“LA NOVELA DEL AMOR DOLIENTE”

PREAMBULO INDISPENSABLE

Marcelle Auclair es un caso representativo. Años ha, cuando por primera vez sonaba su nombre, la juventud femenina elegante se apoderó de él y de su dueña, y paseó ambos de cotarro en cotarro, de fiesta en fiesta, de salón en salón. Esa masa plomiza a ininteligente, presumida y vacía que constituye lo por nosotros llamado aristocracia, imaginó talvez que en el desteñido firmamento de su mediocridad había aparecido sorpresivamente la titilación iridiscente de un estupendo lucero virginal… Y el conglomerado de esterilidad sintió suya la luz imprevista, se aferró al astral temblor, presintió que mientras la lágrima radiosa pendiera de la altura, ella—la masa plomiza a ininteligente—saldría de la sombra, y al refractar la fulgente limosna parecería luminosa. Marcelle Auclair fué proclamada genio… o algo semejante… La crítica, que en nuestro país casi no diferencia un cisne de un ganso, subrayó cortesanamente los juicios inapelables de las jóvenes y de las maduras damas aristocráticas. Colocada en un altar, incensada como un ícono, Marcelle Auclair pudo creerse la octava maravilla del Universo… ¡Resulta tan difícil aceptar, cuando se es joven, que el triunfo de un hombre o de una obra puede no tener ninguna relación con su valor que ordinariamente, todo cuanto sobresale, todo aquello donde la Imperiosidad sopló su aliento, está sentenciado a la incomprensión y al rechazo! Deificadas, entornadas de un mentiroso culto, halagadas por las profecías ampulosas de falsos oráculos, las primaverales almas, prisioneras de su aureola, sienten extenuarse en ellas el santo impulso creador, la divina necesidad de superarse. En un lento languidecer, pasan sobre ellas los días y los días, hasta que una aurora las sorprende, rota la diadema de esplendor, destrozada la peana que parecía labrada, en eternidad, deshecho su culto, muerta su fuerza y su razón de ser… ¡Mediocridades sin nombre en medio de la grande y común mediocridad. No es todavía este el caso de Marcelle Auclair. Pero su iniciación y lo ya recorrido de la senda son idénticos a la iniciación y a la senda de otros y otras que terminaron en el derrumbe y en la nada. Tenían tanto o más talento que la poetisa de “Transparence”. Como ella oyeron repicar a gloria las campanas del éxito. Como ella conocieron los mimos y los aplausos de señoriles manos, Minas y liliales. Como ella fueron un poco asombro y otro poco recreo de almas pueriles y suficientes. Lo único que las diferencia de Marcelle Auclair, en que aquéllas terminaron ya su ruta hacia el aniquilamiento, mientras que nuestra escritora solo lleva recorrido algunos tramos. Apena constatarlo. De los versos de “Transparence” (que si nada lucían de original ni de extraordinario, podían, en cambio, acariciar el oído con la sugerencia y el cadencial encanto de su música francesa) a la prosa de “La Novela del Amor Doliente” hay toda una lamentable escala de decadencia.

DEL IDIOMA Y DEL ESTILO

Eugenio D'Ors dijo una vez sus entusiasmos por la obra poética de Richard Dehmel. Trascurrido algún tiempo sintió que su impresión primitiva se había modificado, juzgó leal el decirlo y estampó en su “Glosario” las siguientes líneas: “Veo ahora que Richard Dehmel no ha sido, en el rigor de los términos, un gran poeta. Pude así creerlo hace diez años. Primerizo confundía entonces dos cosas: confundía a Dehmel, que no es gran poeta, con el alemán que es una gran lengua poética. Atribuía al verso méritos que talvez eran solo de sus palabras; Y a las palabras, méritos que talvez eran solo de sus vocales.” Sílaba por sílaba estos conceptos pueden aplicarse a Marcelle Auclair. “Transparence”, escrito en el flexible y sinfónico lenguaje que de Villón a Verlaine y Mallariné, ha sido el instrumento maravilloso de todas las armonías, de todas las irisaciones de la emoción, de todas las florescencias penumbrosas e inexpresables de la emoción, volcada en canto, había de empujar hacia el equívoco a cualquier lector sensible y poco dado al análisis y a la especificación. Fué así como se atribuyó al verso de Marcelle Auclair la lírica virtud del idioma en que lo escribiera. Para comprender la exactitud de nuestra afirmación, basta comparar el estilo de “Transparence”, donde la magia eufónica nos envuelve en un irrompible sortilagio con el estilo de “La Novela del Amor Doliente” contada en esta nuestra familiar y angulosa lengua castellana, correcta, dura de líneas y rigurosa de contornos, donde las palabras—si aspiran a alcanzar eficacia musical y poder de flexibilidad—habrán de ser manipuladas en el laboratorio de algún Fausto genial y taumatúrgico. Salvando párrafos donde el indudable temperamento de Marcelle Auclair se sobrepone a su inexperiencia y a la naciente corrupción de su conciencia literaria, todo el libro representa un incomprensible descanso, una morbosa relajación del sentido de la elegancia, una especie de derretido almibaramiento de la sensibilidad. Imaginamos que la autora pretendió hacer de su libro un estuche de bombones; pero, en verdad, hay páginas donde la manera estilística aunada al memento que narra y al estado anímico que vuelca, nos inmoviliza la impresión de una linda torta de bodas pintada de rosa…. “Pasamos al salón. Serví el café, los licores, mientras Silvia, lánguidamente, iniciaba en el piano melodías caprichosas luego interrumpidas. Entre cada acorde miraba a Claudio que sentado frente a ella, la contemplaba con ojos brillantes de amor y de felicidad…” ¿Verdad que más de una novelista, predilecta de románticas señoritas provincianas, podría sin desmedro, poner sus firmas a estas líneas? Y… ¿verdad que cuándo la tonalidad retórica y sentimental de una obra responde a tal diapasón… y cuando sabemos que la autora de dicha obra es una joven inteligente y delicada, dan grandes deseos de llorar sobre ella como sobre una tumba prematura?

