DE LA HORA QUE RUEDA

ALGO MAS SOBRE UNAMUNO.–

Es posible que en Chile no nos expliquemos bien a Unamuno. Y es que Unamuno, por sobre sus bizarrías doctórales y sus estridencias de ateneísta es un hombre y un escritor en la más noble plenitud de estos vocablos. Aquí donde decir la verdad es sinónimo de no saber vivir, tiene que sorprender la integridad moral del ingenioso hidalgo vizcaíno que arremete, pluma en mano, “contra esto y aquello”. Nuestros escritores hasta se deben reír de su actitud ante la época y su medio, lo que, por cierto, no impide que publiquen manifiestos de protesta por su destierro y hagan frasecitas valetudinarias en los grandes rotativos. Los literatos nuestros son así: peregrinos, sumisos, ajenos a todo verdadero idealismo dinámico. Viven todavía, los pobrecitos, encastillados en la famosa torre de marfil, sin fijarse en las telarañas que la cubren, ni en las grietas que van abriendo en ella las crecientes inquietudes de la humanidad.

Además, estos literatos nuestros son cobardes. Así, duramente, como suena. ¿Cuál de entre todos los que podían esgrimir la fuerza de un prestigio, cuál de los “maestros” alzó su voz condenatoria en 1920, cuando una tiranía tan burda como la de Primo de Rivera, pisoteó en nuestra tierra las libertades democráticas, saqueó bibliotecas, incendió hogares, violó mujeres y coronó sus desmanes reaccionarios con la muerte de Domingo Gómez, poeta y hombre libre? Está fresco aún el recuerdo: ninguno, para vergüenza nuestra, ninguno. Sin embargo, el caso era el mismo; sólo que entonces la tiranía estaba en casa y podía herir, y ahora se ejerce al otro lado del mar... En aquellos días, Unamuno, a quien sólo el aspecto humano del asunto podía interesar, protestó desde allá. Nuestros universitarios deben conservar todavía en su memoria agradecida, las palabras estimulantes que les enviara el huraño maestro de Salamanca.

Su actitud frente al Directorio Militar no podía, pues, sorprendernos. Rebelde a todo canon, a toda imposición, ya sea del dogma o de la lógica, a todo lo que signifique línea recta, este viejo gruñón y erudito ha hecho de su vida un magisterio de inquietud. Desconcertante por la inesperada multiplicidad de sus deducciones, contradictorio, paradojal, incansable él mismo y fatigante para los demás, se nos presenta como un místico caballero de la edad heroica, extraviado e inadaptado en medio de la cartaginesa civilización contemporánea. Es un creyente sin creencias lo bastante definidas y asentadas para constituir el sentido de una vida. La suya se consume en el altar de dioses desconocidos. No abre caminos ni se resigna, tampoco, a marchar por los que otros iniciaron. Por el contrario, los embrolla todos y sin saber adónde ir, sacudido por una atávica necesidad de acción, e inmovilizado por una duda ardiente, se entretiene en diseñar a grandes trazos los contornos vagos de su suero.

No hay que buscar en sus libros otra cosa que reacciones violentas contra los hábitos comunes, y los conceptos fundamentales de doctrinas, instituciones y sistemas. Su obra es de crítica, y de crítica tornadiza, acerba, con mucho de la rudeza agreste de los vascongados. De las provincias del Norte han salido espíritus macizos y penetrantes. Basta recordar a Pío Baroja, el novelador de las existencias anárquicas y vagabundas, y a Ramiro de Maetzu, convertido, hoy día, por desgracia, en el lustra bolas de los generales acartonados del Directorio. Unamuno es de esos hombres que viven en guardia, listos para herir, lanzando a diestra y siniestra desafíos bizarros. No está tranquilo ni en la soledad. El problema de si mismo lo tortura hasta la elegía. A su alrededor contempla la tranquilidad rutinaria de las vidas vulgares, el regocijo truculento de los mediocres, el marasmo de un pueblo que un día conquistó imperios y hoy no es capaz de conquistar su propia libertad temporal y espiritual. Espectáculo triste, en verdad. Los curas; los bachilleres, los barberos han echado –como pedía Joaquín Costa para el sepulcro del Cid– doble llave al sepulcro de don Quijote.

