LA REALIDAD ESPAÑOLA

Con motivo del aniversario del descubrimiento de América qué se ha celebrado con la algazara acostumbrada, nos parece útil hacer presente que en la Península continua siendo angustiosa la situación moral y cívica de la multitud desorientada hoy más que nunca por la audacia desmedida de Primo de Rivera El siguiente articulo de Armando Donoso revela algunos aspectos del trágico problema español, hoy como hace más de cien años en espera de una solución que no llega.

Especial para “Claridad”.

Al margen del libro “Mi España”, de Pedro Henríquez Ureña.

¿Cómo es su España? Lejos del simple contacto espiritual, de la retrospectiva curiosidad literaria, el hombre desea abocarse con la realidad peninsular: “¿Por qué la nación española no vence los estorbos que la detienen, por qué no vuelve a ser señora de sus destinos?” He ahí todo un problema de psicología colectiva. ¿Qué contestaría Costa o Unamuno? Henríquez. Ureña no encontró ciertamente la causa, pero llega a desear para su marasmo un sacudón regenerador como el de Rusia. ¿Dónde está el mal qua ha originado este artritismo y esta anemia secular? Si piensa el escritor dominicano en el proceso de su historia busca pronto el socorrido finar del siglo quince, cuando los españoles terminan la obra de su Independencia heroica, pero no provechosa, y se lanzan a través de los mares a buscar una grandeza qua no bastará para robustecer a ese cuerpo exangüe. La realidad de trabajo fecundo ha desaparecido con el exterminio y el alejamiento del sarraceno, mientras la ilusión de un fácil Eldorado resucita cada mañana al Cid. La fuerza vital creada por el árabe ha sido extinguida por el hidalgo fanático, y sólo pretende reemplazarla esa ficticia grandeza qua exalta el imperio corruptor. ¿Qué más da el catolicismo de Fernando, la guerrera dominación de Carlos o el hipocondríaco sentimiento religioso de Felipe? Aquel mantener en alto la espada, tenso el brazo y despierta la ambición, puede contribuir a exasperar y rendir a un pueblo. También el exceso de energía suele ser razón de menoscabo orgánico. No basta sólo recibir cuando es preciso acendrar. La convalecencia impone el reparo de las fuerzas perdidas; sin embargo, España sigue bregando tras su enfermedad, como si estuviese entera en ánimo e intacta en sus energías. América es el último de sus hijos y alcanza a ser un parto feliz. Más, durante su lactancia, la decrepitud deja presentir todo el desplome de una decadencia irremediable. Luego continúa pasivamente, en el plácido aislamiento de una, dorada medianía. Ni la Reforma compromete su salud (¡ah, salvadora ocasión perdida!) ni el siglo dieciocho logra sacudirla. ¿Si no oyó a Lutero cabe imaginar que escuchase a Rousseau? Los pueblos como los cuerpos suelen renacer con reactivos violentos o morir del todo y de una vez. Pi y Margall supo algo de esto y la guerra de Cuba le dió enteramente la razón. Alemania, Inglaterra y Francia luego, se salvaron renovándose: las sacudidas de afuera y las convulsiones intestinas llegaron a tiempo; entre tanto España comenzó a vivir al margen de la actividad europea, cansada, escéptica y entristecida. El liberalismo moderno sólo llegó a perturbar el ocio de su vida mendicante oculto en las mochilas de los soldados de Napoleón. Sin embargo, mientras Moratín o Cadalso pensaban en Europa el pueblo español les condenó por afrancesados. El europeísmo en medio de esa crisis era sinónimo de traición, de simpatía galaica. Entre tanto España vivía, ya sin América, malhumorada y sola. ¿Quién iba escuchar la estrangulada conminatoria del “Pobrecito Hablador”, en medio del solemne entierro de la sardina o ante el espectáculo de los “pases” de cualquier “fenómeno” de las lides? Claro está que, según lo observa Henríquez Ureña, el pueblo español no da la expresión de senilidad. Es vivo, locuaz, animoso: “Tiene genio, declaraban un día, a dúo, Luis Urbina y Alfonso Reyes, hablando del pueblo bajo.” ¿Genio o ingenio? ¿Qué colaboró en la arquitectura de las catedrales y de los alcázares, en los cantares de gesta y en los romances? También el pueblo egipcio acarreó las piedras para sus pirámides y las multitudes asirias crearon los frisos de sus templos. Y aunque el pueblo judío no dejó monumentos, fué más grande porque logró perpetuar una pura verdad moral, que determina el fin del mundo antiguo.

Pero seguramente, en nada de esto advertimos la huella del genio. La gracia de Andalucía, la melancolía cordobesa y la sal matritense, son hijas del ingenio. regocijado, pero no de una idealidad espiritual ni de un don creador. El genio de un pueblo construye sobre su propia realidad el castillo de sus intereses: si sufre la espoliación de sus malos gobernantes, se los sacude; si ha enfermado de muerte, reacciona; si es infeliz, se contiene hasta crear su necesaria ventura. El catorce de Julio demostró el pueblo de Paris que no ignoraba enteramente el sentimiento de justicia. En ese instante aparece movido por la clarovidencia de las ideas geniales: destruye el fundamento social de un mundo caduco y demuestra haber escuchado a los enciclopedistas. Henríquez Ureña, confía. (en el presente, qua se le aparece cargado de promesas de futuro. Pero las conclusiones de Mateo Arnold acaso le engañen en este cazo. No bastan los intereses ideales ni la suficiencia de los técnicos. Seguramente el problema es más hondo y viene de más lejos. Talvez consista en un defecto ancestral con muchas particularizaciones locales; es una simple limitación del concepto de humanidad que reclama una urgente e indispensable intervención quirúrgica sobre el egoísmo vivo que circunscribe a un estrecho reducto al hombre. aferrado a una tradición defensiva de tal o cual mezquina parcela de tierra, en cuyo seno se defiende gozando de lo suyo como el sórdido acaparador de la riqueza amasada por los otros. Esta plenitud del goce exclusivo llamase sentimiento único de la nacionalidad, y suele tener sus inconvenientes porque restringe el contacto indispensable con los otros pueblos. España alejada de Alemania por las guerras de religión, y de Francia por un sentimiento tradicional, se Aisló desangrándose y no la pudo salvar su pueblo porque carecía de ese genio que se anticipa a la historia. Tuvo, acaso, el pueblo español la ingeniosidad de lo pintoresco, de sabroso color local pero careció del genio trascendental de sus destinos y de su vitalidad. ¿No ha releído Pedro Henríquez Ureña al pasmoso Quevedo y al corrosivo Larra? He ahí dos cirujanos cuyo, diagnóstico aún no ha sido rectificado.

Armando DONOSO