea en el desamparo de la noche, tu grito náufrago bajo los astros y el destino, yo tengo miedo, hijo mío, de mi mismo, de mi sangre prolongada en latido confuso, de tus manos que arañarán el mismo muro. Y ya no sé de mi, ni tampoco de aquella que una noche se extendió en mi lecho, con un silencio de caricia y la herida de su vientre abierta para mi deseo estival. Pero su corazón se ha hecho pródigo como sus pechos albos y henchidos, y mi ternura taciturna podrá deshojarse como un sueño largo, velando la miseria de tus primeros gestos. Me veré renacer en tu sonrisa, en tu alegría que será tan sólo un triste comienzo, en la súplica infinita de tu balbuceo. Cada día he de estar más cerca de tu humilde simplicidad, más indiferente al zarpazo de la sombra que avanza, mirándote crecer, agradecido de mi mismo. Porque tu serás el vencedor de nuestras dos vejeces, estas dos vejeces que acurrucadas junto al fuego como dos montones de harapos y de dolor, te han de llamar, alguna vez, inútilmente. Inútilmente…

Eugenio GONZALEZ E.