He ahí la labor de la fe: reconquistar el sepulcro de Don Quijote; alzar sobre el materialismo democrático y la filosofía positiva, a ras de tierra, las grandes ideas y los grandes sentimientos; ennoblecer la vida y nuestras vidas. Labor ardua, como pocas. Nadie debe preguntarse si vendrá, por fin, la ansiada victoria. El único deber y el único derecho es luchar con toda el alma, arremeter, corazón en ristre, contra los molinos engañosos de la rutina, del prejuicio y del dogma. Esto es lo que recomienda Unamuno, y lo que practica. Las ventajas que hasta hoy ha obtenido no son despreciables: lo han llamado loco, vanidoso, posador; lo han condenado por real orden y lo han absuelto; luego, como a Víctor Hugo, y perdóneseme la alusión desmesurada, lo han desterrado a un islote cualquiera. No importa: esto no es lo peor de su suerte. Más que todo eso debe dolerse de los resultados ulteriores de su condena. Porque en casi todos los países –por supuesto que en el nuestro de manera especial– los que mas han vociferado en comicios y asambleas, los que han firmado con fruición manifiestos y cartas públicas adhiriendo a su campaña, son los curas, los bachilleres, los barberos, los duques, los que él quisiera eliminar de la tierra para que se salve el alma de Don Quijote: el ideal.

DON ARTURO ALESSANDRI Y YO.–

Sin ambages voy a confesarte, amigo lector, que yo admiro a don Arturo Alessandri. No como político, por cierto, sino como hombre, mejor dicho, como ejemplar sobreviviente de una fauna casi extinguida: la fauna romántica. Es raro, y, por lo tanto, agradable, encontrar todavía cultores de la palabra y la actitud. El último romántico, ese que cada uno de nosotros lleva dentro de si mismo, va muriendo, poco a poco, asfixiado por el humo del industrialismo, el olor de la democracia y la vanidad de la filosofía positiva. Donde nos volvamos hemos de encontrar espíritus pacatos; mesurados, rígidos. La espontaneidad y la fuerza han llegado a ser indecorosas. Y esto que en la vida corriente es ya un hábito moral, en las altas esferas adquiere el valor solemne de una razón de Estado. Aquí, donde se llama republico y hombre inteligente a don Ismael Tocornal, prototipo del Pacheco andino, tiene que detonar la manera de ser del Presidente Alessandri, amasijo de instintos violentos y sueños confusos de gloria. Yo miro con tristeza fraterna sus arrebatos de león acicalado por una vaga cultura forense, sus ardores jacobinos y tribunicios; he seguido cuidadosamente su actuación pública, desde los turbulentos días coalicionistas, hasta hoy que es el abanderado de la Alianza Liberal; y, a través de las paradojas y las antinomias políticas de su vida, he descubierto una verdad sencilla: El señor Alessandri ha nacido demasiado tarde. Por eso yo, que también he llegado al mundo con muchos años de retraso, lo comprendo y lo admiro. Ten por seguro, lector amigo, que de haber nacido en el Renacimiento, habría sido uno de esos capitanes espléndidos que después de arrasar ciudades, iban a recitar, junto a los ventanales góticos de sus castillos, madrigales de amor, a alguna rubia princesa cautiva. Poniendo en obra inmediata sus deseos habría ido por el mundo con su capa, su espada y el airoso chambergo de los caballeros –¡tan distinto del achuñuscado calañé burgués!– sembrando el amor y la muerte, el odio o la fortuna, según fuera el mudable capricho de su albedrío. Para los festines y bacanales, honrados bufones ensayarían picardías honestas, más propicias para el solaz y esparcimiento que los adulos hechos por algún ardelión entre un habano y un beso de mujer. Todavía si después de una existencia pródiga y dislocada fuese asaltado por veleidades ultraterrenas, habría podido refugiarse en un convento cualquiera, y morir en la dulce paz de los justos, seguro de que sobre su tumba no haría uso de la palabra ningún diputado de la mayoría, ninguna presidente de sociedades feministas, ningún gestor administrativo enriquecido... Pero las leyes del destino son inescrutables. El hecho es que muchos hombres molestan y se pierden sólo por no haber nacido a buen tiempo y en buen lugar. Así, el senador Opazo, que debió nacer en Bizancio y ocupar un lucido puesto en la disputa trabada sobre si Adán tenía o no tenía ombligo, asomó la cabeza en esta tierra, y habla horas de horas para demostrarnos, con argumentos sacados de los clásicos, que vivimos en una pavorosa dictadura. Por supuesto, el señor Alessandri, que habría estado bien en la Italia renacentista de barcarola y de aventura o en la Edad Media, o en la época napoleónica, gritó por primera vez, también en Chile, en este país plácido y bucólico como un pesebre. Yo sé, aunque él no lo haya dicho, que se siente tan sólo en la Moneda, como Robinson Crusoe en la isla de sus afanes. Y es que no son sus semejantes –como no lo son tampoco míos, amigo lector– estos hombres que no comprenden la épica emoción del tumulto, la belleza de lo imprevisto, el amor que es fecundo. Vivimos en tiempos de bajo utilitarismo. Y yo lo siento, lo siento en el alma, por el señor Alessandri, y por mí...

JUAN CRISTOBAL