DEL TINGLADO PENINSULAR

Estudiando las causas del pronunciamiento militar de España, se ha encontrado una que lenta pero seguramente había ido minando el prestigio de los partidos políticos peninsulares. Francisco Granmontagne en una crónica reciente, ha hablado concienzudamente de la obra de revisión llevada a cabo por los hombres del 98, Unamuno, Baroja, Azorín, Ortega y Gasset, etcétera. Quien haya leído a estos escritores habrá podido encontrar en todas sus obras algún rasgo de aquel principio disolvente que, basado en una ideología más o menos nietzscheana, ha contribuido a acelerar la caída de un régimen corrupto que se mantenía sólo por la complacencia y la pereza mental de los españoles. Todos en España se encontraban hartos y asqueados de la política cotidiana, de banderías y facciones mezquinas e igualmente tenebrosas. La desintegración de los partidos había alcanzado términos indescriptibles, y es así como la jefatura de la nación entera podía quedar en manos del primer audaz que quisiera tomarla, tal como sucedió. Desde el siglo anterior se había agudizado en la conciencia de escritores y pensadores de España la certeza de la crisis nacional. Quien haya leído a Larra, a Jovellanos, a Costa, a Ganivet—fuera de los ya nombrados, que de día en día renuevan la rememebranza de ellos—, sabrá sin duda cómo se buscaba ya en 1830 o antes, un remedio o al menos un paliativo para los males del país. Había quienes hacían radicar la deficiencia en el alejamiento de España de aquella saludable renovación que en el Siglo XVI trajo al pensamiento y al sentir del mundo europeo la Reforma de Lutero y de Calvino. Otros, en cambio, creían que en la península junto con la hipertrofia del Imperio colonial se había introducido el germen de la actual irresoluta crisis. EL español habría, en este segundo supuesto, aniquilado en una vida azarosa e imprevisora sus reservas de energías y sus robustas fuerzas. Más adelante, entregada su alma al arrullo de una prosperidad áurea que no se quería ver morir, habrían ido dejando pasar siglos como las marejadas que deshacen las rocas de la playa con una lenta pero invariable constancia. El despertar ha venido tarde. Costa hace ya años predicaba que su pueblo echara las siete llaves del eterno olvido sobre el sepulcro del Cid, símbolo para él de esa etapa maldita cuyas consecuencias aun se sufren. Pero, ¿quién oía a Costa? Murió el gigante luchador después de haber desarrollado titánicos esfuerzos absolutamente estériles. El pueblo español, poco o nada amigo de pensar y de lanzar su mirada más allá del mediocre horizonte del presente, y—lo que es peor—también incapaz de apartarse de las huellas pretéritas, no supo nada de su prédica civil ni oyó jamás sino con un gesto de indiferencia rutinaria su voz apostólica y llameante. La tragedia de Costa ha sido la de cuantos han pretendido marcar los nuevos rumbos y señalar las metas ideales en la marcha de esta nación tan magnífica como desventurada. De cierto se puede decir que en América hemos apreciado más que en España a quienes como Baroja, Unamuno y otros, han sabido lanzar—siguiendo el ejemplo de Larra—verdades salinas a la heridas del amor propio y de necio orgullo españoles. Aquella masa que ama el toreo y se entrega mansamente al caciquismo, que adora al fraile y no sabe hacerse representar en un parlamento, no puede comprender a los que la fustigan no con rencor sino con justicia. En cambio será de quienes para ella levantan oropelescos altares o de los que la manejan a punta de látigo y con las armas del terror. Es lo que sucede hoy, y lo mismo que ha sucedido ya cuando en época que no olvidaremos nunca, el populacho enloquecido de ceguera xonófoba, formaba unánime en las filas del despotismo y gritaba: “¡Vivan las caenas!” Hoy como ayer vemos la apoteosis del imperio de la fuerza grosera, del poder atrabiliario y sin control, de la voluntad de los amenos—y no de los escogidos—sobre los más. Convencidos de la penosa realidad que pretendieron encubrir en tantas ocasiones los políticos profesionales, los del “turno pacífico”, la masa popular acepta resignadamente todo lo que sea nuevo, todo lo que le permita descansar en una peregrina y falaz ilusión de progreso entregada íntegramente a manos que acaso tengan un excesivo interés personal en echarse sobre los hombres la carga del gobierno. Lo demás, ya se sabe: un Primo de Rivera que se pronuncia e impone condiciones y amedrenta con el fantasma de las fuerzas que se dice le obedecen, y todo está consumado!

Eugenio GONZALEZ R.