DE LA OBSERVACION Y DEL DETALLE

Nosotros ignoramos si Marcelle Auclair vive “en literata”. Pero no dudamos de que fué “en literaria” que concibió y realizó “La Novela del Amor Doliente”. Literatura y solo literatura es la concepción central, la heroína del romance; literatura sus estados sentimentales, sus observaciones, su visión del mundo y de la vida; literatura sus apuntes, que debieron ser carne y sangre y espíritu. Casi todos los momentos decisivos de la obra adolecen de esa fundamental falsedad. La escena en que la protagonista toma conocimiento de su fealdad es de pura esencia retórica. La necesidad de hacer tragedia llevó a nuestra autora a una absoluta adulteración de la realidad. Si Marcelle Auclair estuvo en un colegio y supo mirar, debe recordar que a los niños no les sorprende la fealdad, sino el defecto, y que sus crueldades se desbordan al primer choque con él, cuando por lo imprevisto, por lo estraño, por lo inesperado, viene a romper con un golpe de monstruosidad en habitual visión de hombres y cosas… no cuando la costumbre y el diario convivir han limado las salientes repulsivas y han barnizado de normalidad lo que presentado sorpresivamente pudo fingir un trozo de pesadilla. Sigamos. Cuando, más adelante. Victoria descubre (¡al fin!) el impulso bestial latente en el amor ¿dónde pensaréis que realiza su hallazgo?… Si no olvidáis que se trata de instintos bajos y fisiológicos, adivinaréis en el acto… —En el suburbio… Claro!… en el suburbio… ¿Dónde más podía ser?… “Iba por una calle de arrabal; miraba distraidamente las cosas bajas, de tejado con alero, y, al pasar frente a las anchas puertas abiertas, veía en los patios la gloria de los naranjos cargados de frutos maduros.” ¡Dios santo!… Quien pudiera averiguar en que dichoso rincón de Chile se hallan esos arrabales dignos de Andalucía y… de las novelas de Blasco Ibañez… Es ahí, en ese pasaje fantástico, donde se rompe el romántico velo, y la carne todopoderosa exhibe su imperio. “Ella era una muchacha harapienta, de desgreñada cabellera. El, digno de ella por su indumentaria. Tomados de la mano se miraban. Brillaban sus ojos oscuros, y entre los labios entreabiertos, sus agudos dientes estaban húmedos y blancos. Se miraban con enloquecida y hambrienta expresión: yo los contemplaba vagamente atemorizada, cuando, abrazándose, se besaron…” Y pensar que, con menos adobos, habría sido tan fácil, y tan espontáneo y tan lógico, que la ingenua Goyita viera todo eso… y muchísimo más, en cualquiera de los bailes y saraos a que concurría? Pero no es esto lo único. Tan amanerada es la trama de nuestro libro, que hasta las imágines se rompen en su curso desgraciado. “Y ves, a lo lejos, bajo los árboles, un charco de agua, que negro hace un instante, parece ahora de ore en fusión. Dan deseos de correr hacia él, para coger entre las manos el metal fluído y centellante.” ¿Acaso la señorita Auclair ignora la existencia de una a manera de lógica inconsciente, profunda y tiránica, que ordena nuestras reacciones de acuerdo con la calidad y con el órden de las sensaciones recibidas? Un montón de piedras preciosas o de pétalos frescos; el líquido chorro de armonías de un surtidor, constituyen una invitación al tacto… Es natural que ante ellos se nos despierte el deseo de sentir resbalar entre nuestros dedos la sensación suave y húmeda y luminosa; ¡pero el espectáculo hirviente y encandilador del oro en fusión!…

