LA EMOCION VAGABUNDA

Viajando se siente en su grandeza solemne la más efectiva soledad. El viajero es el hombre aislado por excelencia, el que no encuentra sino contactos efímeros y afectos que huyen, como él, siempre adelante. En medio de las multitudes es el hombre, lo más individual y señero del mundo, acaso lo más ignorado, pero siempre solo y extraño a la muchedumbre que lo cerca. Hay viajeros que tienen fácil la camaradería y a cada paso hacen amistades y se entregan a ellas rendidamente. Pero para todas llega una hora fatal, ineludible, el instante que nadie puede esquivar. Es el de la despedida. ¿A qué ha quedado reducido todo aquello? Las almas de dos viajeros son un cementerio de recuerdos empalidecidos por el tiempo y las distancias, mustios por los días que pasan y los minutos que vuelan hacia la eternidad. Pero tienen esos difuntos una cualidad peculiar y distintiva. A medida que el deseo del viajero hambriento de recordanzas lo pide, se alzan fingiendo una nueva vida, dando la ilusión de que vuelven del lago oscuro de donde nunca nadie retornó.

Para las almas hechas, no tanto a la soledad como al sentimiento de la soledad, voluntario y deliberado, el viaje es una experiencia henchida de posibilidades. En su culto, esas almas se perfeccionan. En su escala esotérica, se acercan a la soledad perfecta, a la que nada puede destruir. Supóngase a un hombre sumergido en una multitud pero enteramente lúcido de su destino y de su papel individual. Ese hombre es el viajero solitario que no sabe amalgamarse al sentir que le sale al paso y al ambiente que surca. El viajero es un ave de tránsito perenne. Creéis que reposa cuando le veis acodado frente al mar undoso, mirando con ojos humildes las olas que llegan a besar la playa. En realidad se prepara para surcar ese mar desconocido y para hacer bajo otro cielo un nuevo nudo en la red de su melancolía. El viajero es el hombre que condensa las tristezas y los húmedos sentimientos que a su paso ignoradamente florecen. A su lado hay siempre alguna mujer que le mira anhelosamente. Sabe el dolor acerbo de las despedidas, el desgarramiento que en el ser causan los adioses, la conmoción del ánimo que los viajes traen consigo. Y una vez más los teme. Las personas que se quedan esperando con su afecto al que se aleja, sueñan en las lejanías peligros ilusorios, males escondidos. El viajero confía y por eso parte, parte siempre, sintiendo pero sin hondura, llorando acaso, pero sin tristeza. Va al encuentro del azar, viajero también de todo instante: ¿cómo podrían espantarle las acechanzas de su aliado y enemigo? El viajero hace una coraza inexpugnable de su ánimo y lo hace disponerse a todo. De vez en cuando llegan hasta su memoria las lágrimas de las despedidas y vuelve a sentir el eco de los sollozos, pero el cortejo de lo pretérito huye pronto en la batumba del viaje que todo lo desquicia y en todo hace reinar un orden nuevo. Para un alma de viajero la tristeza está en la quietud y en la mansa consecuencia junto al lar. En esas horas su alma ávida de apurar el goce inagotable del viaje, rememora los tránsitos, y con un dejo de melancolía penetrante se tiende a soñar en los paisajes que vio un momento y en el recuerdo de las gentes que conoció al pasar. Lo monótono y gris de la vida sedentaria aparecen entonces con honda fijeza y en el rostro del viajero se dibuja una imperiosa decisión de marchar otra vez. Porque el hombre, más que por afán de ver cosas nuevas que le encantarán acaso el alma escéptica, traspasa los horizontes impulsado por su odio hacía lo que ya conoce, por la tristeza turbia de lo vulgar y cotidiano. Este viajero y aquel hombre de hogar que un día se conocen, otro día cualquiera se separarán. El uno va en demanda de algo que le sea ajeno, de lo ignoto y distante. El otro va a hundirse en la contemplación y en la caricia mediocre de lo crónico. El alma del uno tiene que vestir trajes distintos, disfraces que en realidad no logran deshacer las peculiaridades originales, pero que infunden un trasunto de cambio y de resurrección. El alma del otro se desnuda a la misma hora y en el mismo sitio de un traje eternamente igual, en el que el tiempo marca su huella domesticando las originales rebeldías. El uno vive de los sentimientos mudables o se permite darles una fugacidad inquietadora que encanta a su alma errátil. El otro sueña siempre lo mismo, en el mismo lecho, bajo un mismo cielo, comiendo el mismo pan...

RAUL SILVA CASTRO.

Mar del Plata, Marzo de 1924.