EL ERROR DE LOS ERRORES

“La Novela del Amor Doliente' está escrita en primera persona… pero ha sido observada, pensada y sentida con observación, con pensar y con sentir de espectador. Es inexplicable… Y conste que no nos referimos al hecho material de que Marcelle Auclair no viviera la vida de su personaje. Para nosotros (como para todo ser normal), desde el instante en que un autor escribe: “Yo” solo existe en cuanto héroe de su narración, en cuanto actor que vive un papel, sin detenerse medio segundo a recordar su propia idiosincracia, sin dejar un resquicio por donde ella asome. Si esto último llega a acontecer se producirá el más absurdo de los hibridismos; el actor obrará un instante en cuanto actor, después reflexionará en cuanto espectador; y no nos asombraría si en un momento dado, actúa en un carácter y habla en otro. Tal lo acaecido a Marcelle Auclair. Cada vez que las características de la protagonista, fea y solterona, deben destacarse, emerge la personita de la autora que no es ni solterona ni fea. Hay párrafos, como aquellos donde describe su cuarto y deshoja sus impresiones de célibe “malgré elle”, en que el desdoblamiento llega a lo absoluto. Nuestra atención pugna por asirse a los detalles exteriores, por seguir el proceso mental y sensitivo de la pobre fea; nuestro interés quiere aferrarse a su psiquis y espera con un poco de curiosidad las palabras reveladoras próximas a florecer crepuscularmente de sus labios otoñales. Nada de esto sucede. En lugar de la “morne femme qui nies que femme”, es Marcelle Auclair quien parla. ¡Y su voz es tan otra, nos llega desde un mundo tan diferente! Donde la dispar dualidad se evidencia y resalta hasta adquirir cierto coloreamiento ridículo es en la descripción del propio nacimiento de la relatora. La señorita Auclair nos dá una infinidad de detalles, mínimos y efímeros: “el desesperante amontonamiento de frascos, de tazas y drogas sobre las mesas”; “una cuchara abandonada sobre el velador. Había contenido jarabe; un poco del líquido quedata aún en ella”; etc., etc. Todo lo anterior lo percibe y lo retiene una nena recien asomada al mundo… En consecuencia no nos queda sino reconocer en ella al más portentoso fenómeno de precocidad que pueda registrarse en la historia de las anomalías y de los milagros. Naturalmente no es este el curso normal de la novela. A veces bastan dos líneas para revelarnos que quien dice: “ha sentido”, jamás ha hecho otra cosa que “mirar”. “Cuando el se acercaba a saludarme, a preguntarme como me sentía, creía morir. Estaba lívida, mi rostro exangüe no podía palidecer más.” Ah! no describe así, tal un testigo ocular, quien “está viviendo” la tragedia: quien es, simultáneamente, su protagonista y su escenario. Pero Marcelle Auclair nos habla ahora, como en toda su historia, de algo que no encarnó en ella; que fué espectáculo y talvez sorpresa para sus pupilas, y que, a pesar del pretencioso uso de la primera figura verbal, ha permanecido sorpresa y espectáculo. De ahí esos choques, esas transposiciones, esas verdaderas suplantaciones psicológicas; de ahí también esa ambigüedad tonal que fluye del libro, y a lo largo de sus páginas va aguijoneando tercamente nuestra antipatía.

CODA

Alguien dirá: ¿qué importan todas esas objeciones si “La Novela del Amor Doliente” es emocionada, si por ella pasan ráfagas de vida. si se advinan en sus páginas las pulsaciones de un corazón? Y nosotros respondemos: nada de esto se encuentra en “La Novela del Amor Doliente”. Después de rebuscar en sus capítulos, solo conseguimos adivinar la buena intención de una jóven innegablemente inteligente. Pero esto no nos satisface. Pedimos algo más; y no lo hallamos en ninguna parte. Para crear íntegramente un personaje del que nada tenemos, del cual nada hemos sentido, de cuyas confidencias nada podemos esperar, se necesita ser mil veces la señorita Auclair, y vivir lejos de los salones aristocráticos ( ? ) y del elogio fácil e inconsistente de sus microscópicos y banales moradores. Romain Rolland dice que alguna parte que no podrán gozar de la belleza y del poder exaltador del bosque, las gentes que pasan por él en carruaje. De acuerdo con el creador de “Juan Cristobal” nosotros afirmamos que la señorita Auclair no llegará a sospechar el vendabal de tragedia (tan igual y tan diverso) que es la suma de los minutos en un alma, y no logrará plasmar obra valedera y perdurable, si antes no se fuga del medio teatral en que ha caído; si no renuncia halagos de las convencionales gentes que la endiosan; si, simple mujer humana y frágil, no se interna con paso propio en la punzadora y revuelta selva de angustia de la vida. Amén.

Fernando G. ODLDINI.